Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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Proxi no paraba de tomar fotografías a diestro y siniestro: ahora era un niño aymara que vendía globos llenos de agua y, luego, una anciana que ofrecía tejidos multicolores con diseños muy parecidos, aunque no iguales, a los tocapus con los que antiguamente se comunicaban por escrito sus antepasados. Jabba, sin embargo, dispuesto a correr todos los riesgos, se metía en la boca cualquier cosa que le ofrecieran a probar, sin importarle la higiene ni los posibles efectos secundarios. No era probable que cayera enfermo porque tenía un estómago a prueba de bomba, pero yo no y sólo de verle chupetear huesecillos de origen desconocido y tragar pastas de colores inciertos ya me estaba poniendo malo. Por suerte, nada más doblar una esquina, empezamos a ver casetas con artículos diferentes, más de usar que de comer, tales como chullos de lana, muñecos de piernas cortas, collares, colonias baratas, unas figurillas femeninas muy raras…

– ¿Has visto eso? -me preguntó Jabba, señalando con el dedo las diez o quince pequeñas estatuas que representaban a una mujer embarazada con grandes orejas y cabeza cónica-. ¡Oryana!

– ¿Quieren una Madre Orejona? -nos preguntó rápidamente el vendedor, dándose cuenta de nuestro interés.

– ¿Madre Orejona? -repetí.

– La diosa protectora del hogar, señor -explicó el yatiri levantando una de aquellas imágenes en el aire-. Cuida del hogar, de la familia y, especialmente, de las embarazadas y de las madres.

– Es increíble -farfulló Jabba en voz baja-. ¡Siguen adorando a Oryana después de miles de años!

– Sí, pero no saben quién es en realidad -repuse, haciéndole un gesto al vendedor con la mano para indicarle que me mostrara los muñecos de piernas cortas; uno de aquellos monstruos podía ser el regalo perfecto para Dani.

– ¿Quiere el señor un Ekeko, el dios de la buena suerte?

Jabba y yo nos miramos significativamente mientras el vendedor ponía en mis manos un monigote de plástico que representaba a un hombrecito de raza blanca, con bigote y unas piernas tan cortas como las del Viracocha de Tiwanacu. Y no era de extrañar, pues, según sabíamos, el Dios de los Báculos no era otro que Thunupa, el dios de la lluvia y el diluvio, que había cruzado los siglos convertido en Ekeko. El muñeco llevaba el típico gorro andino de lana, con forma de cono y orejeras, y una espantosa guitarra española entre las manos.

– No irás a comprar eso, ¿verdad? -se alarmó Jabba.

– Necesito un regalo para mi sobrino -le expliqué muy serio, pagándole al vendedor los veinticinco bolivianos que me pedía.

– Lo que necesitas es un psiquiatra. El pobre crío va a tener pesadillas durante años.

¿Pesadillas…? No es que el Ekeko tuviera mucha gracia, la verdad, pero estaba seguro de que Dani sabría apreciarlo en lo que valía y que disfrutaría de lo lindo destrozándolo.

– ¡Aquí, aquí! -nos llamó de repente Proxi, señalando un puesto en el que se veían un montón de bastones de Viracocha.

Sobre la mesa de madera del tenderete, decenas de báculos acabados en cabezas de cóndores se exhibían para su venta y, con gran alegría del yatiri, adquirimos cinco, es decir, todos los que medían entre ochenta centímetros y un metro, ya que ésas eran, a ojo, las dimensiones del Thunupa de la Puerta y de sus báculos originales.

Comimos en un restaurante de la zona y seguimos deambulando como turistas el resto de la tarde, hasta la hora de volver al hotel. Teníamos mucho trabajo, de modo que pedimos que nos subieran la cena a la habitación de Jabba y Proxi, que era más grande, y nos concentramos en los aspectos prácticos de la tarea que llevaríamos a cabo al día siguiente. Pero antes me conecté a internet para bajar mi correo. Tenía veintiocho mailes, la mayoría de Núria, así que los leí todos y resumí en uno muy largo las múltiples respuestas. Mientras tanto, Proxi había enchufado la cámara digital al otro portátil y estaba descargando las fotografías que había tomado en Tiwanacu. Hizo una ampliación a tamaño real de la placa del suelo de Lakaqullu y la imprimió en fragmentos en la pequeña impresora de viaje.

