Francois Mauriac - El Cordero

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El cordero es una de las novelas tardías de Mauriac, publicada en el año 1954, en la que su extraordinario arte de escritor parece haber alcanzado su máxima madurez. En uno de esos sofocantes ambientes provincianos que sirven de indeciso campo de batalla entre el Bien y el Mal, escenarios predilectos de su narrativa, Mauriac presenta aquí un joven matrimonio en discordia, en cuya vida van a mezclarse otros personajes no menos torturados que ellos. El tema del odio que no acaba de manifestarse, quizá como una cara oculta y paradójica del amor, el tema del sacrificio, del que se ofrece como víctima expiatoria de los demás, la pérdida de la fe, que también se disimula para evitar un escándalo público, y el fariseísmo imperante en esa digna burguesía bordelesa, componen un dramático cuadro que se impregna de sentido religioso, pero que evita siempre toda abstracción y todo intento de apologética. Mauriac, sutil analista de las almas más sombrías y más turbias, se nos revela una vez más como un incomparable maestro de ese tipo de relatos que le dieron fama universal.

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– Me encargó que se lo dijera…

– ¿Por qué no lo hiciste?

El chico se volvió contra la pared. Xavier le puso la mano sobre la cabeza, pero aquél la apartó bruscamente. Los celos, ya, Dios mío. Atravesó el comedor y entró en el cuartito que en Larjuzon se llamaba la biblioteca, aunque sólo contenía algunos años encuadernados del Mundo Ilustrado . Dominique no colgó el teléfono al ver a Xavier. Le hizo seña de que se quedara.

– ¡ Entendido! Pagaremos la respuesta… Sí, tarifa nocturna…

Su mano izquierda continuaba tendida hacia Xavier, que se resistió unos instantes antes de tomarla. Ella colgó el receptor. Xavier la tomó entre sus brazos, pero con la mano libre le mantenía la cabeza contra el hombro, de manera que sus bocas no se unieron. Un moscardón zumbaba contra el vidrio. Sobre la mesa en que antaño los chicos Pian hacían los deberes de vacaciones, lagos de un negro pálido, animales grabados con un cortaplumas componían los jeroglíficos indescifrables de una infancia desaparecida. Ella se desprendió de él y murmuró:

– Hay que portarse bien… ¿Quién es más libre que usted? A los veintidós años tiene derecho a vivir con sus padres. Seguirá algunos cursos. Después de todo es un estudiante. Yo no puedo pelearme con la vieja. Le debo el puesto que ocupo en la Escuela Libre y tengo un hermano a mi cargo. Sería inútil querer engañarla… Gracias a Dios ya no sale sola. Está el día entero en su sillón… Pero diga algo -agregó en un tono de tierna impaciencia. Él murmuró:

– La escucho…

– El error -agregó ella- es haber aceptado un cuarto en casa de la señora de Pian, por economía.

Xavier dijo que "era mejor así".

– Y en caso de necesidad tengo una amiga que nos prestaría su cuarto…

Palabra nefasta, lo advirtió demasiado tarde. Él se alejó sin que ella intentara retenerlo. Se corrigió:

– Pero no, nos veremos fuera. Yo, sabe, no quiero perderlo…

La ventana era angosta, y, como atardecía, él sólo veía su pelo, el ángulo demasiado marcado del maxilar y la claridad de los antebrazos sobre el vestido oscuro. Oía la mosca que se golpeaba, prestaba atención al olor de tinta vieja y de libros enmohecidos: el olor de ese minuto para toda su vida. Había entornado los ojos y no osaba hacer un gesto. Ella suspiró:

– Está como si lo hubieran embrujado… Como él no contestaba, agregó:

– A lo mejor es una especie de locura…

– Sí -dijo él en voz baja-, una locura.

– Curará. Yo lo curaré. Ella se acercó, pero sin tocarlo, y preguntó únicamente:

– ¿Me quiere?

– Más que a nadie en este mundo.

– Entonces… -imploró ella. Pero él no agregó una palabra ni hizo un gesto hacia ella. Permanecía en la oscuridad, y no se movieron ni aun cuando oyeron en el comedor el bastón de Brigitte Pian. La señora empujó la puerta y vio de una sola mirada, en la sombra, aquellos dos cuerpos jóvenes atraídos el uno por el otro y, no obstante, separados.

– Pues sí que necesita tiempo para telefonear, hijita.

– Conversábamos -dijo Dominique.

– Todavía tiene que hacer sus maletas. No quiero que durmamos aquí. Comeremos en el camino, si tiene mucha hambre.

