Francois Mauriac - El Cordero

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El cordero es una de las novelas tardías de Mauriac, publicada en el año 1954, en la que su extraordinario arte de escritor parece haber alcanzado su máxima madurez. En uno de esos sofocantes ambientes provincianos que sirven de indeciso campo de batalla entre el Bien y el Mal, escenarios predilectos de su narrativa, Mauriac presenta aquí un joven matrimonio en discordia, en cuya vida van a mezclarse otros personajes no menos torturados que ellos. El tema del odio que no acaba de manifestarse, quizá como una cara oculta y paradójica del amor, el tema del sacrificio, del que se ofrece como víctima expiatoria de los demás, la pérdida de la fe, que también se disimula para evitar un escándalo público, y el fariseísmo imperante en esa digna burguesía bordelesa, componen un dramático cuadro que se impregna de sentido religioso, pero que evita siempre toda abstracción y todo intento de apologética. Mauriac, sutil analista de las almas más sombrías y más turbias, se nos revela una vez más como un incomparable maestro de ese tipo de relatos que le dieron fama universal.

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– No le deseo ningún mal a Xavier -dijo al fin-. Pero quizás usted tenga razón. Puedo perjudicarlo sin querer.

– Estás muy razonable -dijo Brigitte, sin quitarle los ojos de encima.

– ¡Oh! La conozco a usted desde hace mucho tiempo y sé cuándo debo abandonar la partida -suspiró.

– En todo caso, soy lo suficientemente perspicaz como para prepararme para lo peor cuando te pones suave.

Rió, buscando la mirada que huía de la suya.

– Se equivoca totalmente, madre -dijo Jean. Volvió a sentarse, acercó la silla al sillón. La mesita los separaba-. Como si desde el tiempo que nos conocemos no me hubiera ocurrido jamás el confesarme a usted.

– Sí, es verdad, cuando tenías dieciséis años…

Él se encogió levemente de hombros.

– Siempre tengo dieciséis años -dijo por fin-. Y bueno, sí, tengo ganas de que se vaya porque estoy celoso… Es raro que la amistad sea celosa, ¿verdad?

Brigitte Pian sacudió la cabeza como un viejo caballo.

Preguntó a media voz:

– ¿Soy tan temible?

Él tenía los codos apoyados en las rodillas, la mirada vaga y un aire de desprendimiento y de confianza.

– Pensaba en Dominique -dijo-. No puedo hacerme a esa idea. Nunca me había sentido burlado hasta ese punto.

No miraba a Brigitte; ella podía creer que había olvidado su presencia. Se estremeció un poco cuando lo interpeló:

– ¿Qué tiene que hacer Dominique en esta historia?

Él sonrió, repitió en un tono de indulgencia divertida:

¡Vamos, madre, vamos! -Y de pronto-: ¿Ignora que están juntos en este momento?

No, ella no lo creía. Dominique le había pedido permiso para ir a merendar al borde del arroyo con el chico.

Jean fue de nuevo a la ventana, luego volvió con las manos en los bolsillos, el aire apacible y ausente:

– No pretenderá de todas maneras convertir a su Dominique en una monja. Convendrá conmigo en que no se puede tener menos vocación.

Ella tomó el rosario de la mesita y lo apretó fuertemente en la mano derecha.

– ¿No está enojada al menos? -preguntó él-. No hay nada en esto que no sea halagador para Dominique, después de todo. Usted debería alegrarse de la suerte que le cae encima, pues, diga lo que diga, hay mucho camino andado; Xavier me habló, ¿sabe? Cree que Dios se preocupa de su personita; no pone en duda que el Ser infinito organizó nuestro encuentro en el tren de París para que lo traiga a Larjuzon y él seduzca a la secretaria de la señora de Pian; así son esos cristianos.

Reía. Los labios de la anciana se movieron: rezaba, pero su irritación se manifestaba a pesar suyo por ese meneo senil de la cabeza, de la cual no era dueña. Mirbel, siempre riendo, insistía:

– Quisiera ver la cara de la vieja Dartigelongue cuando se entere de que su Benjamín decidió no entrar en el Seminario, sedujo a la secretaria de Brigitte Pian y piensa ahora casarse con esa joven, ¡hija natural, por añadidura! Pero en esa clase de casamientos la ausencia total de familia constituye una suerte que no hay que subestimar.

– Los Dartigelongue pueden dormir tranquilos.

Aunque la anciana había lanzado esa frase sin elevar el tono, él comprendió que estaba a punto de estallar.

– Olvida -dijo- que Xavier y Dominique no necesitan la bendición de nadie.

– En todo caso, ella necesita la mía. Eso fue dicho con los dientes apretados.

