– Te aseguro que seguimos la ruta correcta -le garanticé, comprobando el GPS-. No nos hemos desviado en absoluto del itinerario trazado por el mapa de la Pirámide del Viajero.
Efraín, que todavía conservaba en las manos su plato con parte de la cena (arroz con verduras en conserva), sonrió ampliamente:
– ¿Se dan cuenta de que mañana o pasado, a más tardar, nos vamos a encontrar con ellos?
A todos se nos dibujó un gesto de satisfacción en la cara.
– ¿Habrán construido una ciudad como Taipikala en mitad de un sitio como éste? -preguntó Gertrude con los ojos brillantes.
– Estoy impaciente por averiguarlo -comentó Marta, dejándose caer cómodamente sobre su mochila-. Si lo han hecho debe de ser un lugar impresionante… y vivo -añadió, demostrando cierta emoción-. Sobre todo, vivo. Creo que sería la satisfacción más grande de mi vida entrar en una Tiwanacu habitada y rebosante de actividad. ¿Qué dices tú, eh, Efraín?
– No sé… -repuso él con una sonrisa pueril en el rostro-. Sí, creo que yo también me sentiría como el rey del mundo: ¡El primer arqueólogo en tener la oportunidad de hacer un viaje en el tiempo! Tiwanacu vivo… No sé, la verdad. La idea me sobrepasa.
– No quiero ser aguafiestas -les interrumpió Lola desatándose los cordones de sus botas-, pero, ¿han pensado cómo hubieran podido traer hasta aquí piedras de cien toneladas? No es por nada, pero dudo mucho que haya canteras de andesita por esta zona.
– Tampoco las hay cerca de Tiwanacu -protestó Marta-. Para construir aquel lugar en el Altiplano tuvieron que transportarlas desde muchos kilómetros de distancia.
– Sí, pero, ¿y la selva? -insistió mi amiga, tozuda-. ¿Y los conquistadores? Alguien hubiera visto pedruscos de dimensiones imposibles internándose en la espesura, sin contar con que tenían que traerlos por sitios como éste.
– Un colega mío -dijo Efraín-, famoso arqueólogo boliviano, expuso una muy buena teoría sobre cómo consiguieron los tiwanacotas mover esas impresionantes rocas. Según los estudios realizados por él, dos mil seiscientos veinte obreros podrían arrastrar una pieza de andesita de diez toneladas utilizando largas cuerdas de cuero fabricadas con no recuerdo cuántas pieles de vicuña y haciéndolas deslizarse sobre un suelo cubierto por unos cuantos millones de metros cúbicos de arcilla.
– ¡Ah, bueno! -dejó escapar mi colega Marc, exagerando el alivio que le había producido la noticia-. ¡Entonces todo resuelto! Cogemos a todas las vicuñas del Altiplano, las matamos para obtener el cuero necesario para fabricar larguísimas y recias cuerdas a las que puedan agarrarse dos mil seiscientas veinte personas, que, además, tienen que transportar también arcilla suficiente como para cubrir el monte Illimani más los miles de litros de agua que hacen falta para ir humedeciéndola y, caminando sobre ese barro resbaladizo, arrastran, durante ochenta o cien kilómetros, una roca de diez toneladas de peso, de las cuales había, no una, sino miles en Tiwanacu. -Suspiró y siguió removiendo pacíficamente la hoguera-. Bien, sin problemas. Ahora lo entiendo.
– Esa imagen me recuerda a las películas de Hollywood -dije yo- en las que miles de esclavos judíos arrastraban a golpe de látigo los pedruscos para construir las pirámides de Egipto.
– Bueno, eso es falso -comentó Efraín-. Los descubrimientos más recientes afirman que en Egipto no existió la esclavitud.
Me quedé sin reacción al oír a Efraín. Todavía recordaba a Charlton Heston haciendo de Moisés en Los Diez Mandamientos y arrancándole de las manos el látigo al capataz egipcio que golpeaba a los esclavos judíos.
– Pero esas cuentas de los dos mil seiscientos obreros no sirven para las piedras de cien toneladas de Tiwanacu, ¿verdad? -preguntó Lola, insegura.
– No, claro que no -repuso Marta-. Esas cuentas no explican cómo pudieron transportarse ni las de cien toneladas ni las de ciento veinte. Ni siquiera las de cincuenta o treinta. Es sólo una teoría, pero la más aceptada a falta de otra mejor. Aunque no se sostiene mucho.
