– No están -dijo, y fue suficiente para que todos aceptáramos aquella verdad que nos estaba torturando el cerebro.
– Ya puedes guardar la grabadora -murmuró Efraín, contrariado.
No, los yatiris no estaban. La extraña ciudad que se adivinaba al otro lado de la entrada -de factura claramente tiwanacota- era una completa ruina, comida por la vegetación y devastada por el abandono. Sin embargo, pese a saber que en ella no íbamos a encontrar nada, cruzamos la entrada y seguimos avanzando en silencio por una especie de calle a cuyos lados todavía se erguían casas de dos pisos construidas con grandes bloques perfectamente unidos sin argamasa. Muchas estaban desplomadas pero otras conservaban incluso los tejados, fabricados con losas de piedra. Y todo de color verde, un verde brillante que relumbraba bajo la luz del sol por las gotas de humedad.
Seguirnos calle abajo hasta llegar a una plaza cuadrada de grandes dimensiones, construida, probablemente, a imitación del templo Kalasasaya. En el centro, un enorme monolito apoyado sobre un pedestal de roca negra reproducía al típico gigante barbudo de Tiwanacu. En esta ocasión, sin embargo, advertimos un mayor parecido con el Viajero que descansaba en la cámara secreta de la pirámide de Lakaqullu: más de tres metros de altura, ojos felinos, grandes orejas adornadas con las piezas circulares y planas que los aymaras y los incas se insertaban en los lóbulos y cabeza en cono provocada por la deformación frontoccipital. Los yatiris habían estado allí, de eso no cabía la menor duda, y habían pasado el tiempo suficiente como para levantar una nueva y hermosa ciudad al estilo de la que abandonaron en el Altiplano. Estelas de piedra como las de Tiwanacu se distinguían también diseminadas por la plaza, mostrando en relieve imágenes de seres antropomorfos con barba que miraban hacia las cuatro calles que se abrían en los ángulos de la plaza, siendo una de ellas por la que nosotros habíamos entrado.
– Hacia allí -ordenó Efraín, encaminándose de nuevo a la derecha.
Mientras seguíamos la dirección señalada por el arqueólogo y nos internábamos por otra vía idéntica a la anterior, me di cuenta de que no había valido de nada el esfuerzo que habíamos hecho cruzando la selva y arriesgándonos a mil peligros: los yatiris no estaban y no sabíamos qué había sido de ellos. El mapa de la lámina de oro terminaba justo en el punto en el que nos encontrábamos, de manera que no teníamos ni idea de hacia dónde dirigirnos y, además, ¿para qué? Quizá los yatiris ya no estuvieran en ninguna parte, como parecía lo más probable, quizá se extinguieron, se desperdigaron, sufrieron el ataque de tribus salvajes y murieron. Aquélla era nuestra estación término, el final de nuestras esperanzas. A partir de ese momento no quedaba nada más por hacer. Bueno, sí: traducir los millones de láminas de oro de la Pirámide del Viajero por si, algún día, aparecía la forma de curar a Daniel, si es que no se había muerto ya o nos habíamos muerto todos. Tanta maldita selva, tanto viaje, tanta picadura de insecto y tantos peligros para nada. Nos habíamos quedado con las manos vacías. Quizá pudiera agilizar el proceso de traducción de las planchas de oro mejorando el «JoviLoom» de Marta y mecanizando el procesamiento de imágenes. Quizá, si aportaba dinero al proyecto -que, sin duda, se pondría en marcha entre España y Bolivia y quedaría bajo la dirección de Marta y Efraín-, las traducciones no tardarían tantos años en estar terminadas y, a lo mejor, la información que necesitaba aparecía justo al principio o poco después. También existía la posibilidad de encontrar en algún lugar del planeta a un equipo de neurólogos capacitado para deshacer el efecto de la maldición con alguna droga o algún tratamiento experimental. ¿Acaso no se habían realizado, durante los años de la Guerra Fría, experimentos de lavado de cerebros, programaciones mentales y cosas por el estilo? Sólo tenía que volver a casa y retomar el asunto desde el principio siguiendo otra dirección. Afortunadamente, el dinero no era un problema y, además, vendería también Ker-Central. Total, ya me estaba aburriendo.
