Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– No, no, espera -exclamó él de repente, alejándose-. Fíjate. ¡Son las figuras arrodilladas que hay a los lados del Dios de los Báculos!

Y, mientras lo decía, iba poniendo el dedo índice sobre algunos de los tocapus que aparecían en la pared de la derecha. Señalaba arriba, abajo, a un lado… Los geniecillos alados que algunos tomaban por ángeles brotaban, sin orden ni concierto, del texto aymara.

– Los de este lado tienen todos cabezas de cóndor.

– Sí, como en la puerta -confirmé.

– Y los de aquí - Proxi se había colocado a la izquierda-, cabezas humanas.

– ¿Siguen alguna frecuencia? ¿Son simétricos? -quise saber, echándome hacia atrás para abarcar todo el muro con la mirada. Conté los tocapus que había en la fila superior de cada panel (cinco) y los que había en las primeras columnas (diez), de modo que, en total, había cien tocapus, cincuenta a cada lado, y diez de ellos eran geniecillos alados: cinco con cabeza de cóndor a la derecha y otros cinco con cabeza humana a la izquierda. Y no hizo falta que nadie respondiera a mis preguntas porque, con la visión panorámica, y una vez localizados los diez elementos discordantes, la forma que trazaban era fácilmente reconocible: la punta de una flecha a cada lado que señalaba hacia la cabeza del centro. Si ésta no hubiera estado separándolas, habrían formado una equis.

– Ya lo ves -comentó Proxi-. Simetría perfecta.

– Deberíamos traducir el texto para saber qué dice -propuso Jabba.

Un lejano fragor de rocas llegó desde el fondo del corredor, sobresaltándonos.

– ¿Qué demonios ha sido eso? -dejé escapar.

– Tranquilo, amigo -me dijo Jabba, provocador-, no puede pasarnos nada malo: ya estamos encerrados aquí dentro. Por si no te habías dado cuenta, si no conseguimos resolver este nuevo enigma nos quedaremos atrapados en este sitio hasta que nos pudramos vivos.

Me quedé mirándolo sin decir ni una palabra. Esa maldita idea ya había pasado por mi cabeza pero no había querido darle importancia. No íbamos a morir allí, estaba seguro. Un sexto sentido me decía que aún no había llegado mi hora, y me negaba a considerar siquiera la posibilidad de que no seríamos capaces de solventar cualquier dificultad que nos surgiera. Costara lo que costase, llegaríamos hasta la cámara.

La quietud y frialdad de mi mirada debieron de afectarle. Bajó los ojos, avergonzado, y se giró de nuevo hacia los tocapus de la derecha. No era momento para enfadarse ni para malos rollos, así que pensé que debía ayudarle a salir de la embarazosa situación en la que se había metido él solo.

– ¿Qué decimos siempre en Barcelona? -le pregunté; él no se volvió-. El mundo está lleno de puertas cerradas y nosotros nacimos para abrirlas todas.

– Esa frase la tengo puesta en la pared de mi despacho -comentó Proxi con voz alegre, echándole también un cable a Jabba .

– Vale -repuso él, girándose para mirarnos con una media sonrisa en los labios-. Habéis conseguido despertar mi parte de animal informático. Luego, no me pidáis responsabilidades.

Cogió el portátil y se sentó frente al panel de la izquierda, el que tenía las figuras aladas con cabeza humana, y comenzó a copiar los tocapus en el «JoviLoom» mientras Proxi y yo examinábamos la pared y los personajillos zoomorfos. Lo cierto era que ni en las fotografías que habíamos visto en casa ni en la misma Puerta del Sol habíamos podido apreciar los curiosos detalles que presentaban esos hombrecitos. Parecían correr si querías verlos correr, pero también podías verlos arrodillados si imaginabas que su actitud era suplicante. El artista que los había creado buscó con toda seguridad esa ambigüedad en el gesto, para que no quedara tan clara su indicación de que se debía suplicar a Thunupa para encontrar la forma de entrar en Lakaqullu. Todos ellos tenían alas, unas alas muy grandes, aunque, ahora que teníamos la oportunidad de verlas de cerca, también podían considerarse como capas movidas por el viento. Todos llevaban, además, un báculo invertido idéntico al de la mano izquierda de Thunupa, pero no terminaba en una cabeza de cóndor sino en la de un animal que parecía un pato con el pico chafado hacia arriba o un pez de boca enorme. Los que tenían cabezas de pájaro, situados a la derecha, miraban hacia arriba, hacia el cielo y sus cuerpos estaban girados hacia el centro, hacia el cóndor de piedra; los que tenían cabezas humanas, frente a los cuales estaba sentado Jabba con el ordenador, tenían el cuerpo y la vista puestos en la gran cabeza del muro.

