– Pero, ¿Kalasasaya quiere decir viajero o no? -se impacientó Jabba.
– No -le respondió Proxi -. Acabo de leer que significa «Los pilares derechos».
– Vaya, hombre.
También el pequeño Templete semisubterráneo, situado al este de Kalasasaya, tenía estelas de hombres con barba.
– Empiezo a pensar -comentó Jabba - que hay demasiado barbudo por aquí y, sin embargo, los indios de América no tienen pelo en la cara, ¿verdad?
– Verdad -repuse.
– ¡Pues nadie lo diría viendo Tiwanacu!
Pegado al templo Kalasasaya, a la izquierda, había otra pequeña construcción de tamaño similar al Templete semisubterráneo. Era Putuni, «El sitio adecuado», un palacio cuadrangular del que sólo se conservaban algunos sillares de la fachada y el portalón de la entrada que, en el pasado, quedaba sellado por una gran piedra que lo convertía en inexpugnable. Los conquistadores, viendo semejante protección, creyeron que allí se escondían grandes tesoros y provocaron importantes desperfectos sin encontrar absolutamente nada, ya que lo único que había era un montón de oquedades, en forma de cajas de piedra, de un metro treinta centímetros de ancho por uno cuarenta de largo y uno de alto. A pesar de la forma casi cuadrada y del tamaño, los españoles creyeron que eran sepulcros, y Putuni fue conocido desde entonces como el Palacio de los Sepulcros, sin que hubiera pruebas a favor o en contra de tal suposición. Se dio por hecho que, en cada uno de aquellos huecos, había habido una momia con todos los enseres necesarios para su tránsito por el más allá, puesto que los aymaras creían que la muerte era una especie de viaje con billete de ida y vuelta a la vida, algo parecido a la reencarnación. Para ellos, un muerto era sólo un sariri, un viajero.
– ¡Lo tenemos! -vociferé.
– ¡No seas idiota, Arnau! -me espetó Proxi con un bufido-. No tenemos nada. Putuni no es una pirámide, ¿vale?
– ¿Y el viajero, qué?
– ¡ Jabba, por favor, dile que se calle, anda!
– Cállate, Root.
La Pirámide de Akapana, el Templete semisubterráneo, el Templo de Kalasasaya y el Palacio Putuni formaban un núcleo compacto de edificaciones en el centro del área excavada de Tiwanacu pero, dispersas a su alrededor y en mejor o peor estado de conservación, había otras muchas, la mayoría de las cuales ni siquiera aparecían citadas en las páginas sobre el complejo arqueológico ni, por descontado, reflejadas en los planos y mapas. Sin embargo, los nombres de cuatro de aquellos lugares surgían, por aquí y por allá, con alguna frecuencia: Kantatallita, Quirikala, Puma Punku y Lakaqullu. Con desánimo pensamos que, si tampoco alguno de ellos se correspondía con la descripción dada por Daniel en sus delirios, íbamos a tener un grave problema, pues excavar en Tiwanacu era algo que quedaba fuera de nuestras posibilidades, tanto legales, como económicas y de tiempo.
De Kantatallita, o «Luz del amanecer», no quedaba nada, tan sólo algunos vestigios desperdigados por el lugar donde debió de levantarse pero, entre ellos, había una curiosa puerta culminada en arco. Las diversas fuentes afirmaban que Kantatallita había sido un edificio de cuatro paredes orientadas a los cuatro puntos cardinales, con un patio central en el cual, según unos, se encontraba el taller donde trabajaban los arquitectos de Tiwanacu -se habían encontrado maquetas de algunos palacios, adornos y elementos de construcción-, y, según otros, se celebraban ceremonias en honor a Venus, el astro más brillante del cielo después del sol y la luna, conocido también como Lucero del Alba por ser muy visible a esas horas, lo que armonizaba con el nombre del lugar. Además, para confirmar esta segunda teoría, entre los elementos ornamentales allí encontrados destacaban y abundaban los motivos alegóricos a Venus. En fin, quizá servía como templo y como taller a la vez. Nadie podía confirmar una u otra cosa.