– Por lo tanto -prosiguió la mercenaria, pensativa-, si realmente nadie sabe cómo las movieron, quizá pudieron traerlas a la selva.
– Bueno, lo cierto es que eso esperamos -convino Marta sonriente.
– Habrá que verlo -murmuré, disimulando un bostezo.
– Ya no queda mucho, compadre -me dijo Efraín con gran convicción.
Y no quedaba. Tras un domingo y un lunes de pelea a brazo partido con los matorrales y los tallos leñosos y flexibles de las plantas trepadoras que unían los árboles entre sí en un abrazo siniestro, el martes a media mañana, repentinamente, el sotobosque se hizo menos denso y los troncos se distanciaron lo suficiente como para dejarnos avanzar sin utilizar el machete. Hasta el sol parecía colarse con facilidad entre las altas copas, tocando el suelo con sus largos y delgados brazos bajo los cuales nos encantaba pasar. Parecían dibujarse caminos frente a nosotros, unos caminos que, aunque nos parecieron anchos y despejados desde el principio, no dejaban de ser estrechas sendas que se fueron engrosando, dirigiéndonos hacia un bosque cada vez más claro.
De repente, tropecé con algo. Extendí los brazos en el aire para mantener el equilibrio y terminé apoyándome en la espalda de Efraín.
– ¡Arnau! -exclamó Marta, sujetándome velozmente por las correas de la mochila.
– Casi me mato -gruñí, mirando el lugar donde había perdido pie. El agudo pico de una piedra claramente tallada por mano humana sobresalía del suelo. Todos se agacharon para examinarlo.
– Estamos muy cerca -remachó Efraín.
Apenas cincuenta metros después nos topamos con una muralla baja cubierta por un tupido musgo verde y fabricada con grandes piedras acopladas unas con otras de manera similar a las piedras de Tiwanacu. Los gritos de una familia de monos aulladores nos sobresaltaron.
– Hemos llegado -anunció Lola, adelantándose para colocarse junto a mí.
– ¿Y los yatiris? -preguntó Marc.
No se oían otros ruidos que los de la selva y, por descontado, ninguna otra voz humana aparte de las nuestras. Tampoco se veía a nadie; sólo aquella muralla verde derrumbada en alguno de sus puntos. Un negro presagio empezó a rondarme la cabeza.
– Sigamos -masculló el arqueólogo, tomando la senda hacia la derecha.
– Un momento, Efraín -exclamó Gertrude, que había dejado caer su mochila al suelo y la estaba abriendo con gestos hábiles y rápidos-. Espere, por favor.
– ¿Qué pasa ahorita? -masculló aquél, con gesto de impaciencia.
Gertrude no le contestó, pero extrajo de su mochila algo parecido a una tarjeta de crédito y la izó en el aire para que la viéramos.
– Pase lo que pase -dijo muy seria-, tengo que grabar las voces de los yatiris.
Y, diciendo esto, se sacó del pantalón un extremo de la camisa y se adhirió la diminuta grabadora gris a la piel lechosa del vientre. Parecía uno de esos parches para dejar de fumar que se ponen los adictos a la nicotina para desengancharse, sólo que un poco más grande.
– Por si no se dejan, ¿verdad? -comentó Lola.
– Exactamente. No quiero correr riesgos. Necesito sus voces para poder estudiarlas.
– Pero, ¿graba con buena calidad?
– Es digital -le explicó Gertrude-, y sí, graba con muy buena calidad. El problema son las pilas, que sólo duran tres horas. Pero con eso tendré bastante.
A pocos metros de distancia encontramos una entrada. Tres puertas idénticas a la Puerta de la Luna de Lakaqullu se unían formando un pórtico de tamaño verdaderamente ciclópeo que se mantenía en perfecto estado. En la parte superior del vano del centro, el más grande -de unos cuatro metros de altura-, podía adivinarse un tocapu a modo de escudo nobiliario, pero el musgo que lo cubría no permitió que ni Marta ni Efraín pudieran identificarlo. El lugar estaba completamente abandonado. Los yatiris se habían marchado de allí hacía mucho tiempo, pero sólo Gertrude se atrevió a expresarlo en voz alta:
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