– Bueno -dijo, por fin, Jabba -, la traducción es literal y no queda muy clara, pero el texto dice algo así como «Las personas se sujetan al suelo, hunden sus rodillas en la tierra y colocan sus ojos en lo inútil».

– ¡Qué barbaridad! -exclamé, perplejo-. ¡El mundo no ha cambiado nada en cientos de años!

Jabba se puso en pie y se fue hacia el segundo panel, enfrascándose de nuevo en el trabajo. Su cambio de actitud resultaba tranquilizador.

– ¿Las personas se sujetan a la tierra, se arrodillan y colocan sus ojos en lo inútil? -me preguntó Proxi como si yo tuviera la respuesta al dilema. Me limité a levantar los hombros con un gesto que venía a decir algo así como que yo sabía lo mismo que ella, es decir, nada. Los geniecillos alados seguían atrayendo mi atención. Si su aspecto ya era raro de por sí, más extraños eran los dibujos que aparecían dentro de sus cuerpos, como la larga serpiente en el interior de las alas-capas o los pequeños laberintos en sus pechos, y los cuellos y cabezas que salían de sus piernecillas, brazos y tripas y, todo eso, sin mencionar las inexplicables palancas y botones que aparecían en sus caras y los símbolos de sus tocados. Eran medio hombres, medio animales y medio máquinas. Desde luego, algo indefinible y muy extravagante.

– Ahí va el segundo texto -informó Jabba -: «Los pájaros se levantan para volar, escapan veloces y colocan sus ojos en el cielo.»

– Creo que todo eso no nos sirve de nada -comenté.

– Yo creo que sí -me rebatió Proxi -. Aún no sabemos cómo usarlo, pero estoy segura de que no son frases puestas al azar.

– ¿Unos tipos que dominan el poder de las palabras -me increpó Jabba, con el ardor de un nuevo converso- van a colocar sentencias filosóficas sin sentido en una puerta cerrada que debernos abrir? ¡Venga, Root, usa el cerebro!

– ¡Vale, de acuerdo! -admití a regañadientes-. Seguramente son la clave para abrir el pico de este cóndor.

– Pues, hala, a pensar -dijo él, llamándonos con las manos para que tomáramos asiento a su lado.

– Antes debo contaros algo que he descubierto -anunció Proxi, dirigiéndose al panel de los cabezas de pájaro-. Todos los tocapus están grabados en el muro, pero las figuras son botones que se pueden pulsar, como en la prueba anterior, en la que el tocapu que representaba el número uno podía apretarse para poner en marcha el mecanismo. Aquí hay, sin duda, que marcar una combinación digital como en los cajeros automáticos.

Y, diciendo esto, empezó a oprimir las figuras, una detrás de otra, para demostrarnos que se hundían y que eran, en realidad, como las teclas de un cuadro de mandos.

– ¡No! -gritó una voz desesperada a nuestras espaldas-. ¡Pare! ¡Quieta! ¡No siga!

En cuestión de décimas de segundo, y antes de que tuviéramos tiempo siquiera de reaccionar a los gritos, el suelo comenzó a temblar y a desgajarse como si un terremoto lo estuviera sacudiendo. Los sillares acoplados con aquella perfección que deslumbraba a los expertos se desnivelaron y apenas tuvimos tiempo de salir de los que se hundían para saltar y agarrarnos como locos a los que permanecían en su sitio. Y, de pronto, tras unos segundos angustiosos -pues no duró mucho más el seísmo- un silencio total asoló el lugar, indicando que el desastre había terminado. Yo no podía mover ni un músculo, tumbado boca abajo como estaba contra la losa de piedra a la que me había encaramado al comprender que la que tenía bajo los pies se sumergía en las profundidades.

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