Francois Mauriac - El Cordero

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El cordero es una de las novelas tardías de Mauriac, publicada en el año 1954, en la que su extraordinario arte de escritor parece haber alcanzado su máxima madurez. En uno de esos sofocantes ambientes provincianos que sirven de indeciso campo de batalla entre el Bien y el Mal, escenarios predilectos de su narrativa, Mauriac presenta aquí un joven matrimonio en discordia, en cuya vida van a mezclarse otros personajes no menos torturados que ellos. El tema del odio que no acaba de manifestarse, quizá como una cara oculta y paradójica del amor, el tema del sacrificio, del que se ofrece como víctima expiatoria de los demás, la pérdida de la fe, que también se disimula para evitar un escándalo público, y el fariseísmo imperante en esa digna burguesía bordelesa, componen un dramático cuadro que se impregna de sentido religioso, pero que evita siempre toda abstracción y todo intento de apologética. Mauriac, sutil analista de las almas más sombrías y más turbias, se nos revela una vez más como un incomparable maestro de ese tipo de relatos que le dieron fama universal.

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– Ya no te hacen muchos regalos. Royendo su bizcocho vino a sentarse junto a Xavier.

– ¡Qué sucias tienes las rodillas! ¿No te da vergüenza?

– Qué sería -suspiró Dominique- si yo no estuviera aquí.

He aquí los propósitos que cambiaban, y transcurrían los minutos de aquel día de otoño tibio y dulce, sobre ese tronco de pino puesto al sol donde estaban sentados el uno junto al otro una vez más, quizá la última. Las arañas de agua se agitaban, luego permanecían inmóviles, y la corriente las arrastraba. Roland gritó con voz ahogada:

– Una ardilla…, allí…, ¿no la ven? Miren la cola…

Golpeó las manos, la ardilla saltó sobre un roble, luego sobre un pino, y Roland corría alzando la cabeza. Ella pronunció en voz baja su nombre:

– Xavier…

Él no se movía, los ojos entornados. No sabía afeitarse. Bajo la barba oscura tenía la piel de un niño. Ella inclinaba la cabeza hacia aquel hombro que no se apartaría. Pero Roland volvió: ya no veía la ardilla. Dominique le preguntó:

– ¿Y tus herramientas? ¿No quieres ir a buscarlas?

Xavier intervino:

– No, es demasiado tarde para empezar los trabajos. Mañana por la mañana lo haremos.

Roland protestó que habría luz hasta las siete y salió corriendo por la pradera.

Dominique tomó la mano de Xavier y preguntó tristemente:

– ¿Me tiene miedo?

Él negó con la cabeza, se acercó a ella y los hombros se tocaron. Ella enlazó sus dedos a los suyos, las palmas también unidas. Estaban tan inmóviles que una libélula se posó sobre la rodilla de Xavier. En la pradera, al otro lado del arroyo, se alzó un poco de bruma. Del camino llegaban balidos, campanillas y el grito gutural del pastor. Dominique tenía los pies desnudos en las zapatillas azules. Él cerró suavemente la mano sobre el tobillo izquierdo de la joven.

– Tiene frío… -dijo. Ella sacudió la cabeza y suspiró a media voz:

– Estoy bien. Estoy a su lado… Él preguntó:

– ¿Es verdad? No, no es verdad.

– ¿Que soy feliz a su lado? Lo miró, y él comprendió que la joven estaba a punto de llorar.

– Va a volver… -murmuró ella. Él pensó que esperaba un gesto… No estaría mal tomarla dulcemente de los hombros… ¿No había cerrado ya su mano sobre el tobillo? ¡ Qué delgado era su brazo! Acercó la boca; dijo:

– Su brazo también tiene frío… -Por fin la atrajo hacia sí, y sintió que todo su ser accedía a esa felicidad que no era el mal.

Detrás de ellos oyeron a Roland, que gemía y lloriqueaba. Se desprendieron el uno del otro.

– ¿Qué tienes? A Dominique le duele la cabeza y descansaba sobre mi hombro. ¿Es eso lo que te hace llorar, tontito?

Los sollozos ahogaban al niño y le impedían hablar. Dominique se arreglaba el pelo. Preguntó con voz distraída:

– ¿No encontraste tus herramientas? ¿Las perdiste?

– ¡No! Es que la señora de Pian la manda buscar… ¡Se van! ¡ Se van! Se la lleva, llamó por teléfono para pedir un auto…

Ambos se incorporaron. Roland rodeó con los brazos las piernas de Dominique. Repetía entre lágrimas:

– ¡ Se va! ¡ Se va!…

– Pero ¿por qué? ¿Cómo lo sabes?

– Se pelearon, se dijeron palabrotas…

No pudieron sacarle nada más: "Se dijeron palabrotas…" Avanzaban los tres por la pradera mojada.

