– Estoy totalmente segura, capitán.
– «La séptima y la novena» -repitió Farag, pensativo-. ¿La séptima prueba y la novena, que no existe? ¿La séptima palabra y la novena de la oración? ¿La séptima y la novena estrofas del círculo de los iracundos? ¿La séptima y la novena sinfonías de Beethoven? ¿La séptima y la novena de algo que desconocemos?
– ¿Cuáles son la séptima y la novena estrofas de esta cornisa en Dante?
– ¿Pero no le dije que el cuarto círculo no tenía nada interesante aparte del humo? -bramó Glauser-Róist, sin detener su desesperado paseo.
Farag cogió de la mesa el ejemplar de la Divina Comedia y empezó a buscar el Canto XVI del Purgatorio. El capitán le observó con desprecio.
– ¿Es que nadie me hace caso? -se lamentó.
– La séptima estrofa del decimosexto Canto -dijo Farag-, del verso 19 al 21, dice así:
Agnus Dei, era, pues, como empezaban
todos a un tiempo, y en un tono tan igual
que en completa concordia parecían .
– ¿De qué habla Dante? -quise saber.
– De las almas que se acercan a Virgilio y a él. Como no las pueden ver venir porque están cegados por el humo, saben que se aproximan porque las escuchan cantar el Agnus Dei.
– ¿El Agnus Dei? -voceó la Roca.
– Lo que rezamos durante la Misa mientras el sacerdote parte el Pan: «Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.»
– ¡Ya les dije que esas estrofas no tenían nada que ver!
Farag bajó de nuevo los ojos al libro:
– La estrofa novena del mismo Canto dice:
¿Quién eres tú que cortas nuestro humo,
y de nosotros hablas como si
aún midieses el tiempo por calendas?
– Las almas se sorprenden de encontrar a alguien vivo en su cornisa -deduje-. Nada interesante.
– No, desde luego -estimó Farag, revisando las estrofas.
Glauser-Róist soltó un bufido de impaciencia.
– ¡Ya lo dije! Aquí, lo único importante es el humo y el humo es esta maldita plegaria que no nos deja ver nada.
– ¿Qué otras opciones mencionaste, Farag?
– ¿Qué opciones?
– Cuando dijiste que la séptima y la novena podían ser estrofas del Canto XVI, también señalaste otras posibilidades.
– ¡Ah, sí! Comenté que podían ser las pruebas que estamos realizando, pero, como sólo son siete, esta alternativa queda eliminada. Tampoco creo que se trate de las sinfonías de Beethoven, ¿no? ¡Y bueno, también dije que podían ser la séptima y la novena palabra de la plegaria del padre Stephanos!
– Eso suena bien -declaré, poniéndome en pie y acercándome a la fotografía del panel que reproducía el texto a tamaño natural. Después de cuatro días de trabajar intensamente sobre aquella oración, la había memorizado y no necesitaba mirarla para saber lo que decía: «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia. Igual que la planta crece impetuosa por voluntad del sol, implora a Dios que su luz divina caiga sobre ti desde el cielo. Dice Cristo: no tengas otro miedo sino el temor de los pecados. Cristo os dio comida en grupos de cien y cincuenta hambrientos. Su bendita palabra no dijo grupos de noventa o de dos. Confía, pues, en la justicia como los atenienses y no temas a la tumba. Ten fe en Cristo como la tuvo incluso el malvado recaudador. Tu alma, al igual que los pájaros, corre y vuela hacia Dios. No se lo impidas cometiendo pecados y llegará. Si vences al mal saldrá la luz antes del amanecer. Purifica tu alma inclinándote ante Dios como un humilde suplicante. Con ayuda de la Verdadera Cruz, golpea sin piedad tus apetitos terrenales. Clávate en ella con Jesús con siete clavos y siete golpes. Si lo haces, Cristo, en su Majestad, saldrá a recibirte a la dulce puerta. Que tu paciencia se vea colmada por esta oración. Amén.» Suspiré… De una cosa no cabía la menor duda: como había dicho Glauser-Róist, era una auténtica cortina de humo.
