Virginia Woolf - Flush
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Se estuvo tendido horas enteras sin atreverse siquiera a gimotear. La sed era lo que más le hacía sufrir; el sorbo que tomó de aquel agua verdosa y espesa -en un cubo a su alcance – le repugnó muchísimo; por nada del mundo hubiera seguido bebiendo. Y lo curioso es que un galgo de majestuosa presencia estaba bebiéndola con delectación. Cada vez que abrían la puerta, miraba hacia allí. Miss Barrett… ¿Era miss Barrett? ¿Había venido por fin? Pero tan sólo era un rufián peludo que los echaba a todos a un lado, a patadas, y, dando tumbos, se dirigía a una silla rota en la que se dejaba caer. Luego se fue intensificando la oscuridad. Apenas podía distinguir ya las formas que había en el suelo, en el colchón, o en las sillas rotas. Un cabo de vela fue adherido a la repisa de la tosca chimenea. Afuera, en el callejón, encendieron una tosca lámpara, que permitía a Flush ver, a su luz débil y vacilante, los terribles rostros que curioseaban por la ventana. Después entraban, hasta que la habitación, ya repleta, se puso tan atestada que Flush hubo de encogerse y apartarse aún más contra la pared. Aquellos monstruos horribles – unos, andrajosos; otros, emperifollados con pintura y plumas – se agazapaban en el suelo o se encorvaban sobre las mesas. Empezaron a beber, a insultarse y a golpearse unos a otros. Seguían volcando perros de los sacos que traían. Perros falderos, setters, pointers , con los collares aún puestos… y una cacatúa gigantesca que alborotaba y revoloteaba aturdida de un rincón a otro, chillando: Pretty Poll, Pretty Poll! , en un tono que hubiera aterrado a su dueña, una viuda que vivía en Maida Vale. También abrieron las mujeres sus bolsos y desparramaron por la mesa las pulseras, los collares y broches como los que Flush había visto llevar a miss Barrett y a miss Henrietta. Los demonios aquellos elavaban sus garras sobre las joyas, lanzaban denuestos y se peleaban a causa de ellas. Los perros ladraban. Los niños gritaban y la espléndida cacatúa -Flush había visto a menudo pájaros de estos en las ventanas de Wimpole Street – chillaba: Pretty Poll, Pretty Poll! , con ritmo cada vez más rápido, hasta conseguir que le arrojasen una zapatilla. Entónces agitó fuertemente sus alas de color gris-plomo, salpicadas de manchas amarillas, lo cual motivó que se apagase la vela. Oscuridad completa en la habitación. Fue intensificándose el calor por momentos; el bochorno y el hedor se hacían insoportables; a Flush se le abrasaba la nariz, se le contraía la piel… y miss Barrett sin venir.
Miss Barrett yacía en su sofá de Wimpole Street. Estaba muy contrariada, se preocupaba mucho, pero no se había alarmado seriamente. Claro que Flush sufriría; se pasaría toda la noche gimiendo y ladrando, pero sólo era cosa de unas horas. Míster Taylor fijaría la cantidad, ella la pagaría y devolverían a Flush.
Amaneció el 2 de septiembre en los grajales de Whitechapel. Las ventanas rotas se fueron cubriendo gradualmente de gris. Fue dando la luz sobre las caras hirsutas de los rufianes acurrucados por el suelo. Flush despertó de su ilusión y se le apareció una vez más la inevitable realidad, y la realidad de ahora consistía en este cuarto, estos rufianes, los perros que aullaban y ladraban fuertemente atados; esta lobreguez, esta humedad… ¿Sería posible que hubiera estado ayer mismo en una tienda acompañando a unas señoritas y rodeado de encajes? ¿Existía un lugar llamado Wimpole Street? ¿Había una habitación donde el agua fresca relucía en una vasija purpúrea? ¿Estuvo alguna vez acostado en cojines y le dieron en alguna acasión un ala de pollo apetitosamente asada? ¿Y ocurría en realidad que, rabioso de celos, mordiera a un hombre de guantes amarillos?
Toda aquella vida, con sus emociones, se alejaba vaporosa, disolviéndose en lo irreal.
