El cuaderno de un misionero que trabaja con los fugitivos en Canadá contiene historias verdaderas más extrañas que la ficción. ¿Cómo iba a ser de otra manera, si prevalece un sistema que alborota a las familias y dispersa a sus miembros, tal como el viento alborota y dispersa las hojas en otoño? Esta orilla de asilo, como la orilla eterna, a menudo vuelve a reunir en feliz comunión a corazones que han llorado sus pérdidas durante largos años. Y es tremendamente emotivo el entusiasmo con el que acogen a cada recién llegado por si puede traer noticias de la madre, la hermana, el hijo o la esposa que aún se encuentra hundido en las tinieblas de la esclavitud.
Se urden aquí hazañas más heroicas que románticas en las que el fugitivo desafía la tortura e incluso la muerte volviendo voluntariamente sobre sus pasos a los terrores y peligros de esa oscura tierra para rescatar a su hermana, madre o esposa.
Un misionero nos ha hablado de un joven que se escapó de nuevo tras ser capturado dos veces y azotado vergonzosamente por su valor; en una carta que escribió y que nos han leído cuenta que va a regresar por tercera vez para sacar a su hermana. Mi buen lector, ¿este hombre es un héroe o un delincuente? ¿No haría usted lo mismo por su hermana? ¿Puede usted condenarle?
Pero volvamos con nuestros amigos, a los que dejamos enjugándose las lágrimas y recuperándose de una alegría demasiado grande y repentina. Ahora están sentados sociablemente alrededor de la mesa sintiéndose cada vez más afables; sólo Cassy, que tiene a Eliza en el regazo, de vez en cuando da un apretón a la pequeña, lo que le sorprende a ésta sobremanera, y se niega a que le atiborre la boca de pasteles tanto como quisiera Eliza, alegando, para gran consternación de la niña, que tiene algo mejor que los pasteles y que no los quiere.
Y realmente ha cambiado tantísimo Cassy en dos o tres días que nuestros lectores apenas podrían reconocerla. La expresión macilenta de desesperación de su rostro había dado paso a una de amable confianza. Parecía haberse introducido de inmediato en el seno de la familia y acogido en su corazón a los pequeños, como algo que había esperado desde hacía largo tiempo. De hecho su amor parecía volcarse con más naturalidad sobre la pequeña Eliza que sobre su propia hija, pues era la viva imagen de la niña que había perdido. La pequeña hacía de dulce lazo entre madre e hija, y a través de ella creció el conocimiento y el afecto. La piedad estable y constante de Eliza, reglada por la frecuente lectura de la palabra sagrada, la convertía en guía perfecta para la mente maltrecha y fatigada de su madre. Cassy cedió enseguida con toda el alma a las buenas influencias, y se convirtió en una cristiana pía y devota.
Después de un día o dos, Madame de Thoux contó a su hermano más detalles de su situación. A la muerte de su marido había heredado una fortuna considerable, que se ofreció generosamente a compartir con la familia. Cuando preguntó a George qué podía hacer por él, respondió:
– Dame una educación, Emily; siempre lo he deseado de corazón. Después yo puedo hacer el resto.
Tras grandes deliberaciones, decidieron trasladarse toda la familia a Francia durante algunos años; embarcaron con ese rumbo llevando a Emmeline con ellos.
La belleza de ésta le ganó el amor del segundo oficial del barco y poco después de arribar a puerto, se casaron. George estudió durante cuatro años en una universidad francesa, donde se aplicó con una constancia ininterrumpida y consiguió una educación muy completa.
Problemas políticos en Francia movieron a la familia a buscar asilo de nuevo en este país.
Los sentimientos y opiniones de George, como hombre cultivado, pueden apreciarse en esta carta a uno de sus amigos:
Me siento algo perdido en cuanto a mi rumbo futuro. Es cierto, como tú me has comentado, que podría mezclarme en los círculos de blancos de este país, pues mi color es muy claro y el de mi familia apenas perceptible. Quizás me lo consintieran, pero, a decir verdad, no siento ningún deseo.
