y para sojuzgar Lérida, César
voló a Marsella y luego corrió a España.»
«Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda
por poco amor-gritaban los demás-;
que el anhelo de obrar bien torne la gracia»
Como siempre, el maestro Virgilio pregunta a las almas dónde se encuentra la abertura que da paso a la siguiente cornisa, y una de ellas que, con las demás, pasa corriendo por delante sin detenerse, les anima a que las sigan, pues, siguiéndolas, hallarán el pasaje. Pero los poetas se quedan donde están, contemplando asombrados cómo los espíritus que en vida fueron perezosos, se
pierden ahora en la distancia veloces como el viento. Dante, agotado por la caminata de todo el día, se queda profundamente dormido pensando en lo que ha visto y, con este sueño que sirve de transición entre Cantos y círculos, termina la cuarta cornisa del Purgatorio.
En el aeropuerto Hellinikon, al que llegamos cerca de las doce del mediodía, nos esperaba el coche oficial de Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, que nos condujo hasta la puerta del hotel en el que íbamos a alojarnos, el Grande Bretagne, en la mismísima Plateia Syntágmatos, junto al Parlamento griego. El viaje desde el aeropuerto fue largo y la entrada en la ciudad sorprendente. Atenas era como un viejo pueblo de grandes dimensiones que no deseaba desvelar su condición de capital histórica y europea hasta que no se descubría lo más profundo de su corazón. Sólo entonces, con el Partenón saludando al viajero desde lo alto de la Acrópolis, se caía en la cuenta de que aquella era la ciudad de la diosa Atenea, la ciudad de Pendes, Sócrates, Platón y Fidias; la ciudad amada por el emperador romano Adriano y por el poeta inglés lord Byron. Hasta el aire parecía distinto, cargado de aromas inimaginables -aromas de historia, belleza y cultura-, que tornaban invisible lo que de ajado y mustio pudiera tener Atenas.
Un portero con librea de color verde y gorra de plato nos abrió amablemente las puertas del vehículo y se ocupó de nuestros equipajes. El hotel era antiguo y espectacular, con una enorme recepción de mármoles de colores y lámparas de plata. Fuimos recibidos por el director en persona que, como si fueramos grandes jefes de Estado, nos acompañó deferentemente hasta una sala de reuniones en la primera planta en cuya puerta nos esperaba un nutrido grupo de altos prelados ortodoxos de largas barbas e impresionantes medalleros sobre el pecho. En el interior, cómodamente sentado en un rincón, nos estaba esperando Su Beatitud Christodoulos.
Me sorprendió el buen aspecto y lozanía del Arzobispo, que no tendría más allá de sesenta años y, además, muy bien llevados. Su barba era todavía bastante oscura y su mirada simpática y afable. Se puso en pie en cuanto nos vio y se acercó a nosotros con una amplia sonrisa:
– ¡Estoy encantado de recibirles en Grecia! -nos espetó a modo de saludo en un correctísimo italiano-. Deseo que conozcan nuestro profundo agradecimiento por lo que están ustedes haciendo por las Iglesias cristianas.
El Arzobispo Christodoulos, saltándose el protocolo, nos presentó él mismo al resto de los popes presentes, entre los que se encontraba buena parte del Sínodo de la Iglesia de Grecia (fui consciente de mi ignorancia para diferenciar, por las vestiduras y las medallas, los diferentes rangos ortodoxos): Su Eminencia el metropolita de Staoi y Meteora, Serapheim (tampoco era costumbre, al parecer, mencionar el apellido cuando se ocupaba un alto puesto religioso); el metropolita de Kaisariani, Vyron e Ymittos, Daniel; el metropolita de Mesogaia y Lavreotiki, Agathonikos; Sus Eminencias los metropolitas de Megara y Salamis, de Chalkis, de Thessaliotis y Fanariofarsala, de Mitilene, Eressos y Plomarion, de… En fin, una larga lista de venerables Metropolitas, archimandritas y obispos de nombres majestuosos. Si la reunión que mantuvimos en Jerusalén el día de nuestra llegada me había parecido una exageración producto de la curiosidad de los Patriarcas, la de aquella sala en el Grande Bretagne aún me parecía más desmedida. Sin pretenderlo, nos habíamos convertido en héroes.