En caso de tener suerte y de que realmente funcionara lo de clavar el báculo en la hendidura del casco de guerrero, lo que venía a continuación era un completo misterio pero, aun así, había ciertos detalles que teníamos claros: circularíamos por corredores que no habían sido pisados en quinientos años, careceríamos de iluminación, quizá nos toparíamos con alimañas o con trampas, y, lo más importante de todo, necesitaríamos llevar el «JoviLoom», porque, en caso de alcanzar la cámara del viajero, de nada nos serviría haber llegado hasta allí si no éramos capaces de leer las planchas de oro. Así que el traductor era imprescindible y, por lo tanto, todas las baterías del ordenador portátil (la original y las de repuesto) debían estar cargadas y listas.

Hicimos una lista con lo que tendríamos que comprar al día siguiente antes de salir hacia Tiwanacu, teniendo muy presente que el material debía ocupar el menor espacio posible para no despertar la curiosidad de los guardias de la puerta, a los que habíamos visto registrando ocasionalmente carteras y mochilas. Según decían las guías, era frecuente que algunos turistas poco escrupulosos intentaran llevarse piedras como recuerdo. La idea de colarnos por la noche, fuera del horario de visita, tal y como habíamos pensado hacer en un principio, la descartamos en seguida porque, después de haber estado allí, los tres coincidíamos en que resultaría un suicidio vagar a oscuras por aquel pedregoso terreno con el riesgo de herirnos o rompernos la crisma. De modo que lo haríamos por la tarde, con luz, aprovechando la soledad de Lakaqullu y la escasa seguridad del recinto.

A la mañana siguiente, recorrimos el centro de La Paz de un lado a otro así como los lujosos barrios residenciales de Sopocachi y Obrajes, en la parte baja de la ciudad, donde había centros comerciales, bancos, galerías de arte, cines… Allí, en tiendas distintas, adquirimos tres linternas frontales de leds marca Petzl, otras tres Mini-Maglite (finas como un bolígrafo y no más largas que la palma de la mano), un par de delgados rollos de cuerda de espeleología, guantes antiabrasión, unos pequeños prismáticos Bushnell, una brújula Silva modelo Eclipse-99 y unas cuantas navajas multiusos Wenger. Podrá parecer un contrasentido que encontrásemos fácilmente estas marcas tan caras en un país tan pobre y endeudado pero, dejando al margen que Bolivia era un destino típico para alpinistas, resultaba que, por su cercanía con los Estados Unidos, disponía de los mejores y más modernos productos mucho antes, incluso, de que llegaran a España, y eso lo comprobamos con nuestros propios y atónitos ojos en las tiendas de informática de Sopocachi. Otra cosa distinta era que la mayoría de la población pudiera comprarlos -que no podía, obviamente-, pero allí estaban, a disposición de la gente adinerada del país y de los turistas con fondos.

A mediodía regresamos al hotel y llamamos a Yonson Ricardo para preguntarle si, esa tarde, podía volver a llevarnos a Tiwanacu.

– No, no voy a poder -nos dijo sin asomo de pena- porque hoy es feriado para mi equipo de taxis y podría buscarme problemas con el sindicato, pero los voy a dejar en buenas manos, en las de mi hijo Freddy, que les llevará con su coche particular y ustedes le abonan el mismo monto que me dieron a mí el otro día. ¿Les parece bien?

Muy justo no resultaba porque al padre le habíamos pagado por un día completo de trabajo y de aquel lunes ya había transcurrido casi la mitad y, además, Freddy no era taxista, pero no valía la pena complicarse la vida por minucias ni discutir por una cantidad de bolivianos que, en euros, salía ridícula, así que aceptamos.

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