La calle era muy larga y la selva había hecho crecer arbustos tan vigorosos entre los resquicios del empedrado que el suelo se levantaba en muchos lugares. Por fin, encontramos una edificación enorme que, por su diseño, bien podía ser un palacio o una residencia principal. Parecía hallarse en buen estado y Efraín hizo intención de dirigirse a la entrada.
– No irá a meternos ahí dentro, ¿verdad? -preguntó Marc, escamado.
– Debemos averiguar qué les pasó a los yatiris -respondió el arqueólogo.
– Pero quizá no sea seguro -advirtió Marta.
– Precautelando los derrumbes, justamente podremos pasar -insistió él, sin volverse a mirarnos.
En ese momento me pareció ver que algo se movía en la parte superior del edificio. Quizá fue un efecto solar, seguramente la sombra de algún pájaro, porque escuché también un trino muy agudo procedente del mismo lugar, así que no le presté mayor atención. Estaba mucho más preocupado por Efraín que, sin precautelar nada, como él decía, se había metido en el palacio con paso firme.
– ¡Efraín, no hagas tonterías! -le gritó Marta-. ¡Sal y sigamos recorriendo la ciudad!
– ¡Óigame! -vociferó Gertrude, rodeándose la boca con las manos como si fuera un altavoz-. ¡Salga de ahí inmediatamente, papito! ¡No se lo repetiré!
Pero el arqueólogo no respondió y, extrañados, nos lanzamos al interior temiendo que le hubiera pasado algo. La doctora Bigelow estaba realmente preocupada; en un lugar como aquél, nadie podía estar seguro de nada. Nos encontramos de pronto en una amplia sala con algunas paredes derrumbadas de la que partía una grandiosa escalera por la que comenzamos a subir con mucho cuidado hacia el piso superior, observando el cielo a través de las roturas del techo.
De repente, el arqueólogo apareció en lo alto con una gran sonrisa en los labios.
– ¿Saben las maravillas que hay aquí? -nos preguntó y, a continuación, con el mismo aliento, sin hacer una pausa, nos detuvo en seco-. No, no sigan subiendo. El suelo y las paredes están en muy malas condiciones.
– ¡Vaya! ¿Ahora tenemos que salir? -se quejó Lola.
– ¿De qué maravillas habla? -inquirí, girando sobre mis talones para emprender la bajada.
– Hay unos preciosos relieves en los muros de ahí arriba -explicó Efraín, descendiendo-, y, por debajo de las enredaderas, puede observarse que estaban pintados de verde y rojo, supongo que para recordar los colores predominantes de la andesita de Tiwanacu. Debieron de sentir una gran añoranza de su vieja ciudad. También hay una reproducción de la figura barbuda que hay en el centro de la plaza por la que hemos pasado.
– ¿Has tomado fotografías? -le preguntó Gertrude, viendo que llevaba la cámara en la mano. La doctora se había relajado al comprobar que su marido se encontraba bien y ahora le miraba con el ceño fruncido y un cierto aire amenazador. Si yo hubiera sido él me habría preocupado bastante, pero Efraín estaba tan satisfecho que no se daba cuenta de nada.
– Luego las mostraré -dijo-. Ahora salgamos a la calle.
Mi visión periférica recogió la impresión de que algo grande se deslizaba a la velocidad del viento por el hueco de un murete desmoronado que quedaba a mi izquierda. Giré la cabeza rápidamente pero no vi nada. Empecé a pensar que me estaba volviendo loco y que sufría penosas alucinaciones visuales, pero, como era muy terco y desconfiado, me dirigí hacia allí dispuesto a comprobarlo con mis propios ojos.
– ¿Qué pasa, Arnau? -se apresuró a preguntarme Marta al verme cambiar de rumbo.
– Nada -mentí-. Sólo quiero ver qué hay allí detrás.
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