Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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Pero no había nada. Asomé la cabeza con precaución al terminar de hablar y descubrí que aquel espacio estaba completamente vacío. Ya no cabía la menor duda de que tantos días en la selva me habían trastornado.

Salimos al sol y reanudamos el camino calle abajo al encuentro de otras edificaciones importantes o que, al menos, nos llamaran la atención, pero lo que restaba hasta la muralla exterior yacía en completa ruina bajo una profusa espesura y unos árboles descomunales. Regresamos sobre nuestros pasos y acordamos, puesto que ya era la hora, quedarnos a comer en la plaza y montar el campamento a los pies del monolito del gigante, haciendo de su base de piedra negra el depósito para dejar las mochilas y el resto del equipo. Calentando el agua en el hornillo de gas para preparar una sopa, decidimos que todavía no estábamos dispuestos a tirar la toalla: recorreríamos aquella ciudad de un lado a otro, de un extremo a otro, hasta que lográramos averiguar qué les había pasado a los yatiris y por qué se habían ido, y si, además, conseguíamos descubrir hacia dónde, pues mejor.

– Sí, mejor -puntualizó Marc con sorna mientras abría una lata-, pero no tenemos alimentos suficientes para seguirles. Hemos llegado hasta aquí con un día de retraso sobre el calendario previsto, así que sólo nos queda comida para seis días. Para siete con el excedente, pero nada más.

– Vale, volveremos a casa en cuanto terminemos de explorar este lugar -señaló Efraín.

– No podemos quedarnos -insistió Marc-. ¿No me ha oído decir que no tenemos alimentos?

– Tampoco nos pasará nada porque no comamos mucho el último día -comentó Gertrude-. En cuanto abandonemos el Madidi recuperaremos los kilos perdidos.

– Mire, doctora, no se ría -tronó mi amigo-. Quizá ustedes puedan aguantar un día entero caminando por la selva sin comer, pero yo no, y todo el tiempo que pasemos aquí estudiando este sitio es tiempo perdido.

– Tenemos las coordenadas de este lugar -observó Lola, solidarizándose con Marc, a quien conocía lo suficiente como para saber que, si no engullía la cantidad de comida necesaria, podía convertirse en un peligro para todos-. Podemos volver cuando queramos con un helicóptero.

Efraín y Marta se miraron e intercambiaron gestos afirmativos.

– Está bien -repuso Marta-. En cuanto terminemos de comer recogeremos los bártulos y nos iremos.

– Lo siento, Root -me dijo Lola, mirándome con culpabilidad.

– Yo también lo siento -murmuró Marc.

– No sé por qué decís eso -repliqué, pero sí lo sabía; le había estado dando vueltas mientras ellos hablaban. Si en aquella ciudad había algo que indicara que los yatiris seguían con vida en algún lugar, nuestra marcha nos impediría encontrarlo y, por lo tanto, mi hermano tendría que seguir con el cerebro desconectado hasta que regresáramos a bordo de un cómodo helicóptero. Pero también cabía la posibilidad de que no hubiera nada que sugiriera tal cosa, de modo que daba lo mismo. Como Marta me había señalado en algún momento, nada dependía de mi voluntad desde que había puesto el pie en aquella selva o, más concretamente aún, desde que había empezado el problema de Daniel, y ésa era una gran lección que yo, el tipo que siempre quería tenerlo todo bajo control, que no intervenía en nada que no pudiera dirigir y manejar, estaba aprendiendo a bofetones.

– Le prometo, Arnau -dijo Marta muy seria y muy consciente del hilo de mis pensamientos-, que haré todo cuanto esté en mis manos para solucionar el problema de Daniel lo antes posible.

– Gracias -le respondí secamente, más por ocultar mi frustración que por rechazar su promesa, una promesa que no sólo pensaba recordarle cuando llegara el momento sino convertirla también en un proyecto serio de trabajo en el que yo mismo pensaba participar.

– ¿Quién lleva la pieza de piedra que sacaron de Tiwanacu? -preguntó Efraín en ese momento, con una mano apoyada sobre el pedestal de la estatua y un gesto raro en la cara.

– Yo -respondió Marc.

– ¿Le importaría dármela?

– Debe de estar al fondo de mi mochila -rezongó Marc, poniéndose en pie-. Tendré que vaciarla.

– Adelante, hágalo. Le prometo servirle un buen plato de quinoa después.

A todos nos pareció detectar algo extraño en la actitud del arqueólogo, así que seguimos mirándole mientras Marc revolvía sus pertenencias en busca de la rosquilla.