Entre los presentes había una enorme expectación por lo que estábamos haciendo. A pesar de nuestras reiteradas negativas, el capitán Glauser-Róist se vio finalmente en la obligación de explicar las azarosas aventuras que habíamos vivido hasta entonces, omitiendo, sin embargo, todos los detalles importantes y los relativos a la hermandad de los staurofílakes. No nos fiábamos de nadie y no era una locura pensar que en aquella agradable asamblea pudiera haber algún miembro infiltrado de la secta. Tampoco explicó -y eso que se le solicitó repetidamente- el contenido de la prueba que íbamos a llevar a cabo en Atenas esa misma noche. En el avión, durante el viaje, habíamos comentado la necesidad de mantener el secreto, ya que la inocente intromisión de cualquier curioso podría dar al traste con el objetivo. Quien sí lo conocía, naturalmente, era Su Beatitud Christodoulos, y también alguna otra persona del Sínodo cercana a él, pero nadie más podía saber que al anochecer de aquel día, tres peculiares corredores con mas traza de bibliotecarios que de atletas -al menos, dos de ellos-, se dejarían el sudor en el suelo ático para ganar el derecho a seguir jugándose la vida.
Fuimos invitados a una magnífica comida en un salón reservado del hotel y disfruté como una niña de la taramosalata [35], la mousaka [36], la souvlakia con tzatziki -un combinado de pequeños trozos de cerdo asado aderezados con limón, hierbas y aceite de oliva, acompañados por la famosa salsa de yogur, pepino, ajo y menta-, y del original kléftico [37]. Mención aparte merecían los panes griegos, incomparables, hechos con pasas, hierbas, verduras, aceitunas o quesos. Y de postre, un poco de freskafroata. ¿Se podía pedir algo más? No hay cocina mejor que la mediterránea y Farag lo demostró comiendo por tres o por cuatro.
Cuando, por fin, quedamos libres de protocolos y los popes barbudos se hubieron marchado tuvimos que ponernos a trabajar a toda prisa porque aún quedaban muchas cosas que hacer. Su Beatitud Christodoulos quiso quedarse con nosotros toda la tarde, viendo cómo preparábamos la prueba y organizábamos la carrera pero, en contra de lo que pudiera parecer, la presencia de tan eminente personaje no resultó un estorbo sino todo lo contrario, porque, en cuanto los miembros del Sínodo y los obispos de la Archidiócesis desparecieron, Su Beatitud demostró un espíritu jovial, juvenil y deportivo que superaba con mucho al de Farag, el capitán y el mío juntos.
– ¡Tengo que prepararme para los Juegos Olímpicos del 2004! -no cesaba de repetir Su Beatitud, orgulloso y encantado de que Atenas hubiera sido elegida como sede olímpica después de Sidney.
Su Beatitud nos contó que los primeros Juegos de la Era Moderna tuvieron lugar en Grecia en abril de 1896, tras más de mil quinientos años sin celebrarse. El ganador de la carrera de maratón fue un pastor griego de 23 años y de apenas un metro sesenta de estatura llamado Spyros Louis. Spyros, considerado desde entonces como un héroe nacional, recorrió la distancia que separaba la localidad de Maratón del estadio olímpico de Atenas en dos horas, cincuenta y ocho minutos y cincuenta segundos.
– ¿Pero era un corredor profesional? -pregunté, interesada. Yo tenía el íntimo convencimiento de que no iba a poder superar aquella prueba y ese convencimiento era algo más que una duda o una inseguridad. Simplemente, sabía que no podría recorrer jamás treinta y nueve kilómetros. Era empírica y cartesianamente imposible.
– ¡Oh, no! -respondió Su Beatitud con una ancha sonrisa de orgullo-. Spyros participó en la carrera por pura casualidad. En aquel momento, era soldado del ejército griego y su coronel le animó a participar a última hora. Sí, es cierto que al parecer corría bien, pero no había recibido entrenamiento ni preparación. Simplemente, echó a correr por patriotismo, para que hubiera algún griego corriendo en la más importante de las carreras griegas. ¡No íbamos a dejar que ganara un extranjero!
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