Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– No, no lo es. Déjame pensar -repliqué-. Tiene que tener algún sentido.

– Pero, ¿qué sentido quieres que tenga? -siguió protestando él-. Se supone que los yatiris escondieron su secreto para que pudiera recuperarlo una humanidad destruida y necesitada, ¿no es cierto? ¡Pues esto parece una carrera de obstáculos! Y, además, ¿quién nos dice que se trata de una prueba? ¡No podemos saberlo!

– No te equivoques, Jabba -le expliqué-. Lo que hay ahí dentro no es comida. Los yatiris no eran la Cruz Roja. No hay medicinas ni mantas. Lo que escondieron antes de irse era un conocimiento, una enseñanza… Si, como suponemos, se trata del poder de las palabras, de un código oral de programación, tiene sentido que pusieran claves cifradas de acceso. Quizá no se trata de una prueba, es verdad. Quizá están enseñándonos algo. Creo que resolviendo este enigma aprenderemos alguna cosa que nos será útil más adelante.

– No te esfuerces, Root -se burló el gusano, poniendo los brazos en jarras y mirándome aviesamente-. ¿O es que no te das cuenta? Si estos dos paneles son la muestra, tendría que haber otro para introducir la solución. ¿Y dónde está, eh?

– ¡Aquí! -gritó Proxi desde algún lugar indeterminado.

– ¿Qué diablos…? -empecé a decir, siguiendo velozmente a Jabba, que ya corría en busca de Proxi. Por suerte, la recia espalda de mi colega, que se tambaleaba por el frenazo, detuvo también mi carrera porque, al tomar la curva del pico, hubiéramos tropezado con el cuerpo de la mercenaria, que estaba tumbada boca arriba en el suelo, con la cabeza metida bajo la cabeza del pájaro.

– Aquí hay nueve tocapus -dijo ella, y su voz sonó amortiguada por la escultura-. ¿Te los describo, Root, o vienes a verlos?

Aquella mujer era tan temeraria como el demonio.

– ¿Y por qué no los memorizas y los metes tú en el ordenador? -le respondí.

– Vale. Buena idea -dijo saliendo del escondite.

– ¿Cómo se te ha ocurrido meterte ahí debajo, loca? -la increpó Jabba.

– Pues, porque era lógico, ¿no? Faltaba un panel y tenía que estar en algún lado. La cabeza del cóndor era lo único que nos quedaba.

– Pero te has tirado al suelo sin pensarlo dos veces. ¿Y si lo hubieran puesto allá arriba? -señalé.

– Bueno, era el siguiente paso, claro -convino, muy tranquila, quitándome el portátil de las manos. La observamos mientras trasteaba con el telar informático y la vimos suspirar profundamente antes de levantar la cabeza para echarnos una mirada de estupefacción.

– «Dos cortado en dos raíz de uno» -murmuró-. «Dos crecido en cinco raíz de…»

– ¿De qué? -la urgí.

– De no se sabe. Te recuerdo que sólo hay nueve tocapus y en los dos paneles laterales hay diez.

– Pues eso es lo que hay que averiguar -dije-. Y no puede ser tan difícil… En realidad, si nos fijamos bien en los cuatro textos de los que disponemos, se puede adivinar la lógica oculta de la clave. Veamos -cogí el portátil y arranqué el procesador de textos, escribiendo, a continuación, las cuatro premisas-. «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres», «Dos cortado en dos raíz de uno», «Dos crecido en cinco raíz de…», vamos a poner equis, ¿vale? Pasémoslo a números. Supongamos que Jabba tenía razón cuando dijo que eran simples divisiones y multiplicaciones. Seis dividido entre dos es igual a tres y seis multiplicado por cinco es igual a treinta.

– No, la frase dice tres, no treinta -matizó él, puntilloso.

– Ya, pero hay un factor con el que no hemos contado: según me dijo la catedrática, los incas y las culturas preincaicas, a pesar de sus grandes conocimientos matemáticos y astronómicos, desconocían el número cero y, por lo tanto, no usaban el guarismo que representa la nada, el vacío.

