Matilde Asensi - El Origen Perdido

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Una extraña enfermedad que ha dejado a su hermano en estado vegetativo lleva al hacker y empresario informático Arnau Queralt a emprender una investigación arqueológica para encontrar el remedio. De forma sorprendente, se verá inmerso en una aventura que le llevará a la historia del Imperio Inca, las ruinas de Tiwanacu y la selva amazónica, tras las huellas de una civilización perdida. El lector sigue con Arnau y sus amigos, Marc y Lola, este viaje a través del conocimiento, descubriendo algunos misterios sin resolver en la Historia de la Humanidad, las paradojas de la Teoría de la Evolución y el verdadero papel de los españoles en la conquista de América.

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– Primer requisito, cumplido -anunció Proxi.

– ¿De qué hablas? -le pregunté.

– ¡Bah, tonterías mías! No me hagas caso.

Aunque en la actualidad no lo pareciera en absoluto, Lakaqullu había sido, por lo visto, el lugar más sagrado y temido de Tiwanacu. A pesar de no haberse llevado todavía a cabo excavaciones en la zona, hundidos a cierta profundidad se habían encontrado, en la pequeña colina, infinidad de huesos humanos de cientos de años de antigüedad, especialmente calaveras.

– Segundo requisito, cumplido -volvió a pregonar Proxi.

Y ya no hizo falta que dijera más. Jabba y yo comprendimos automáticamente que nos estábamos acercando al objetivo: según la crónica de los yatiris, la Pirámide del Viajero se encontraba apartada del resto de los edificios y era el lugar más sagrado de Taipikala. La mención a las calaveras era un punto más a su favor.

Según todos los expertos, la Puerta de la Luna era una obra inconclusa, circunstancia que se daba también en Puma Punku y en otras edificaciones, como si los constructores hubieran tenido mucha prisa por marcharse, dejando abandonado el cincel y el martillo de la noche a la mañana. Esa peculiaridad le daba el triste aspecto de un simple vano de aire recortado por un dintel liso y dos jambas de piedra sin relieves ni adornos.

– Tercer requisito, señores -anunció triunfante.

– Éste no lo he pillado -comenté nervioso.

– Los yatiris salieron zumbando de Taipikala porque vieron en el cielo que venían los Incap rúnam y, luego, los españoles. Para ocultar la Pirámide del Viajero levantaron encima, a toda marcha, una colina de tierra y piedras, quitaron la puerta original, que mostraba en sus relieves la pirámide y la cámara que había debajo, y colocaron otra sin adornos en la cúspide. No creo que tuvieran tiempo de dejar todo aquello muy bonito. Por cierto, Jabba, tú que estás más cerca de los diccionarios, ¿qué palabra utilizaban los aymaras para decir «pirámide»? O sea, ¿cómo dirían «Pirámide del Viajero»?

– ¡Qué pesada eres, cariño! -se quejó Marc, retorciéndose para alcanzar los libros.

– Entonces… -farfullé-, debajo de ese promontorio tendría que encontrarse la pirámide de tres pisos que aparece dibujada a los pies del Dios de los Báculos.

– Tú ayuda a Jabba y yo veré qué encuentro por ahí.

Cuando Proxi organizaba el trabajo, nadie cuestionaba las órdenes, ni siquiera el jefe (que era yo), de modo que cogí uno de los diccionarios y empecé a buscar. Al cabo de un rato, y después de consultar en voz baja con Jabba para no molestar a Proxi, hicimos un nuevo descubrimiento que le contamos a la mercenaria cuando, por fin, la vimos alisar el ceño: los aymaras no utilizaban la palabra «pirámide», para ellos, esas construcciones eran montañas, imitaciones de montañas, y por lo tanto así era como las llamaban: colinas, cerros, montañas, montones, promontorios…

– ¿En resumen…?

– En resumen -expliqué-, la palabra que utilizaban en lugar de pirámide era «qullu».

– ¿Como en Lakaqullu?

– Como en Lakaqullu -asentí-, que, además de «montón de piedras», significa también «pirámide de piedras».

– Exactamente lo que hicieron los yatiris para ocultar al Viajero: una pirámide de tierra y piedras.

– Y tú, ¿encontraste lo tuyo? -le preguntó Jabba, en plan competitivo.

– ¡Claro que sí! -exclamó ella risueña-. El gobierno de Bolivia tiene un portal de utilidades muy bueno con una página estupenda de información turística. Si buscas Tiwanacu -pulsó rápidamente un par de teclas para pasar el artículo a primer plano-, puedes encontrar maravillas como ésta: «La Puerta de la Luna se sitúa sobre una pirámide cuadrada de tres terrazas.»