– ¡Está bueno, amigos! ¡Se los voy a explicar! -soltó Efraín riéndose de nuestra expectación-. Vengan y miren lo que he encontrado por casualidad a los pies del gigante.

Gertrude, Lola y Marta ya estaban allí antes de que él hubiera terminado de hablar, contemplando el lugar donde se apoyaba la mano del arqueólogo, y yo me aproximé y me asomé tranquilamente por encima de sus cabezas. Una pequeña protuberancia en la piedra negra, con forma de quesito en porciones y dimensiones muy similares a las del vaciado triangular del donut, se observaba en el centro del zócalo, a los pies del monolito.

Marc se acercó con el aro de piedra y se lo entregó a Efraín, quien lo colocó sobre el saliente, constatando que encajaba a la perfección, pues la rosquilla no se movía ni un ápice. Inmediatamente nos dimos cuenta de que la punta de flecha tallada en la parte superior señalaba sin la menor duda hacia la esquina de la explanada de la que partía una de las calles que no habíamos recorrido, la que quedaba justo entre aquella por la que habíamos llegado desde la entrada y la que bajaba hacia el palacio de los relieves.

Un silbido enorme, agudo y, desde luego, imposible de ser emitido por un animal, brotó desde las alturas. Apenas tuvimos tiempo de levantar las cabezas para buscar con la mirada el origen del desagradable sonido, cuando todos los tejados de los edificios de la plaza se llenaron de alargadas figuras armadas con unas terribles lanzas que apuntaban directamente hacia nosotros. Todo había sucedido con tanta rapidez que ninguno movió un músculo ni pronunció una palabra ni emitió un grito o un sonido. Bloqueados y convertidos en estatuas de sal, contemplábamos aquella escena dantesca en la que decenas de indios desnudos nos amenazaban con sus picas desde las terrazas y tejados de los cuatro lados de la plaza.

Supe, sin ninguna duda, que aquellas varas de punta afilada eran realmente peligrosas. Quizá, si me hubieran amenazado con un rifle o una pistola, la ignorancia, que es muy atrevida (puesto que no había visto un arma de ésas en toda mi vida, salvo, naturalmente, en las películas), la ignorancia, digo, me hubiera impedido sentir miedo. Pero aquellas larguísimas jabalinas que medirían prácticamente lo mismo que sus portadores, me paralizaron de terror; casi podía notar cómo me atravesaban dolorosamente la carne. También influía, supongo, el aspecto fiero de aquellos indios: obviamente, no podíamos verles bien desde donde nos encontrábamos pero parecía que se tapaban las caras con unas terroríficas máscaras negras que helaban la sangre.

Los segundos seguían pasando y allí no se movía ni el aire.

– ¿Qué hacemos? -susurré, calculando el tono de voz necesario para que me oyeran mis compañeros pero no los indios de los tejados. Sin embargo, aquellos salvajes debían de tener un oído felino porque, a modo de protesta por mis palabras, o como amenaza, volvieron a emitir el agudo silbido que rompía los tímpanos y que provocaba el silencio más profundo en la selva que nos rodeaba.

Una lanza que no vi pasó con un susurro afilado junto a mi cadera y se clavó profundamente en una de nuestras mochilas. El ruido seco que hizo al incrustarse, rompiendo el tejido impermeable, se repitió varias veces, de modo que supuse que disparaban a nuestros equipajes desde varios ángulos y que, en realidad, lo que pretendían era mantenernos quietos y callados. Desde luego, lo consiguieron: como yo, mis compañeros debieron de sentir un frío mortal subiéndoles por las piernas hasta la cabeza, un frío que, a su paso, dejaba los músculos agarrotados y malherida cualquier intención de respirar. Entonces, apareció frente a nosotros, por la calle que señalaba la rosquilla de piedra, el que debía de ser el jefe de aquella patrulla aborigen, rodeado por cinco guardaespaldas de aspecto bravucón y malencarado. Caminaban con paso lento y digno, como si se sintieran muy superiores a nosotros, pobres extranjeros que habíamos tenido la mala suerte de pisar el suelo equivocado. Me dije que, si por casualidad habíamos topado con una de esas tribus de indios no contactados que mataban a los blancos como aviso para que nadie más entrara en su territorio, como había ocurrido varias veces en Brasil durante los últimos años -eso nos lo había contado Gertrude ya en la selva, cuando no podíamos arrepentimos y regresar-, estábamos apañados. Nuestros cuerpos sin vida aparecerían en las cercanías de algún lugar civilizado a modo de vistosos y estratégicos carteles de prohibida la entrada.

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