Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares

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Libro del desasosiego de Bernardo Soares: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro del desasosiego, que presentamos traducido íntegramente por vez primera en lengua castellana, nació en 1913 y Pessoa trabajó en él durante toda su vida. Esta es una obra inacabada e inacabable: un universo entero en expansión cuya pluralidad -literaria y vital-es infinita.

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Ninguna ansia nuestra tiene razón de ser. Nuestra atención es un absurdo consentido por nuestra inercia alada.

No sé qué óleos de penumbra ungen a nuestra idea de nuestro cuerpo. El cansancio que tenemos es la sombra de un cansancio. Nos viene de muy lejos, como nuestra idea de que existe nuestra vida…

Ninguno de nosotros tiene nombre o existencia plausible. Si pudiésemos ser ruidosos hasta el punto de imaginarnos riendo, nos reiríamos sin duda de creernos vivos. El frescor calentado de la sábana nos acaricia (a ti como a mí ciertamente) los pies que se sienten, el uno al otro, desnudos.

Desengañémonos, amor mío, de la vida y de sus maneras. Huyamos a ser nosotros… No nos quitemos del dedo el anillo mágico que llama, cuando se lo mueve, a las hadas del silencio y a los elfos de la sombra y a los gnomos del olvido…

Y he aquí que, al ir a soñar en hablar de ella, surge otra vez ante nosotros la floresta mucha, pero ahora más perturbada que nuestra perturbación y más triste que nuestra tristeza. Huye de delante de ella, como una niebla que se deshoja, nuestra idea del mundo real, y yo me poseo otra vez en mi sueño errante, que esa floresta misteriosa enmarca…

¡Las flores, las flores que he vivido allí! Flores que la vista traducía a sus nombres, al conocerlas, y cuyo perfume el alma cogía, no de ellas, sino en la melodía de sus nombres… Flores cuyos nombres eran, repetidos en secuencia, orquestas de perfumes sonoros… Árboles cuya voluptuosidad verde ponía sombra y frescor en como eran llamados… Frutos cuyo nombre era un clavar de dientes en el alma de su pulpa… Sombras que eran reliquias de antaños felices… Claros, claros altos, que eran sonrisas más francas del paisaje que se bostezaba en próximo…' ¡Oh horas multicolores!… Instantes-flores, minutos-árboles, ¡oh tiempo detenido en espacio, tiempo muerto de espacio y cubierto de flores, y del perfume de flores, y del perfume de nombres de flores!…

¡Locura de sueño en aquel silencio ajeno!… Nuestra vida era toda la vida… Nuestro amor era el perfume del amor… Vivíamos horas imposibles, llenas de ser nosotros… Y esto porque sabíamos, con toda la carne de nuestra carne, que no éramos una realidad…

Éramos impersonales, huecos de nosotros, otra cosa [410]cualquiera… Éramos aquel paisaje esfumado en conciencia de sí mismo… Y así como él era dos -de realidad que era, e ilusión-, así éramos nosotros oscuramente dos, no sabiendo bien ninguno de nosotros si el otro no era él-mismo, si el incierto otro viviría…

Cuando emergíamos de repente ante el estancamiento de los lagos, nos sentíamos queriendo sollozar… Allí, aquel paisaje tenía los ojos llenos de lágrimas, ojos parados, llenos del tedio innumerable de ser… Llenos, sí, del tedio de ser, de tener que ser algo, realidad o ilusión; y ese tedio tenía su patria y su voz en la mudez y en el exilio de los lagos… Y nosotros, caminando siempre y sin saberlo o quererlo, parecía, aun así, que nos demorábamos a la orilla de aquellos lagos, tanto de nosotros quedaba y moraba con ellos, simbolizado y absorto…

¡Y qué fresco y feliz horror el de no haber allí nadie! Ni nosotros, que por allí íbamos, allí estábamos… Porque nosotros no éramos nadie. Ni siquiera éramos algo… No teníamos vida que la muerte necesitase para matarla. Éramos tan tenues y rastreritos que el viento del transcurrir nos había dejado inútiles y el tiempo pasaba por nosotros acariciándonos como una brisa por la cima de una palmera.

