Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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La anotación con la conciencia de los sentidos, antes que con los mismos sentidos… La posibilidad de otras cosas… Y, de repente, suena, detrás de mí, en la oficina, la llamada metafísicamente abrupta del mancebo. Siento que podría matarlo por haber interrumpido lo que no estaba pensando. Le miro, volviéndome, con un silencio lleno de odio, escucho anticipadamente, con una tensión de homicidio latente, la voz que va a gastar en decirme algo. Se sonríe desde el fondo de la casa y me da las buenas tardes en voz alta. Le odio como al universo. Tengo los ojos pesados de sopor.

42

Como los días en que la tronada se prepara y los ruidos de la calle hablan alto con una voz solitaria.

La calle se fruncía de luz intensa y pálida y la negrura sucia [79]tembló, de este a oeste del mundo, con un estruendo de reventones ecoantes… La tristeza dura de la lluvia bruta empeoró al aire negro de intensidad fea. Frío, tibio, caliente -todo al mismo tiempo-, el aire estaba equivocado en todas partes. E, inmediatamente, por la amplia sala, una cuña de luz metálica abrió brecha en los reposos de los cuerpos humanos y, con el sobresalto helado, un pedrizal de sonidos golpeó en todas partes, destrizándose en un solo silencio grande [80]. El sonido de la lluvia disminuye como una voz de menos peso. El ruido de las calles ha disminuido angustiosamente. Una nueva luz, de un amarillento rápido, entolda la negrura sorda, pero ha habido ahora una respiración posible antes que el puño [81]del son trémulo ecoase súbito desde otro punto; como una despedida malhumorada, empezaba a no estar aquí.

con un susurro arrastrado y acabado, sin luz en la luz que aumentaba, el temblor de la tronada se calmaba [82]en las anchas lejanías -rodaba [83]en Almada [84]…

Una súbita luz formidable se astilla (…) Todo se ha parado de repente. Los corazones se han parado un momento. Todos son personas muy sensibles. El silencio aterra como si hubiera muerte. El sonido de la lluvia que aumenta, alivia como lágrimas de todo [85]. Hay plomo.

43

Desde el principio empañado del día caliente y falso, unas nubes oscuras y de contornos mal rotos rondaban a la ciudad oprimida. Por los lados a los que llamamos de la barra [86], sucesivas y torvas, esas nubes se superponían, y una anticipación de tragedia se entendía con ellas desde el indefinido torpor [87]de las calles contra el sol alterado.

Era mediodía y ya, a la salida para el almuerzo, pesaba una esperanza mala en la atmósfera empalidecida. Harapos de nubes harapientas negreaban en su delantera. El cielo, hacia los lados del Castillo [88], estaba limpio, pero de un azul malo. Hacía sol pero no apetecía disfrutar de él.

A la una y media de la tarde, al regresar a la oficina, parecía más limpio el cielo, pero sólo hacia un lado antiguo. Sobre los lados de la barra estaba, verdaderamente, más descubierto. Sobre la parte norte de la ciudad, sin embargo, las nubes se juntaban lentamente en una sola nube -negra, implacable- que avanzaba lentamente con garras romas de blanco ceniciento en la punta de los brazos negros. Dentro de poco alcanzaría al sol, y los ruidos de la ciudad parece que se sofocaban con el esperarla. Estaba, o parecía, un poco más límpido el cielo por los lados del este, pero el calor resultaba más desagradable. Se sudaba en la sombra de la habitación grande de la oficina. «Por ahí viene una buena tormenta», dijo Moreira, y volvió la página del Libro Mayor.