– Vale, Root, de acuerdo -admitió Proxi, yendo, como siempre, a lo concreto-. Pero las culturas que desconocían el cero, que eran muchas, sabían representar perfectamente las decenas, las centenas, los millares… Simplemente, utilizaban símbolos distintos o repetían el mismo tantas veces como hiciera falta. Tu teoría falla.

– No, no falla -insistí-, porque estamos hablando de raíces, de la parte irreductible e inalterable de una palabra o de una operación matemática, y recuerda que el lenguaje aymara está formado por raíces a las que se agregan sufijos ad infinitum para formar todas las palabras posibles. Observa las frases: «Seis cortado en dos raíz de tres», «Seis crecido en cinco raíz de tres». Si eliminas el cero en el resultado de la multiplicación por cinco, la raíz es la misma que en la división por dos.

– Lo que quiere decir que añadir ceros no altera la raíz numérica -convino Proxi, reflexionando en voz alta-. La raíz sigue siendo la misma, utilices el signo o notación que utilices para representar las decenas y las centenas.

– ¡Exacto! -asentí-. Y observa la segunda operación: «Dos cortado en dos raíz de uno», es decir, dos dividido entre dos igual a uno, y «Dos crecido en cinco raíz de» equis, como dijimos, o sea, dos multiplicado por cinco igual a diez. Raíz, por tanto, el uno.

– Lo único que veo claro -comentó Jabba - es que, si quitas los ceros, dividir por dos es lo mismo que multiplicar por cinco.

– ¿A que parece absurdo? -sonreí.

– No -declaró Proxi -, es coherente con un simbolismo numérico: si quitas el vacío, la nada, que es el cero, y te quedas con lo importante, que es la raíz, ¿qué más da dividir que multiplicar? El resultado es el mismo.

– Vale, está bien -arguyó Jabba -. Pero, ¿de qué nos sirve saber esto?

Lola, con una sonrisa, se inclinó ligeramente hacia él y, sujetándole la cabezota con las dos manos, le dio un pequeño beso en la mejilla. No solían ser muy expresivos delante de los demás, así que me sorprendió.

– Aunque no lo parezca -me dijo-, dentro de este cuerpo de luchador de sumo hay un alma sensible e inteligente.

Luego, mientras el atónito Jabba se tomaba su tiempo para reaccionar, se incorporó y, con un gesto ágil, se tiró de nuevo al suelo, en plancha, y se metió debajo del pico del cóndor, al que no parecía tenerle el menor respeto. Una vez allí, se giró para quedar boca arriba y la vimos tantear la piedra con mucha seguridad. En aquel momento no sabíamos lo que estaba haciendo, aunque era fácilmente presumible, pero, de repente, la enorme pieza formada por la frente, los ojos y la parte superior del pico, se levantó en el aire con un estruendo de roca y metal que recordaba al que hacía una losa de piedra friccionando contra otra o un puente de hierro bajo el peso de un camión en marcha. Aunque, claro, lo que chirriaba y crujía no podía ser hierro porque el hierro era desconocido en la América precolombina.

Jabba, asustado, saltó a tal velocidad hacia Proxi que no pude ver sus movimientos; sólo le distinguí después, cuando ya la arrastraba por los pies para sacarla de debajo de la cabeza. Yo, por mi parte, estaba completamente agarrotado. Toda la escena resultaba un tanto surrealista: sentado en el suelo con las piernas cruzadas, observaba a Jabba tirar de Proxi mientras la boca del cóndor se abría como la visera de un casco en medio de un ensordecedor ruido que no estaba lejos de ser el del fin del mundo. ¿Iba a devorarnos a los tres? Porque yo hubiera sido incapaz de moverme para salvar la vida.

Pero no, no nos devoró. Se detuvo justo a la altura del techo y allí se quedó, dejando a la vista un nuevo corredor, idéntico a aquel en que nos encontrábamos. Jabba, pálido y resoplando como un caballo, se encaró con Proxi:

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