Francois Mauriac - El Cordero

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El cordero es una de las novelas tardías de Mauriac, publicada en el año 1954, en la que su extraordinario arte de escritor parece haber alcanzado su máxima madurez. En uno de esos sofocantes ambientes provincianos que sirven de indeciso campo de batalla entre el Bien y el Mal, escenarios predilectos de su narrativa, Mauriac presenta aquí un joven matrimonio en discordia, en cuya vida van a mezclarse otros personajes no menos torturados que ellos. El tema del odio que no acaba de manifestarse, quizá como una cara oculta y paradójica del amor, el tema del sacrificio, del que se ofrece como víctima expiatoria de los demás, la pérdida de la fe, que también se disimula para evitar un escándalo público, y el fariseísmo imperante en esa digna burguesía bordelesa, componen un dramático cuadro que se impregna de sentido religioso, pero que evita siempre toda abstracción y todo intento de apologética. Mauriac, sutil analista de las almas más sombrías y más turbias, se nos revela una vez más como un incomparable maestro de ese tipo de relatos que le dieron fama universal.

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Xavier atropello a Mirbel, atravesó el vestíbulo y el comedor. Ningún ruido llegaba de la biblioteca. Llamó:

– Roland. -Y como no había respuesta, agregó en tono de súplica-: Dime una palabra, una sola palabra… -Oyó a Mirbel detrás de él:

– Se hace el muerto.

Xavier golpeó la puerta con sus puños.

Entonces se alzó una voz rabiosa desconocida:

– Usted, déjeme.

Xavier respiró profundamente. El chico estaba allí, vivía.

– Bien hecho -dijo Mirbel, siempre riendo.

Xavier, sin contestar, tomó el candelero de la mesa del vestíbulo.

– Hay que salir de esta noche mal empezada -dijo-. Mañana por la mañana comprenderá mejor, tendrá piedad.

– ¿Piedad de qué? ¿De ese insecto que uno ni siquiera tiene derecho a aplastar?

– No, no -interrumpió Xavier-, usted no quiere su mal, no le haría verdaderamente daño: es uno de esos chicos a los que usted y yo terminaremos por parecemos…

Mirbel volvió a repetir:

– ¡Imbécil! Ya son hombres. Observa a éste: quiere a Dominique y te odia…, ¡a los diez años! Me imagino que los niños a quienes llamaba Cristo no debían de tener más de cuatro o cinco años, ¿no lo crees?

Xavier, sin contestarle, subió la escalera, cerró casi con violencia la puerta de su cuarto. No podía soportar oír a Mirbel hablar de Cristo, aun cuando ninguna blasfemia se mezclara a sus palabras. Se sentó en una silla "para pensar", como decía cuando era colegial. "¿Qué haces sólito en vez de jugar?" "Pienso en cosas…" Hubiera querido ser libre de pensar solamente en Dominique. Pero no iría en busca de Dominique antes de haber situado a Roland…, a menos que se lo llevara con él. Roland aceptaría seguirlo para juntarse con Dominique… Pero la casa Dartigelongue no era acogedora. Nada podía hacer por la criatura, salvo no perderla de vista. Xavier continuaría de guardia junto a él. No buscar más allá de lo que se le pedía: no abandonarlo un solo día, una sola hora, un solo segundo. Antes morir que abandonarlo. "Y aunque todos los otros se pusieran de acuerdo para echarlo a la calle, yo montaría mi guardia fiel." Un gallo cantó, engañado por la luna. El bosque rodeaba a Larjuzon de un gemido ininterrumpido que no entrañaba tiempo ni fuerte ni débil. Era una queja unida y apacible, como de una muchedumbre humana innumerable donde ningún corazón se quejara con más fuerza que los otros. Imposible orar: estaba el chico, y detrás de él Dominique; su pensamiento no alcanzaba a nadie más allá de los dos rostros. Entonces tomó del bolsillo y la oprimió, la cadena, los granos negros, el último medio, el más humilde, el más criticado, que le era concedido para orar en las horas en que se sentía menos capaz. El cuerpo, por una vez, sustituía al espíritu rebelde. El ritmo monótono de la oración angélica se juntaba con la súplica del parque, presa del viento del Oeste. Oyó puertas que se cerraban, ruidos de grifos. Una persiana golpeaba, y alguien la aseguró. Reconoció en la escalera el paso de Michéle: sin duda iba a cerciorarse de que nada grave ocurría en la biblioteca. Volvió a subir en seguida y cerró la puerta con pasador.

Cuando la casa estuvo dormida, Xavier, con una caja de fósforos, salió de su cuarto después de haberse quitado los zapatos; como no calzaba sino calcetines de lana, llegó sin que un solo tablón del piso hubiera crujido hasta la puerta de la biblioteca y prestó atención. Hubiera podido creer el cuarto vacío, pero terminó por sorprender un suspiro, una palabra confusa. No deseaba nada más que esa seguridad: el niño estaba allí, vivo, y parecía tranquilo. Xavier volvió al vestíbulo, pareció vacilar, hizo girar sin ruido la llave de la puerta de entrada. Recibió en plena cara un soplo tan amargo y húmedo como si hubiera estado cargado de brumas.