No teníamos época ni propósito. Toda la finalidad de las cosas y de los seres se nos quedo a la puerta de aquel paraíso de ausencia. Se había inmovilizado, para sentirnos sentirla, el alma rugosa de los troncos, el alma extendida de las hojas, el alma núbil de las flores, el alma inclinada de los frutos…

Y así morimos nuestra vida, tan atentos separadamente muriéndola que no reparamos en que éramos uno solo, que cada uno de nosotros era una ilusión del otro, y cada uno, dentro de sí, el mero eco de su propio ser…

Zumba una mosca, incierta y mínima…

Rayan en mi atención vagos ruidos, nítidos y dispersos, que hinchen de ser ya de día a mi conciencia de nuestro cuarto… ¿Nuestro cuarto? ¿Nuestro de qué dos, si yo estoy solo? No lo sé. Todo se funde y sólo queda, huyendo, una realidad-bruma en que mi incertidumbre zozobra y mi comprenderme, arrullado por opios, se duerme…

La mañana ha roto, como una caída, desde la cima pálida de la Hora…

Han terminado de arder, amor mío, en el hogar de nuestra vida, las astillas de nuestros sueños…

Desengañémosnos de la esperanza, porque traiciona, del amor, porque cansa, de la vida, porque harta y no sacia, y hasta de la muerte, porque trae más de lo que se quiere y menos de lo que se espera.

Desengañémosnos, oh Velada, de nuestro propio tedio, porque se envejece de sí mismo y no osa ser toda la angustia que es.

No lloremos, no odiemos, no deseemos…

Cubramos, oh Silenciosa, con un sudario de lino fino el perfil rígido y muerto de nuestra Imperfección… [411]

9

Pasábamos, jóvenes todavía, bajo los árboles altos y el vago susurro de la floresta. En los claros, súbitamente surgidos del acaso del camino, el claro de luna los hacía lagos, y las márgenes, enmarañadas de ramas, eran más noche que la misma noche. La brisa vaga de los grandes bosques respiraba con ruido entre los árboles. Hablábamos de las cosas imposibles; y nuestras voces eran parte de la noche, del claro de luna y de la floresta. Las oíamos como si fuesen de otros.

No carecía de caminos la floresta incierta. Había atajos que, sin querer, conocíamos, y nuestros pasos fluctuaban en ellos entre los moteados de las sombras y la vibración 7bis vaga de la luz dura y fría. Hablábamos de las cosas imposibles y todo el paisaje real era también imposible.

10

Caminábamos juntos y separados, entre las desviaciones bruscas de la floresta. Nuestros pasos, que era lo ajeno de nosotros, iban unidos, por unísonos, en la blandura estallante de las hojas, que alfombraban, amarillas y medioverdes, las irregularidades del suelo. Pero iban también disyuntos porque éramos dos pensamientos, no había de común entre nosotros sino que lo que no éramos pisaba unísono el mismo suelo oído.

Había entrado ya el principio del otoño, y, además de las hojas que pisábamos, oíamos caer continuamente, en el acompañamiento brusco del viento, otras hojas, el ruido de hojas, por todos los sitios por donde íbamos o habíamos ido. No había más paisaje que la floresta que los velaba a todos. Bastaba, sin embargo, como sitio y lugar para los que, como nosotros, no teníamos por vida más que el caminar unísono y diverso sobre un suelo mortecino. Era -creo- el final de un día, o de cualquier día, o por ventura de todos los días, en un otoño todos los otoños, en la floresta simbólica y verdadera.

Qué casas, qué deberes, qué amores habíamos abandonado, nosotros mismos no sabríamos decirlo. No éramos, en aquel momento, más que caminantes entre lo que habíamos olvidado y lo que no sabíamos, caballeros a pie del ideal abandonado. Pero en eso, como en el ruido constante de las hojas pisadas, y en el ruido siempre brusco del viento incierto, estaba la razón de ser de nuestra ida, o de nuestra venida, pues, no sabiendo el camino o por qué el camino, no sabíamos si partíamos, si llegábamos. Y siempre, a nuestro alrededor, sin lugar sabido o caída vista, el ruido de las hojas que se amontonaban adormecía de tristeza a la floresta.

Ninguno de nosotros quería saber del otro, aunque ninguno de nosotros proseguiría sin él. La compañía que nos hacíamos era una especie de sueño que cada uno de nosotros tenía. El ruido de los pasos unísonos ayudaba a cada uno a pensar sin el otro, y los propios pasos solitarios le habrían despertado. La floresta era toda ella claros falsos, como si fuese falsa, o se estuviese acabando, pero no se acababa la falsedad, ni se acababa la floresta. Nuestros pasos unísonos seguían siendo constantes, y en torno de lo que oíamos de las hojas pisadas iba el ruido vago de hojas que caían, en la floresta convertida en todo, en la floresta igual al universo.

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