Aquí, al filtrarse la polvorienta luz matinal, se levantó una mujer de su yacija – a duras penas – y, tambaleándose, llegó a donde estaba la cerveza. Volvieron a empezar las borracheras y las maldiciones. Una mujer gorda lo levantó por las orejas y le pellizcó en las costillas, y alguien se permitió hacer a propósito de él un chiste odioso… Resonó un tronar de carcajadas cuando la mujer lo dejó caer al suelo. La puerta la abrían a patadas y la cerraban con un ruido ensordecedor. Cada vez que ocurría esto, miraba Flush hacia allá. ¿Era Wilson? ¿Sería posible que fuera mister Browning? ¿O acaso, miss Barrett? No, no… Sólo era otro ladrón, otro asesino. Se encogía por la sola presencia de aquellas faldas enlodadas, de aquellas botas bastas y córneas. Trató de roer un hueso que le cayó cerca. Pero sus dientes no podían hacer presa en una carne tan pétrea y el olor podrido de ésta le repugnaba. Aumentó su sed y se vio precisado a tomar un sorbito del cubo. Pero transcurría el miércoles, y a cada momento sentíase Flush más abrasado por aquel ambiente, y más mareado, tendido en unas tablas rotas y sintiendo que se le fundían unas cosas con otras. Apenas si percibía lo que estaba sucediendo. Sólo levantaba la cabeza y miraba cuando abrían la puerta. No, no era miss Barrett.
Miss Barrett, en su sofá de Wimpole Street, se impacientaba ya. Algo fallaba en las negociaciones. Taylor había prometido ir a Whitechapel el miércoles por la tarde para conferenciar con su «Sociedad». Sin embargo, pasó la tarde del miércoles y Taylor no apareció. Esto sólo significaba, supuso miss Barrett, que iban a subir el precio, lo cual no dejaba de ser un fastidio en sus circunstancias. Aun así, claro, había de pagarlo. «Tengo que rescatar a mi Flush por todos los medios, ya lo sabes», escribió a mister Browning. «No puedo exponerme a que me lo hagan picadillo regateándoles…» De modo que miss Barrett seguía reclinada en el sofá escribiendo a mister Browning y esperando que llamaran a la puerta. Pero subió Wilson a traer las cartas; subió otra vez Wilson a traer el agua caliente, llegó la hora de acostarse, y Flush no había venido.
Amaneció el jueves, 3 de septiembre, en Whitechapel. Se abrió la puerta y volvió a cerrarse. El setter rojizo que había pasado la noche aullando lo hizo salir a rastras uno de los rufianes – que vestía una chaqueta de piel de topo – y lo llevó… ¿hacia qué destino? ¿Era preferible morir a permanecer allí? ¿Qué era peor, aquella vida o la muerte? La barahúnda, el hambre y la sed, el vaho fétido de aquel lugar – ¡y pensar que en tiempos detestaba el perfume del agua de Colonia! -, todo ello le iba oscureciendo las imágenes y hasta los deseos. Le retornaron antiguos recuerdos. ¿Era aquella voz del viejo doctor Mitford gritando en el campo? Y, aquél en la puerta, ¿sería Kerenhappoch chismorreando con el panadero? Sonó un repiqueteo y Flush creyó que era miss Mitford cortando unos geranios para formar un ramo. Pero no era sino el viento – pues el día estaba tormentoso – que sacudía el papel de estraza con que habían tapado los vidrios rotos de la ventana. Era sólo alguna voz de borracho que deliraba en el arroyo. Tan sólo era la vieja bruja de la esquina que gruñía incesantemente mientras freía un arenque en una sartén, sobre la fogata… Lo habían abandonado. No llegaba ayuda alguna. Ninguna voz le hablaba… Los loros continuaban chillando: Pretty Poll! Pretty Poll! y los canarios proseguían sus gárrulos gorjeos sin sentido.
Y otra vez oscureció en la habitación. Pegaron la vela en un platillo, voivieron a encender en el callejón la tosca lámpara… Hordas de hombres siniestros – con sacos a la espalda – y de emperejiladas mujeres de caras pintarrajeadas, entraban arrastrando los pies y se iban arrojando en los camastros y acodándose en las mesas. Otra noche había tapado con su negrura a Whitechapel. La lluvia empezó a colarse por un agujero de la techumbre, y sus gotas tamborileaban en el cubo que habían puesto debajo para recogerla. Miss Barrett no había ido.
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