La piedra del porche era fría para los pies sin zapatos. Bajó los peldaños. La grava, delante de la casa, le hacía daño. Dio toda la vuelta y vio que la estrecha ventana de la biblioteca estaba abierta. Las piedras formaban un saliente, y había un caño de gotera: un muchacho más hábil y más ágil hubiera podido intentar escalarlo, ¡pero él! Entonces recordó haber visto contra la espaldera de la huerta una escalera de mano. La huerta se encontraba alejada de la casa, sobre un antiguo terreno húmedo a orillas del parque. No era nada llegar hasta ahí, aun no teniendo en los pies sino calcetines de lana: lo difícil sería llevar la escalera en la oscuridad. Pero ¡qué! Apenas medio kilómetro. Xavier tomó el sendero, cuya arena le pareció al principio deliciosa, aunque a veces una aguja de pino, un pedazo de corteza, le arrancaran un grito. Avanzaba con precaución, mirando hacia arriba, porque las copas de los árboles lo ayudaban a no salirse del camino. No pensaba ni en Dominique ni en Roland, sino en la escalera que quizás el peón hubiera quitado de allí. Cuando se acercaba al bajo donde estaba la huerta, los pies sintieron a través de la lana el frío de la hierba mojada. Los ojos, habituados a la semitiniebla, no tardaron en reconocer la escalera contra el muro. Le pareció más larga de lo que había creído, más pesada de lo que había imaginado. La tomó primeramente bajo un solo brazo hasta llegar al sendero, entonces la cargó sobre el hombro y no tardó en arrastrarla, no pudiendo llevarla a cuestas.

Ya no miraba las copas de los árboles, sino la tierra. Avanzaba, y cada paso agudizaba las heridas de sus pies. A menudo se detenía. Durante un rato bastante largo anduvo perdido fuera del sendero, y las espinas, las jaugues , como decían en Larjuzon, las piñas roídas por las ardillas lo ponían en carne viva. Cuando hubo encontrado su camino, el pensamiento de lo que todavía tenía que recorrer hasta la casa, en la oscuridad, cargado con la escalera, lo abrumó. Ah, como para pensar en Dominique, en el amor de ambos, en su vocación, en los escrúpulos que generalmente lo desgarraban. Era su carne la que estaba desgarrada. Esa cruz de la cual hablaba sin cesar, con la cual creía hasta ese día haber alimentado su meditación… Pero que descubría de golpe en lo más secreto de una noche húmeda y fría, que nunca la había conocido ni realmente cargado; la cruz no era, como él estaba persuadido, un amor rechazado, una inclinación dolorosa, una humillación, un fracaso, sino realmente un madero que aplastaba un hombro herido, y esa piedra y esa tierra, en ese momento, le destrozaban la piel de los pies. Avanzaba en una tensión atroz y creía ver moverse ante él una espalda esquelética; discernía las vértebras, las costillas levantadas por un jadeo precipitado y el surco violeta de viejas flagelaciones: el esclavo de todos los tiempos, el esclavo eterno.

Cuando Xavier reconoció la masa confusa de la casa, hizo alto por última vez, apoyado contra un tronco. Recibía ese sufrimiento de su carne con tanto amor como cuando comulgaba. Lo saboreaba, se entregaba para no perder nada de él, se dejaba penetrar por el vacío de sus dolores habituales; entreveía ese lujo entre los lujos que caben en el desarrollo y el libre empleo de una conciencia delicada. Sintió el peso de una lágrima, de una gota de sudor o de sangre entre todas las que no sólo la ferocidad humana hace correr, pues nuestra vida, nuestra vida virtuosa, no se desarrolla sino llevada, sostenida por ese río inagotable.

Se levantó, dio los pocos pasos que lo separaban de la fachada donde la ventana de la biblioteca había quedado abierta. La cortina flotaba hacia fuera, levantada por el viento. Ningún cuarto habitado daba a ese lado, sólo los cuartos de baño. Se deslizó dentro de la pieza sin hacer ruido y al principio sintió un golpe en el corazón. Sobre el viejo sofá de cuero no vio a nadie. Por lo que podía juzgar su vista, acostumbrada a la oscuridad, la biblioteca estaba vacía. Encendió un fósforo y vio que Mirbel había dispuesto, junto al pedazo de pan, intacto, un candelero. Encendió la vela. La manta había quedado doblada sobre el diván. Un suspiro, una vaga queja le llegaron desde la esquina de la habitación opuesta a la puerta. Entre la pared y la vieja caja de hierro, que nadie desde hacía años había logrado abrir, y cuya clave se ignoraba, estaba la masa de un cuerpo replegado, unas rodillas desnudas y lastimadas se juntaban casi con la cara, cuyo perfil perdido Xavier no podía distinguir. Se estremeció como ante el cadáver del niño. Fue sólo la impresión de un segundo. Roland se había quedado dormido, vencido, como ocurre a esa edad, por un sueño más poderoso que todo el dolor del mundo. Xavier se inclinó hacia él y aunque estaba extenuado logró alzarlo, y a fuerza de voluntad consiguió depositarlo suavemente sobre el sofá. Bajo la cabeza de pelo revuelto dispuso un almohadón, extendió la manta sobre las delgadas piernas, de grandes rodillas desproporcionadas, desató las sandalias rotas, calentó entre sus manos los pies helados. El chico lanzó un leve grito, se irguió con una mirada de espanto.

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