– Todo el recorrido es por carretera, doctora. Además, tampoco podemos perdernos porque hace muchos años que el gobierno griego pintó una raya azul conmemorativa a lo largo de los treinta y nueve kilómetros y, para mayor seguridad, se atraviesan varios pueblos y alguna ciudad, como tendrá ocasión de comprobar. Así que no vamos a abandonar la civilización en ningún momento.
La opción de perderme en el bosque quedaba definitivamente eliminada.
– Si en algún momento notan un fuerte pinchazo muscular que les deja sin aliento, deténganse. La prueba ha terminado para ustedes. Lo mas probable es que tengan una rotura fibrilar y, si prosiguen la carrera, los daños pueden ser irreversibles. Si lo que sienten es un dolor normal, aunque intenso, palpen el músculo doloroso y, si está duro como una piedra, deténganse a descansar. Puede ser el principio de una contractura. Háganse un masaje en la dirección del músculo y, cuando puedan, lleven a cabo algunos suaves estiramientos. Si la tensión cede, continúen; si no es así, deténganse. La carrera también ha terminado. Y ahora, por favor -señaló, poniéndose en pie con gesto decidido-, cámbiense de ropa y vámonos. Tomaremos algo durante el camino. Se está haciendo tarde.
Una estrafalaria ropa deportiva me esperaba en mi habitación. No es que fuera ni más ni menos rara que cualquier chándal corriente, pero, al ponérmela, me vi tan ridícula que sentí ganas de enterrarme bajo tierra. Debo reconocer que, cuando me quité los zapatos y me puse las zapatillas blancas de deporte, la cosa mejoró. Y aún mejoró más cuando le añadí un discreto pañuelo de seda que introduje por el cuello de la sudadera. Al final, el conjunto no era demasiado patético y, sin lugar a dudas, resultaba cómodo. Durante los últimos meses no había tenido ocasión de ir a la peluquería, así que el pelo me había crecido lo suficiente como para sujetarlo con un coletero que, aunque quedaba un poco extravagante, al menos me permitía quitarme las greñas de la cara. Me puse el abrigo largo de lana por encima (más por tapar que por frío), y bajé hasta el recibidor del hotel, donde mis compañeros, el portero con librea verde y un chófer del Arzobispado me estaban esperando.
El camino hasta Maratón estuvo lleno de consejos y recomendaciones variadas de última hora. Deduje que el capitán Glauser-Róist no tenía la menor intención de esperarnos ni a Farag ni a mí y, hasta cierto punto, me pareció bien. La idea era que al menos uno de los tres consiguiera llegar a Kapnikaréa antes del amanecer. Era fundamental poder seguir con las pruebas y, para ello, al menos uno de nosotros debía llegar para conseguir la siguiente pista. Aunque ni Farag ni yo obtuviéramos nuestras cruces escarificadas, podríamos seguir colaborando con la Roca en los círculos siguientes.
Las carreteras griegas tenían un algo de camino rural. Ni el tráfico era excesivo ni la amplitud y calidad del firme eran como las de las carreteras italianas. Viajando en aquel vehículo de la Archidiócesis, daba la impresión de que hubiéramos retrocedido diez o quince años en el tiempo. Con todo, Grecia seguía siendo un país maravilloso.
La noche se nos echaba encima cuando, por fin, atravesamos las primeras calles del pueblo de Maratón. Enclavado en un valle rodeado de colinas, Maratón era, sin duda, el lugar ideal para una batalla de la Antigüedad, por su terreno llano y sus amplios espacios. El resto no lo diferenciaba de cualquier pueblo industrial y laborioso de la Europa actual. El chófer nos explicó que, durante la temporada alta, Maratón recibía un tropel de turistas, en particular, deportistas y gentes con ganas de intentar la famosa carrera. A finales de mayo, sin embargo, por allí no se veía a nadie aparte de los lugareños.