No parecía irritada en absoluto y se hizo a un lado para dejar pasar a Dominique. Esperó a que la joven hubiera atravesado el corredor y se volvió hacia Xavier:

– No sé lo que tendré que decirle a su pobre madre, porque algo me preguntará.

Él discernía aquella masa, aquel cuerpo pesado, cargado de telas oscuras y la mancha lívida de la frente y de las mejillas. Oía resoplar a la vieja yegua asmática; pero a través de esas apariencias lo que sobre todo percibía era el frío de un enorme odio congelado.

– Cuando pienso que esa querida amiga se imagina que todavía puedo hacer algo por usted, al punto en que ha llegado…

Él no contestaba, de pie, como fuera del tiempo, ante una criatura sin sexo y sin edad. Se esforzaba por desechar las tres palabras del relato de la Pasión que lo obsesionaban: Jesús autem tacebat… Callaba, sin embargo, él también, mientras enfrente la Parca profería palabras meditadas:

– Supongo, mi pobre criatura, que no es un azar que haya encontrado a alguien de su raza y que lo haya seguido. Dudo que pueda hacerle mucho mal. ¡Pensar que no hace una hora me inquietaba a ese respecto! Pero ahora mi opinión formal y que no confiaré a su querida madre, tranquilícese, es que ya no se le puede hacer daño. Jean y usted sólo pueden sumar sus venenos.

Esperaba a que él hablara, pero él permanecía semejante a un joven pino en la noche.

– Es verdad que le quito su distracción y que quizá se aburra sin ella y no permanecerá aquí más tiempo. Pero vuelvo a mi pregunta: ¿qué debo decirle a su pobre madre?

– La verdad, señora, si sabe cuál es. No esperaba esta respuesta. Dio algunos pasos hacia la puerta, se detuvo:

– Pese a lo que le he dicho, no hay que perder nunca las esperanzas. Usted todavía es joven. Nada está perdido. Rogaré por usted.

Ahora su silencio la inquietaba; insistió: -Después de todo, puedo equivocarme respecto a usted.

Él le daba la espalda. Brigitte Pian abandonó la habitación, cruzó el comedor a tientas como una ciega, luego volvió sobre sus pasos. La puerta de la biblioteca había quedado abierta. No vio a Xavier y creyó que había desaparecido. Pero no, era él, en el suelo. Estaba hincado, la frente apoyada sobre ambos brazos en el borde de la mesa, los hombros caídos.

– Lo peor, Michéle, lo peor de lo que he hecho es que planeé -fríamente lo que empecé a ejecutar…

– No me lo digas.

– Aun cuando lo quisiera no encontraría palabras. Cuando me confesé me resultaba imposible hacerme entender… ¿Roland, sabes? Siempre lo aborrecí. Tú hubieras querido adoptarlo porque ya no esperabas ser madre. Era a la vez un reproche vivo y una irrisión viva. Y he aquí que Xavier, después de haber posado los ojos sobre cada uno de nosotros, en adelante iba a detenerse en él. No por preferencia de corazón, al menos los primeros días, sino porque creía al chico amenazado como los gatitos que hice ahogar al día siguiente de nuestra llegada. Por esa criatura endeble y sin nombre he creído siempre que Xavier había ofrecido su parte de felicidad terrena, renunciaba a Dominique, le daba a Dominique… ¿Y yo? ¿Qué era para él sino uno de los instrumentos de su suplicio? Yo formaba parte de su pasión. Compréndeme: no se trataba de celos de amistad o de amor. Era algo de otro orden. Entonces imaginé…

Vacilaba. Ella esperó que no iría más adelante. Pero él agregó:

– No siempre estoy igualmente seguro de mis intenciones: casi nada es completamente deliberado… Pero esto lo fue. Xavier veía en Roland a uno de aquellos cuyo Ángel contempla la faz del Padre. Y bien, fingí creer que esa ternura… No me atrevo a decirte… Le hice creer que tenía mis sospechas… Suscité en su espíritu el inmundo equívoco. Primeramente recuerdo sobre su pobre cara ese horror, y en seguida esa angustia. Aléjate de mí.

Ella permaneció un instante con los labios pegados contra su cuello.

– ¿Y yo? -decía-. ¿Y yo? Tenía unos celos mortales de Dominique. Desde que vi a Xavier resolví turbarlo. Cada una de mis miradas fue culpable… Además, tú lo sabías, tú eras mi cómplice. Yo te había servido de anzuelo para atraerlo, para retenerlo.

Él le tapó la boca con la mano. No hablaron más.

Jean dijo, de golpe:

– Nunca había pensado: la peor prueba para él debió de ser descubrir lo que su sola presencia había desencadenado en Larjuzon y que había venido a consumar la pérdida de los que había pretendido salvar.

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