Quirikala, o Kerikala, «El horno de piedra», era, supuestamente, el palacio-residencia de los sacerdotes tiwanacotas. Apenas había sido investigado y sólo subsistían algunos muros bastante estropeados que no decían nada. Como muchas de las piedras del resto de los edificios de Tiwanacu, las de Quirikala habían sido utilizadas para construir antiguos edificios en La Paz y en otras ciudades cercanas y, las más pesadas, fueron voladas en pedazos por los barrenos para emplearlas como cascotes en las obras de la vía férrea Guaqui-La Paz (así desaparecieron Putuni, Kalasasaya y la mayoría de las estatuas).
Puma Punku ya era otra cosa. No es que quedara mucho en pie, para variar, pero daba la impresión de haber sido un lugar importante. Puma Punku («La Puerta del Puma») aparecía definida como el segundo templo en importancia después de Kalasasaya, aunque la mayoría de las informaciones la describían como una pirámide idéntica a la de Akapana, igual de gigantesca y majestuosa, con la que formaría una especie de pareja en la distancia porque entre ambas había un kilómetro de separación, con Puma Punku al sudoeste. Según las prospecciones arqueológicas, la pirámide seguía casi entera bajo tierra y, por tanto, susceptible de ser recuperada algún día, cuando hubiera dinero para sacarla. También Puma Punku habría tenido siete terrazas coloreadas alternativamente en rojo, verde, blanco y azul, y, a su alrededor, habría existido un amplio recinto al que se accedía a través de cuatro pórticos, parecidos a la Puerta del Sol, de los que sólo quedaban tres y destrozados, que presentaban relieves con motivos solares. Entre los escombros y fragmentos que, sin orden ni concierto, se esparcían por el lugar, podían verse todavía algunos de los sillares de piedra que habían formado parte del suelo del recinto y que alcanzaban tranquilamente las ciento treinta toneladas de peso, siendo los bloques más colosales extraídos de las canteras de toda Sudamérica. Pero «La Puerta del Puma» albergaba otros secretos que alegraron a Proxi:
– ¡Por fin! -clamó-. ¡Esto era lo que estaba buscando!
– Casi no lo encuentras, ¿eh? -la mortificó Jabba.
Parte del perímetro de Puma Punku estaba sorprendentemente delimitado por dos grandes dársenas portuarias que, en la actualidad, daban a tierra seca y a riscos montañosos, convirtiendo el paisaje en un espacio incongruente. A pesar de que el lago Titicaca distaba casi veinte kilómetros, los estudios geológicos llevados a cabo en la zona habían detectado importantes acumulaciones de sedimentos marinos y fósiles de origen claramente acuático, y las decoraciones encontradas entre los restos de Puma Punku mostraban innumerables frisos con motivos de peces.
– ¡La historia de los yatiris reconstruida por Daniel es real! -exclamó, satisfecha-. La laguna Kotamama-Titicaca llegaba hasta los muelles del puerto de Taipikala-Tiwanacu. ¿No es fantástico?
– ¡Repítelo, por favor! -me reí-. Te ha salido un trabalenguas perfecto.
– No montéis tanta bulla, insensatos -gruñó de mala manera el grueso y apestoso gusano-. Todavía no hemos encontrado nuestra Pirámide del Viajero y sólo nos queda por estudiar esa miseria de Lakaqullu.
– Tranquilo. Seguro que está ahí -me sentí obligado a decir, pero, en cuanto empezamos a buscar información sobre «El montón de piedras» (que tal era la traducción del nombre), deseé haberme tragado esas palabras: Lakaqullu era, por decirlo de alguna manera, un minúsculo promontorio perdido al norte del recinto de Tiwanacu, muy por encima del resto de las edificaciones, que tenía, como único aspecto destacable, una puerta tallada en piedra conocida como la Puerta de la Luna (por oposición a la Puerta del Sol, aunque estéticamente no tenían nada que ver la una con la otra).
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