El coche se detuvo junto a la acera en un extraño paraje fuera del pueblo, junto a un montículo cubierto de hierba verde y algunas flores. Abandonamos el vehículo sin dejar de mirar el túmulo, conscientes de que aquel era el lugar donde se había producido uno de los hitos más importantes y olvidados de la historia. Si los persas hubieran ganado la batalla de Maratón, si hubieran impuesto su cultura, su religión y su política a los griegos, no existiría, probablemente, nada del mundo que conocíamos hoy. Todo sería de otra manera, ni mejor ni peor, simplemente distinto. Así que aquella lejana batalla bien podía considerarse como el dique que había permitido crecer libremente nuestra cultura. Bajo aquel túmulo estaban, al decir de Heródoto, los ciento noventa y dos atenienses que murieron para que eso fuera posible.
El chófer se despidió de nosotros y se alejó rápidamente, dejándonos solos. Yo había dejado mi abrigo en el vehículo porque hacía un tiempo estupendo.
– ¿Cuánto falta, Kaspar? -preguntó Farag, que lucía un extraño modelo de camiseta de manga larga de color blanco y pantalón deportivo corto, azul claro. Cada uno de nosotros llevaba una pequeña mochila de tela con todo lo necesario para la prueba.
– Son las ocho y media. Está a punto de oscurecer. Demos una vuelta a la colina. -El capitán era el que mejor aspecto tenía, con su magnífico chándal de color rojo y su pinta de atleta de toda la vida.
El túmulo era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. Incluso la Roca adquirió las dimensiones de una hormiga cuando llegamos hasta el borde donde comenzaba la hierba. Como el paraje era tan solitario, nos sobresaltó la voz que, en griego moderno y cerrado, nos llamó desde el otro lado de la colina.
– ¿Qué diablos ha sido eso? -bramó la Roca.
– Vayamos a ver-propuse, rodeando el túmulo.
Sentados en un banco de piedra, disfrutando del buen clima y de los últimos rayos del sol de la tarde, un grupo de ancianos, con sombreros negros y palos a modo de bastones, nos contemplaba muy divertido. Por supuesto, no entendimos nada de lo que decían, aunque tampoco parecía que fuera esa su intención. Acostumbrados a los turistas, debían pasar muy buenos ratos a costa de los que, como nosotros, llegaban hasta allí disfrazados de corredores dispuestos a emular a Spyros Louis. Las sonrisas burlonas de sus caras curtidas y arrugadas lo decían todo.
– ¿Será un comité de staurofílakes? -preguntó Farag, sin dejar de mirarlos.
– Me niego a pensarlo siquiera -suspiré, pero lo cierto era que la idea ya había pasado por mi cabeza-. Nos estamos volviendo paranoicos.
– ¿Lo tienen todo preparado? -preguntó el capitán mirando su reloj.
– ¿Por qué tanta prisa? Todavía faltan diez minutos.
– Hagamos algunos ejercicios. Empezaremos por unos estiramientos.
A los pocos minutos de haber comenzado aquella clase de aerobic, las farolas públicas se encendieron. La luz solar era ya tan pobre que apenas se veía nada. Los ancianos seguían observándonos haciendo comentarios jocosos que no podíamos comprender. De vez en cuando, ante alguna de nuestras posturas, estallaban en una estruendosa carcajada que requemaba peligrosamente mi humor.
– Tranquila, Ottavia. Sólo son unos viejos campesinos. Nada más.
– Cuando encontremos al actual Catón pienso decirle unas cuantas cosas sobre sus espías de las pruebas.
Los viejos volvieron a partirse de risa y yo les di la espalda furiosa.
– Profesor, doctora… Ha llegado el momento. Recuerden que la línea azul comienza en el centro del pueblo, en el lugar donde se inició la carrera olímpica de 1896. Procuren no separarse de mí hasta entonces, ¿de acuerdo? ¿Están preparados?
– No -declaré-. Y no creo que lo esté nunca.
La Roca me miró con gesto de desprecio y Farag se interpuso rápidamente entre ambos.
– Estamos listos, Kaspar. Cuando usted diga.
Todavía permanecimos unos instantes más en silencio y sin movernos, mientras la Roca miraba fijamente su reloj de pulsera. De repente, se volvió, nos hizo una señal con la cabeza e inició una suave marcha que Farag y yo imitamos. El calentamiento no me había servido de nada; me sentía como un pato fuera del agua y cada zancada que daba era un suplicio para mis rodillas, que parecían recibir impactos de un par de toneladas. En fin, me dije con resignación, costara lo que costase había que hacer un buen papel.
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