– Tal vez haya comprendido mal -murmuró Dominique-. ¿Qué ha podido pasar? Ya se arreglará, siempre terminan por reconciliarse…

Xavier preguntó:

– ¿Usted cree? -No se atrevían a mirarse.

VII

Jean habia dejado entreabierta la puerta del saloncito, como Michéle se lo había pedido. En cuanto entró la anciana dejó sobre una mesita el rosario de gruesas cuentas, jalonado de medallas. Le bastó una mirada para comprender que Mirbel venía a atacarla y que quería andar ligero. Las primeras palabras del muchacho fueron para alegrarse de encontrarla sola "teniendo que pedirle un favor", y adelantó una silla.

– Si sólo depende de mí… -dijo Brigitte.

– Se trata del chico Dartigelongue.

– Ah, ¿de veras? ¿Del chico Dartigelongue? -repitió la señora. Ya estaba enterada. El terreno elegido por Mirbel le resultaba conocido. Repitió en voz baja-: Ah, ese pobre muchacho, sí, sí… -y de pronto, con aire decidido-: Y bien, ¿quieres saber lo que pienso? Estoy de vuelta de mis prevenciones. Es un chico que habría que volver a llevar de la mano.

– Ahí la esperaba -dijo Mirbel-, respecto a eso quería ponerla en guardia. Ella rió con sorna:

– ¿ Ponerme en guardia? ¿ A mí?

– No, madre, de ninguna manera debe tratar de tomarlo entre manos como acaba de decir, ni intervenir en lo que concierne a su vocación, su vida interior. Sé hasta qué punto él sufriría.

Ella no se inmutaba, un reflejo bailaba sobre sus cristales negros. Lo veía venir. Él insistió:

– Es nuestro huésped, ¿no es cierto? Debemos protegerlo contra ciertos avances inspirados por las mejores intenciones. Créame que nunca lo he dudado.

Se asombraba de que Brigitte Pian no reaccionara ante el ataque. Era él quien, a pesar suyo y a medida que hablaba, alzaba el tono:

– Su buena voluntad la ciega y la arrastra. Sólo usted no tuvo conciencia de lo que tenía de intolerable, ante nosotros, su alusión a la carta de la idiota de su madre, totalmente incapaz de comprender un espíritu de esa raza. No permitiré que bajo mi techo pueda encontrar cómplices en la persecución que prepara contra Xavier. En una palabra, le ruego, madre, que no hable más con mi amigo y no haga la menor alusión a la lucha que en este momento lo desgarra. Brigitte Pian continuaba de piedra. Cuando él calló, se quitó las gafas, descubriendo unos ojos oscuros que expresaban profunda calma. Esperó un poco antes de contestar, balanceando el busto, sonriendo a lo que iba a decir.

– ¡Mi pobre Jean! Sin duda voy a asombrarte mucho, pero pienso como tú que hay que intervenir lo menos posible en esta historia, a menos de estar obligado a ello como lo estuve yo por la carta de la señora Dartigelongue; pero aun en ese caso me guardaré de insistir, habiendo ya dicho lo que tenía que decir.

– ¡Vamos! Como si no lo hubiera amenazado…

– ¡De ninguna manera! Le advertí que deseaba hablarle, pero a menos que me lo pida expresamente estoy bien resuelta a callarme en lo que le concierne y a respetar sus secretos, como lo he hecho siempre en mis relaciones con las almas. Es de otro de quien tengo el deber de hablarle…

– ¿De otro?

– Sí, de ti, hijo querido, si quieres saberlo. Oh, por inocente que sea no dudo que su religión se haya iluminado. Pero piense lo que piense de tu caso, tiene que estar muy alejado de la realidad. Me concederás que un espíritu de esa raza, como lo llamas, no podría penetrar hasta el fondo de la criatura que tú eres…

Apoyó las manos en el bastón y se irguió, majestuosa, ante el débil enemigo que se reía con sorna, y lo cubrió con una mirada que expresaba piedad:

– Me harás el honor de creerme si te afirmo que sólo le revelaré de ti lo que me parece urgente que ese muchacho sepa. No se trata, puedes creerme, de denigrarte por placer ni de hablar mal de ti. Ya no caigo voluntariamente en esa clase de faltas. No debes temer nada de mí, puesto que me conservo en el terreno de la caridad. La mayor caridad hacia el hombre que eres es volverlo inofensivo.

Él cogió de encima de la mesa un pisapapeles. Ella no se movía y, siempre de pie, lo miraba sonriendo. Volvió a dejar el pisapapeles, dio algunos pasos que lo alejaban de ella. Fue a apoyar la frente en la ventana, esperando que se aplacaran los latidos de su corazón. Hizo en un minuto un esfuerzo enorme para dominarse. Cuando se volvió hacia ella, estaba tranquilo.

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