Harriet Stowe - La Cabaña Del Tío Tom

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De la autora abolicionista estadounidense Harriet Beecher Stowe, La Cabaña del tío Tom es una novela cuyo tema central es la esclavitud. Fue publicada en 1852, y causó gran polémica por la división de posturas que existían en el país en vísperas de la Guerra Civil. Fue la novela más vendida en el siglo XIX.
El libro narra los acontecimientos de la vida del Tío Tom, un esclavo negro del sur de Estados Unidos que pasa de unos amos a otros, construyendo anécdotas entrelazadas y que reflejan la realidad de los esclavos americanos de la época, creando un contraste entre los personajes bondadosos y el contexto de injusticia en el que viven.
Su importancia radica en que es una novela con un gran contenido sentimental que que pretende crear un retrato y establecer una denuncia. Stowe logra la identificación del lector con los personajes, y con ello la comprensión más profunda de la injusticia. Es una novela que se conserva como manifestación histórica, que si bien es exagerada, tiene un objetivo claro y bien logrado.
Es recomendable porque nos da a conocer una parte importante e interesante de la historia estadounidense. Divertida, ligera y llena de sentimientos conmovedores (Escrito por Andrea Pieck)

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– Le he oído hablar de una hermana llamada Emily, que fue vendida en el sur -dijo George.

– Desde luego: soy yo -dijo Madame de Thoux-, dígame, ¿qué clase de…?

– Un joven estupendo -dijo George-, a pesar de la maldición de la esclavitud que arrastraba. Tenía un carácter de primera, tanto por su inteligencia como por sus principios. Yo lo sé bien, ¿.comprende usted?, porque se casó con una de mi familia.

– ¿Qué clase de joven? -preguntó con interés Madame de Thoux.

– Un tesoro -dijo George-; una muchacha bella, inteligente y amable. Muy piadosa. Mi madre la crió y la educó con tanto esmero, casi, como si fuera su propia hija. Sabía leer y escribir, bordar y coser maravillosamente, y cantaba muy bien.

– ¿Nació en casa de ustedes? -preguntó Madame de Thoux.

– No. Mi padre la compró en uno de sus viajes a Nueva Orleáns y la trajo de regalo para mi madre. Tenía unos ocho o nueve años entonces. Mi padre nunca quiso decir a mi madre lo que pagó por ella, pero el otro día, mientras revisábamos viejos papeles suyos, encontramos el contrato de venta. Pagó una suma exorbitante, desde luego, supongo que por su belleza extraordinaria.

George estaba sentado de espaldas a Cassy y no vio la expresión absorta de su rostro mientras contaba estos detalles.

En este punto de su historia, le tocó el brazo y, con la cara pálida de ansiedad, le preguntó:

– ¿Sabe el nombre de la persona a quien se la compró?

– Un hombre llamado Simmons, creo, era el autor de la transacción. Por lo menos, creo que ése era el nombre que figuraba en el contrato.

– ¡Oh, Dios mío! -dijo Cassy y cayó desmayada al suelo de la cubierta.

Ahora George puso manos a la obra, y Madame de Thoux también. Aunque ninguno de los dos podía adivinar la causa del desmayo de Cassy, hicieron todo el alboroto propio de tales ocasiones: George volcó una jarra de agua y rompió dos vasos en su afán por socorrerla y varias señoras del salón, al enterarse de que alguien se había desmayado, se agolparon en la puerta del camarote, bloqueando en lo posible todo el aire, de modo que, en conjunto, se hizo todo lo que se podía esperar.

¡Pobre Cassy! Cuando recuperó el conocimiento, volvió la cara hacia la pared y lloró y sollozó como una niña; quizás tú, madre, puedes figurarte lo que pensaba, o quizás no puedas. Pero en ese momento, ella estaba segura de que Dios se había apiadado de ella y de que volvería a ver a su hija, como ocurrió, meses más tarde, cuando… pero nos adelantamos a los hechos.

CAPÍTULO XLIII

RESULTADOS

El resto de nuestra historia se cuenta enseguida. George Shelby, impulsado como cualquier joven por el romanticismo del incidente y por sentimientos humanitarios, se tomó la molestia de enviar a Cassy el contrato de venta de Eliza, cuya fecha y nombre correspondían con lo que ella sabía del asunto, por lo que no tuvo duda sobre la identidad de su hija. Ahora sólo le quedaba seguir las huellas de los fugitivos.

Madame de Thoux y ella, unidas de esta forma por la singular coincidencia de sus fortunas, se dirigieron al Canadá de inmediato e iniciaron un viaje de búsqueda por todos los puestos donde acudían los fugitivos de la esclavitud. En Amherstberg conocieron al misionero que había cobijado a George y Eliza cuando llegaron al Canadá, y, a través de él, pudieron ubicar a la familia en Montreal.