– ¿Nada más? -inquirí tras una pausa-. ¿Sólo eso?

– ¿Qué más quieres? -se sorprendió-. Date por satisfecho, muchacho. ¡Hemos localizado la única pirámide de tres terrazas de todo Tiwanacu -dijo mirando a Jabba - y él pregunta si la nota sobre la Puerta de la Luna dice algo más! ¡Hijo, Root, qué raro eres!

– Es que toda esta porquería me crispa.

– ¿Te crispa? -me preguntó Jabba -. ¿Qué demonios es lo que te crispa?

– ¿Es que no os dais cuenta? -repliqué, levantándome-. ¡Esto va en serio! ¿No lo veis? ¡Toda esta locura es cierta! Hay una maldición, hay un lenguaje perfecto, hay unos tipos que dicen descender de gigantes y que tienen el poder de las palabras… ¡Y hay una maldita pirámide de tres pisos en Tiwanacu! -rugí para terminar, lanzándome como un loco, a continuación, sobre las carpetas y revolviendo todos los papeles hasta dar con el que buscaba, mientras Proxi y Jabba, paralizados, me seguían con los ojos. Supongo que lo que me pasaba era que había descubierto, de manera irrefutable, que la historia que nos traíamos entre manos como si fuera un juego era algo muy real y peligroso-. ¡Mi hermano no tiene ni agnosia ni Cotard…! «¿No escuchas, ladrón? -empecé a leer acaloradamente sin bajar el volumen-. Estás muerto. Jugaste a quitar el palo de la puerta. Esta misma noche, los demás mueren todos por todas partes para ti. Este mundo dejará de ser visible para ti. Ley. Cerrado con llave» -agité el papel en el aire-. ¡Esto es lo que tiene mi hermano!

Me dejé caer en uno de los sofás y enmudecí. Jabba y Proxi tampoco dijeron nada. Cada uno se quedó a solas con sus pensamientos durante unos minutos muy largos. No estábamos locos, pero tampoco parecíamos cuerdos. La situación resultaba demencial y, sin embargo, entonces más que nunca la fantasía de curar a Daniel con aquellas malditas artes mágicas se volvía cierta. Mi hermano no iba a recuperarse nunca con medicamentos, pensé. No existía ningún medicamento contra una programación cerebral escrita en código aymara por los yatiris. La única manera de desprogramarlo era utilizando el mismo lenguaje, aplicando la misma magia, brujería, hechicería o lo que demonios fuera que poseían las palabras secretas empleadas por los sacerdotes de la vieja Taipikala. Por alguna razón que no alcanzaba a comprender, en aquel texto (probablemente extraído de alguno de los cientos de textiles con tocapus copiados en el ordenador de Daniel, transformado al alfabeto latino por el maldito «JoviLoom» y traducido a medias por mi hermano) alguien había puesto una maldición para castigar a un ladrón que había robado algo que se escondía detrás de una puerta… o debajo de una puerta.

– ¡Eh! -grité, levantándome-. ¡Se me acaba de ocurrir una idea!

Aquellos dos, con más cara de muertos que de vivos, me miraron a su vez.

– Daniel estaba trabajando exclusivamente sobre material relacionado con Tiwanacu, ¿no es cierto?

Ambos asintieron.

– ¡La maldición procede de Tiwanacu! Mi hermano sabía lo de la cámara. Él mismo nos dejó un dibujo del pedestal del Dios de los Báculos señalando muy claramente dónde se encontraba escondido el oro de los yatiris con todos sus conocimientos. Y sabe, porque no deja de repetirlo en sus delirios, que en esa cámara se guarda el secreto del poder de las palabras. Había descubierto la existencia real de la Pirámide del Viajero: la cámara está en una pirámide, dice, y la pirámide tiene una puerta encima. ¡Lakaqullu, colegas, Lakaqullu! Él sabía cómo llegar y, cuando lo descubrió, tropezó con la dichosa maldición, la maldición que protege la cámara.

Proxi parpadeó, intentando asimilar mis palabras.

– Pero… -vaciló-, ¿por qué no nos afecta a nosotros?

– ¡Porque no sabemos aymara! Si desconocemos el código, no puede afectarnos.

– Pero tenemos la transcripción del texto en aymara -insistió- y la hemos leído.

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