No tengo simpatía por la raza de mi padre sino por la de mi madre. Para él yo no era más que un bello perro o caballo; para mi pobre madre afligida era un niño; y aunque nunca la volví a ver desde la cruel venta que nos separó, sé que me quiso mucho hasta su muerte. Le sé por mi propio corazón. Cuando pienso en todo lo que padeció ella, en mis propios sufrimientos cuando era niño, en los infortunios y luchas de mi heroica esposa y de mi hermana, vendida en el mercado de esclavos de Nueva Orleans, aunque espero no tener sentimientos poco cristianos, creo que se me puede perdonar si digo que no quiero hacerme pasar por estadounidense ni identificarme con ellos.
Quiero compartir la suerte de la esclavizada raza africana y, si pudiese tener un deseo, sería que fuera más oscura mi piel y no más clara.
El deseo y afán de mi corazón es conseguir la nacionalidad africana. Quiero un pueblo que tenga su propia existencia tangible e independiente. ¿Dónde he de buscarlo? No en Haití, porque allí no han tenido nada desde el principio. Un arroyo no puede superar su manantial de origen. La raza que formó el carácter de los haitianos estaba desgastada y afeminada y, por lo tanto, tardará siglos esa raza en llegar a ser algo.
¿Dónde puedo buscar, entonces? En las orillas de África veo una república formada por hombres selectos que, por su energía y su afán de mejorarse, en muchos casos han sabido salirse individualmente de su condición de esclavos. Después de pasar una época inicial de debilidad, esta república por fin se ha convertido en una nación reconocida en toda la faz de la tierra, aceptada tanto por Francia como por Inglaterra. Allí es donde quiero ir para encontrar a mi pueblo.
Soy consciente de que os voy a tener a todos en contra, pero antes de golpear, escuchadme. Durante mi estancia en Francia, he estudiado con enorme interés la historia de mi pueblo en América. He estudiado la lucha entre los abolicionistas y los colonizacionistas y he sacado algunas impresiones como espectador distante que nunca se me hubieran ocurrido como participante.
Reconozco que esta Liberia ha podido servir a todo tipo de propósitos al ser utilizada contra nosotros por nuestros opresores. Es indudable que el proyecto se ha utilizada, de forma injustificable, como medio de retrasar nuestra emancipación. Pero, a mi modo de ver, la cuestión es que hay un Dios por encima de todos los proyectos humanos. ¿No es posible que Él haya invalidado sus designios para fundar una nación para nosotros?
En estos tiempos nace una nación en un día. Ahora una nación empieza con todos los grandes problemas de la vida y la civilización republicanas ya planteados delante de ella; no tiene que descubrirlos, sino aplicarlos. Pongámonos todos juntos, entonces, manos a la obra con toda nuestra fuerza para ver qué podemos hacer con esta nueva empresa, y todo el maravilloso continente africano se abrirá ante nosotros y nuestros hijos. Nuestra nación desplegará la marea de la civilización y el cristianismo a lo largo de sus orillas para instaurar allí grandes repúblicas que crecerán con la misma rapidez que la vegetación tropical y durarán para todas las épocas venideras.
¿Decís que abandono a mis hermanos esclavos? Yo creo que no. Si los olvido durante una hora, un minuto de mi vida, ¡que Dios me olvide a mí! Pero ¿qué puedo hacer por ellos aquí? ¿Puedo romper sus cadenas? No, como individuo, no puedo; pero si voy a formar parte de una nación que tendrá voz en los tribunales de las naciones, entonces podremos hablar. Una nación tiene el derecho a discutir, protestar, implorar y presentar la causa de su pueblo que no tiene el individuo.
Si Europa se convierte alguna vez en una federación de naciones libres, como confío en Dios que sucederá, y si son abolidas la esclavitud y todas las desigualdades sociales injustas y opresivas, y si esas naciones reconocen nuestra posición, tal como lo han hecho Francia e Inglaterra, entonces, en el gran congreso de las naciones, haremos nuestra petición y presentaremos la causa de nuestra raza esclavizada y doliente; y no será posible que la gran América libre e iluminada no quiera borrar de su reputación la mancha que la avergüenza ante las demás naciones y es una maldición tanto para ella como para los esclavos.
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