A las tres de la tarde ya había fracasado toda la acción del sol. Fue preciso -y era triste porque era verano- encender la luz eléctrica: primero al fondo de la habitación grande, donde estaban empaquetando las remesas, después ya en medio de la habitación, donde se hacía difícil hacer sin cometer errores las guías de las remesas y anotar en ellas los números de las señales del ferrocarril. Por fin, ya eran casi las cuatro, hasta nosotros -los privilegiados de las ventanas- no veíamos agradablemente para trabajar. La oficina fue iluminada. El patrón Vasques tiró de la antepuerta del despacho y dijo al salir: «Moreira, yo tenía que ir a Bemfica [89]pero no voy; se va a hartar de llover». «Y es por aquel lado», respondió Moreira, que vivía al lado de la Avenida [90]. Los ruidos de la calle se destacaron de repente, se alteraron un poco, y era, no sé por qué, un poco triste el sonido de la campanilla de los tranvías en la calle paralela y cercana.

44 (Storm) [91]

Sobra silencio oscuro lívidamente. A su modo, cerca, entre el errar raro y rápido de los carros, un camión truena: eco ridículo, mecánico, de lo que va, real, en la distancia próxima de los cielos.

De nuevo, sin aviso, borbotea luz magnética, pestañeando. Late el corazón una aspiración breve. Se rompe una redoma en lo alto, en astillas grandes de cúpula. Una sábana dura [92]de lluvia mala agrede al sonido del suelo.

(patrón Vasques) Su cara lívida está de un verde falso y desorientado. Lo noto, entre el aire difícil del pecho, con la fraternidad de saber que también estaré así [93].

45

Como una esperanza negra, algo más anticipador pairó; la misma lluvia pareció intimidarse; una negrura sorda se calló sobre el ambiente. Y de pronto, como un grito, un formidable día se astilló. Una luz de infierno frío había visitado el contenido de todo y llenado los cerebros y los rincones. Todo desmayó. Un peso cayó de todo porque el golpe había pasado. La lluvia triste era alegre con su ruido bruto y humilde. Sin querer, el corazón se sentía, y pensar era un aturdimiento. Una vaga religión se formaba en la oficina. Nadie estaba siendo quien era, y el patrón Vasques apareció a la puerta del despacho para pensar en decir algo. Moreira sonrió, teniendo todavía en los alrededores de la cara la amarillez del miedo súbito. Y su sonrisa decía que sin duda el trueno siguiente debería sonar más lejos. Un coche rápido estorbó alto los ruidos de la calle. Involuntariamente, el teléfono tiritó. El patrón Vasques, en vez de retroceder hacia la oficina, avanzó hacia el aparato de la habitación grande. Se produjo un reposo y un silencio y la lluvia caía como una pesadilla. El patrón Vasques se olvidó del teléfono, que no había sonado más. El mancebo se movió, al fondo de la casa, como una cosa incómoda.

Una alegría grande, llena de reposo y de liberación, nos desconcertó a todos. Trabajamos medio aturdidos, agradables, sociables con una profusión natural. El mancebo, sin que nadie se lo dijese, abrió las ventanas de par en par. Un olor a cosa fresca entró, con el aire de agua, por la habitación grande. La lluvia, ya leve, caía humildemente. Los ruidos de la calle, que seguían siendo los mismos, eran diferentes. Se oía la voz de los carreteros, y eran gente de verdad. Nítidamente, en la calle de al lado, las campanillas de los tranvías mostraban cierta sociabilidad con nosotros. Una carcajada de niño desierto [94]hizo de canario en la atmósfera limpia. La lluvia leve decreció.

Eran las seis. Se cerraba la oficina. El patrón Vasques dijo, con la antepuerta entreabierta, «Pueden salir», y lo dijo como una bendición comercial. Me levanté en seguida, cerré el libro y lo guardé. Puse el portaplumas, visiblemente, en la depresión del tintero y, avanzando hacia Moreira, le dije «hasta mañana» lleno de esperanza, y le estreché la mano como después de un gran favor.

46

Cuando otra virtud no haya en mí, hay por lo menos la de la perpetua novedad de la sensación libre.

Bajando hoy por la Calle Nueva de Almada [95], me fijé de repente en la espalda del hombre que bajaba delante de mí. Era la espalda vulgar de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja bajo el brazo izquierdo, y ponía en el suelo, al ritmo de ir andando, un paraguas cerrado, que cogía por el puño con la mano derecha.

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