George y Eliza llevaban ya cinco años en libertad. George había encontrado un trabajo estable en el taller de un amable mecánico, donde ganaba suficiente dinero para mantener bien a su familia que, mientras tanto, había aumentado con el nacimiento de una hija.

El pequeño Harry, un muchacho simpático e inteligente, iba a un buen colegio, donde hacía grandes progresos.

El buen párroco de Amherstberg, donde George había tomado tierra, se interesó tanto por las declaraciones de Madame de Thoux y Cassy que cedió a la petición de aquélla de acompañarlas a Montreal para buscarlos, corriendo ella con los gastos del viaje.

El escenario cambia ahora a un pequeño y aseado bloque de viviendas en las afueras de Montreal; la hora, el atardecer. Un alegre fuego arde en el hogar; la mesa, cubierta con un níveo mantel, está puesta para la cena. En un rincón de la habitación hay una mesa cubierta con una tela verde, con una escribanía abierta, plumas y papel y encima un estante con unos libros cuidadosamente elegidos.

Era el estudio de George. El mismo afán por mejorarse que le había impulsado a aprender a escondidas las codiciadas artes de la lectura y la escritura cuando era niño le seguía animando a dedicar todo su tiempo libre a su propia educación.

En este momento está sentado a la mesa, tomando apuntes de un volumen de la biblioteca familiar que ha estado leyendo.

– Vamos, George -dice Eliza-, has estado todo el día fuera. Deja ese libro y charlemos mientras preparo la cena, venga.

Y la pequeña Eliza secunda la petición acercándose con pasos inseguros a su padre e intentando arrancarle el libro de las manos para colocarse en su regazo.

– ¡Eh, brujilla! -dijo George, cediendo como lo haría cualquier hombre en las mismas circunstancias.

– Eso está bien -dijo Eliza, al empezar a cortar rebanadas de una barra de pan. Parece algo mayor, un poco más llena y más matrona de aspecto que antaño, pero evidentemente tan feliz como cualquier mujer.

– Harry, muchacho, ¿qué tal el problema de aritmética de hoy? -preguntó George, poniendo la mano sobre la cabeza de su hijo.

Harry ha perdido sus largos rizos, pero nunca perderá aquellos ojos y aquellas pestañas o la frente alta y noble, que se ruboriza de triunfo cuando contesta:

– ¡Lo he hecho todo yo solo, padre, y nadie me ha ayudado!

– Eso es -dijo su padre-; sólo conga en ti mismo, hijo. Tienes más posibilidades de las que tuvo tu pobre padre.

En este momento se oye una llamada a la puerta; Eliza va a abrirla. Su entusiasmada exclamación «¡Oh, es usted!» atrae a su marido, quien da la bienvenida al buen pastor de Amherstberg. Hay dos mujeres con él y Eliza las invita a sentarse.

Bien, si hemos de decir la verdad, el honrado pastor había preparado un pequeño programa de cómo tenía que desarrollarse el acontecimiento; mientras subían, se habían exhortado unos a otros a no revelar el secreto enseguida sino a seguir el plan previsto.

Se pueden imaginar, entonces, la consternación del buen hombre, que acababa de hacer un gesto para que se sentaran las mujeres y sacaba el pañuelo para limpiarse la boca en preparación para pronunciar debidamente su discurso de presentación, cuando Madame de Thoux estropeó todo el plan lanzando los brazos alrededor del cuello de George y revelándolo todo con las palabras:

– ¡Oh, George! ¿No me conoces? Soy tu hermana Emily. Cassy se había sentado más tranquilamente y hubiera representado muy bien su papel si no se le hubiera puesto delante la pequeña Eliza, idéntica en la forma de cada rasgo y cada rizo a su hija la última vez que la vio. La pequeña le escudriñó el rostro y Cassy la cogió en sus brazos y la apretó contra su pecho diciendo lo que en ese momento le parecía la verdad:

– ¡Cariño, soy tu madre!

De hecho fue bastante difícil hacer las cosas por el orden correcto, pero el buen pastor consiguió por fin que se callara todo el mundo y pudo pronunciar el discurso con el que había pretendido abrir la ceremonia y que le salió tan bien que al final todo su público lloraba a su alrededor de un modo que debía de satisfacer a cualquier orador antiguo o moderno.

Se arrodillaron juntos y el buen hombre rezó, pues hay algunos sentimientos que son tan agitados y tumultuosos que sólo permiten descansar cuando se han desahogado en el amoroso pecho del Todopoderoso; después, levantándose, los miembros de la familia reunida se abrazaron con una sagrada fe en Dios, que los había reunido tras tantos peligros y por caminos tan misteriosos.

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