– Sí, es verdad -concedió él- que ella depende totalmente de usted. Pero caritativa como es usted y queriéndola como la quiere, no la veo quitándole el pan de la boca. Entonces, madre, imíteme: resígnese a verlos felices.

Al oír esa palabra ella se irguió, apoyada en el bastón. Balbucía:

– Te prohibo… Como si entre tú y yo pudiera haber la menor relación…, como si pudiéramos tener el mismo sentimiento sobre nada…

Estaba sofocada.

– No puede privarse de su presencia, confiéselo, pues -insistió él, duramente-. Es un baño de sangre joven que se da, ¡en el sentido espiritual, por supuesto! Cuando a los viejos les gusta rodearse de juventud es porque hay vampirismo. Siempre lo he creído…

Ella gritó:

– ¡Vampirismo!

Él la vio estremecerse. Los movimientos de la cabeza eran cada vez más intensos y frecuentes. Su voz se cascaba:

– Mi única culpa es haber expuesto a esta joven al peligro de una cohabitación abominable.

Salió con una prisa peligrosa para sus viejas piernas. En el vestíbulo vieron a Michele, que interrogaba a Roland.

– ¿De dónde vienes para haberte ensuciado de esa manera?

Contestó que venía a buscar sus herramientas porque su isla era casi una península y que el señor iba a comenzar los trabajos. Estaba sin aliento y tropezaba con las palabras. Cuando iba a salir, Brigitte Pian lo retuvo del brazo:

– ¿Te espera allí el señor? ¿Lo dejaste solo?

– Oh, la señorita lo acompaña.

El niño quedó absorto: el señor y la señora de Mirbel reían a carcajadas, y no estaba acostumbrado a hacerlos reír. Observaba con inquietud, boquiabierto, esas grandes criaturas sombrías y temibles, presas de la risa.

– Sé bueno -dijo Mirbel-, no te apresures a volver. Tienes tiempo.

Fue en ese momento cuando se desencadenó entre las personas mayores una escena confusa de la cual no comprendió nada, salvo lo que llamaba "palabrotas". Cambiaban palabrotas: he ahí todo lo que pudo contarles a Xavier y a Dominique. La señora de Pian lo retuvo del brazo:

– Ve a decirle a la señorita que la espero para hacer nuestras maletas y telefonear al garaje. Nos vamos en auto. Cueste lo que cueste, no dormiremos aquí esta noche.

Era la frase que recordaba Roland, y que mientras los tres volvían hacia la casa a través de la pradera mojada, Dominique le hacía repetir:

– Sí, dijo que usted debía telefonear para pedir un auto, costara lo que costara…

Xavier caminaba tras ellos. La pradera era cenagosa, sus zapatos se hundían y cuando los retiraba hacían un ruido como de ventosa. Con los ojos fijos en los hombros de la joven, la seguía.

A veces ella se volvía a medias hacia él, pero permanecía atenta a las palabras del chico, que resoplaba. Dijo sin mirar a Xavier:

– No se quede aquí ni un día más. Usted es libre. La ciudad es grande, y nadie tiene derecho a fiscalizar mis salidas.

Él no contestó y la dejó subir la escalinata con el niño. Permaneció junto a los primeros peldaños mientras ella penetraba en el vestíbulo. No, no existía ningún obstáculo entre ellos, salvo ese rechazo dentro de él, esa huida estúpida, como si todo amor le fuera vedado, a él, que sólo sabía amar. Estaba de pie frente a la triste casa cuyo frente se descascarillaba de trecho en trecho, ante los peldaños tambaleantes, mientras el viento de otoño atormentaba las cimas negras de los árboles. La bruma del crepúsculo subía de la pradera, llegaba al bosque. Él no se atrevía a entrar, aunque ningún grito llegara de la casa. Aun cuando fuera verdad esa historia sin prueba y sin razón sobre la cual jugaba su vida, ¿qué necesidad tenía de separarse del rebaño? Él era un muchacho como todos los muchachos… Pero mientras ese pensamiento habitual remolineaba dentro de él, semejante a esas hojas secas que un soplo levantaba y hacía caer a sus pies, pronunció claramente las palabras latinas: "

…vita, dulcedo et spes nostra salve. Ad te clamamus, exules filii Evae. Ad te suspiramus gementes et flentes…"

Gimiendo y llorando… Él amaba, era amado, ¿por qué llorar?, ¿por qué gemir? Subió apresuradamente la escalinata, entró en el vestíbulo. Roland estaba sentado sobre el cajón de la leña, bañado en lágrimas y mocos. Xavier le preguntó dónde estaba Dominique: estaba en la biblioteca hablando por teléfono. Agregó, sin mirarlo:

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