– Coge el rotulador, Ottavia -me pidió Farag desde su asiento-. Se me está ocurriendo algo.
Le obedecí prestamente porque, cuando Farag tenía una idea, siempre era una buena idea. De modo que, enarbolando el grueso rotulador negro en la mano derecha, me quedé inmóvil como una alumna diligente, a la espera de que el profesor empezara a compartir su sabiduría.
– Bien, supongamos que las dos frases que están escritas a dos tintas tienen, por sí mismas, un significado especial.
– Eso ya lo hemos estudiado varias veces durante esta semana -desaprobó hoscamente la Roca.
– «Tú que has superado la soberbia y la envidia, supera ahora la ira con paciencia.» No cabe duda de que este primer enunciado es una llamada de atención. El aspirante a staurofílax llega hasta la cripta del Santo Sepulcro y, cuando se encuentra frente a los relicarios, descubre la tabla con esa frase que le avisa de que lo que viene a continuación es parte de la prueba que debe superar.
– Lo que no entiendo -murmuré- es cómo los staurofílakes que llegan a Jerusalén pueden averiguar la existencia de esa bóveda secreta y cómo consiguen entrar en ella.
– ¿Cuánto tiempo hace que empezamos con las pruebas? -preguntó de pronto la Roca, deteniendo su paseo y apoyándose en el respaldo de su sillón.
– Hace exactamente dos semanas -le respondí-. El domingo, 14 de mayo. Ese día yo estaba en Palermo en el funeral de mi padre y de mi hermano cuando Farag y usted me llamaron por teléfono. Hoy es 28 de mayo, y domingo, de modo que han pasado dos semanas justas.
– Dos semanas, ¿eh? Bueno, pues suponga que, en lugar de desplazarnos de una ciudad a otra en helicóptero o avión, en lugar de disponer de ordenadores y de Internet, de contar con la inestimable ayuda de sus amplios conocimientos y de los conocimientos de otros que, en sus respectivas ciudades, nos están ayudando, suponga, digo, que uno sólo de nosotros hubiera tenido que hacer todos los desplazamientos a pie o a caballo y averiguar lo de Santa Lucía o lo de Pitágoras. ¿Cuánto cree que hubiera tardado?
– No es lo mismo, Kaspar -protestó el profesor-. Piense que lo que para nosotros son conocimientos históricos desfasados, para alguien de los siglos XII a XVIII eran los contenidos normales de sus estudios. La educación estaba encaminada a conseguir la plenitud, a lograr que una persona fuera, a la vez, pintor, escultor, poeta, arquitecto, astrónomo, músico, matemático, atleta, juglar… ¡Todo al mismo tiempo! Ciencia y arte no estaban separados como lo están ahora. Recuerde a Hildegarda de Bingen, a León Batista Alberti, a Trótula Ruggiero o a Leonardo da Vinci. Cualquier aspirante medieval o renacentista a staurofílax, como Dante Alighieri, estudiaba desde pequeño todas estas cosas que nosotros tenemos que rescatar del baúl de los recuerdos. Dante también era médico, ¿lo sabía?
– Bueno, pero Abi-Ruj Iyasus -objeté-, por mencionar el único caso actual que conocemos, no recibió esa educación clásica de la que hablas. En realidad, no creo que recibiera ningún tipo de educación.
– ¿Y cómo estás tan segura?
– Bueno, no lo estoy, pero, siendo de Etiopía, un país en el que la gente se muere de hambre y en el que más de la mitad de la población vive en campos de refugiados…
– No te equivoques, Ottavia -me contradijo Farag-. Etiopía es uno de los paises con una historia, una tradición y una cultura que ya las quisieran para sí Europa y América. Antes de atravesar esta catastrófica situación que vive ahora, Etiopía, o Abisinia, fue rica, fuerte, poderosa y, sobre todo, culta, muy culta. Lo que pasa es que las imágenes que nos ofrece hoy día la televisión nos hacen pensar en un país miserable que se pierde en algún lugar remoto de África, pero piensa que la reina de Saba era etíope y que la casa real de ese país se consideraba descendiente del rey Salomón.
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