Miguel de Unamuno - Cuentos de mí mismo

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Tanta insistencia se ha puesto en ponderar la calidad de los ensayos y novelas de Unamuno, que se ha olvidado el tesoro literario de sus cuentos, merecedores de un lugar destacado en el estudio de su obra. Su valor se incrementa cuando comprobamos que fueron raíz de lo `nivolesco` y que don Miguel veía en el género la itineración hacia atrás de la vida, un corte más profundo en lo vivido y, por ende, la forma protoliteraria que recoge las resonancias más arcanas de la psique humana.
A través de estas narraciones, de estos Cuentos de mí mismo, llega a nosotros el eco inquietante de don Miguel de Unamuno, de una personalidad escéptica, agónica y polémica que reitera en todas y cada una de sus criaturas de ficción y harán las delicias de los lectores. De aquí que estos Cuentos de mí mismo lleguen a lo más alto o más hondo, con abundantes huellas autobiográficas.

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– El chascarro no carece de gracia -le dije-, pero es el caso que cuando Adán puso nombre a las bestias del campo y a las aves de los cielos, aún no había sido creada la mujer, según el G é nesis. De donde se saca que el hombre necesitó hablar aun estando solo, hablar consigo, es decir, cantar, y que su acto de poner nombres a los seres fue un acto de pureza lírica, de perfecto desinterés. Se los puso para extasiarse con ellos. Sólo que una vez que así los cantó y les puso nombre, sintió la necesidad de un semejante a quien comunicárselo; una vez que de la grosura de su entusiasmo brotó aquel himno de nombramiento, sintió la necesidad de un auditorio, de un público, y así, agrega el texto, que Adán no halló ayuda que estuviese delante de él. Y a seguida de esto es cuando el relato bíblico nos cuenta la creación de la primera mujer, hinchándola de una costilla del primer hombre, y como si éste hubiese sentido más vivamente la necesidad de una compañera a raíz de haberse adueñado de los seres mediante los nombres. Sintió el hombre la necesidad de alguien con quien hablar, y Dios le hizo la mujer. Y apenas surge la mujer ante el hombre, luego de decir éste lo de "esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne", lo primero que hace es darle nombre, diciendo: "Esta será llamada varona, porque del varón fue tomada". Y este nombre, en efecto, no ha prevalecido, sino que los más de los pueblos cultos tienen para la mujer nombre de otra raíz que el nombre del hombre, y como si fuesen dos especies.

– Excepto el inglés, por lo menos -dijo mi amigo.

– Y algún otro -añadí yo.

Y recogiendo las Hojas de yerba, de Walt Whitman, dejamos el esplendor de la ciudad cuando se derretía en el atardecer.

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 6-8-1906)

LA BECA

«Vuelva usted otro día…» «¡Veremos!» «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto…» «Son ustedes tantos…» «¡Ha llegado usted tarde y es lástima!» Con frases así se veía siempre despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar, aunque hubiese oído mil veces aquello de «pobre porfiado saca mendrugo».

A solas hacía mil proyectos, y se armaba de coraje y se prometía cantarle al lucero del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban ya estaba engurruñándosele el corazón. «Pero ¿por qué seré así, Dios mío?», se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que sólo de tal modo podía ser él el que era.

Y por debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se han encontrado con la vida desnuda. Estos sólo conocen la vestidura de la vida, sus arreos; no la vida misma, pelada y desnuda.

El hijo, Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.

– Es nuestra única esperanza -decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche de invierno- que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas mientras estudie… ¡Porque esto de vivir así, de caridad…! ¡Y qué caridad, Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas, pero…

– Sí, que, como dice Martín, en vez de ejercer caridad se dedican al deporte de la beneficencia.

– No, eso no; no es eso.

– Te lo he oído alguna vez; es que parece que al hacer caridad se proponen avergonzar al que la recibe. Ya ves lo que nos decía la lavandera al contarnos cuando les dieron de comer en Navidad y les servían las señoritas…, «esas cosas que hacen las señoritas para sacarnos los colores a la cara»…

– Pero, hombre…

– Sé franca y no tengas secretos conmigo. Comprende que nos dan limosna para humillarnos…

En las noches de helada no tenían para calentarse ni aun el fuego de la cocina, pues no le encendían. Era el suyo un hogar apagado.

El niño lo comprendía todo y penetraba en el alcance todo de aquel continuo estribillo de «¡Aplícate, Agustinito, aplícate!»

Ruda fue la brega en las oposiciones de la beca, pero la obtuvo, y aquel día, entre lágrimas y besos, se encendió el fuego del hogar.

A partir de este día del triunfo, acentuóse en don Agustín su vergüenza de ir a pretender puesto; aunque poco y mal, comían de lo que el hijo cobraban y con algo más, trabajando el padre acá y allá de temporero, iban saliendo, mal que bien, del afán de cada día. ¿No se ha dicho lo de «bástele a cada día su cuidado»?, y no lo traducimos diciendo que «no por mucho madrugar amanece más temprano»? Y si no amanece más temprano por mucho madrugar, lo mejor es quedarse en cama. La cama adormece las penas. Por algo los médicos dicen que el reposo lo cura todo.

– ¡Agustín, los libros! ¡Los libros! ¡Mira que eres nuestro único sostén, que de ti depende todo…! ¡Dios te lo premie! – decía la madre.

Y Agustinito ni comía, ni dormía, ni descansaba a su sabor. ¡Siempre sobre los libros! Y así se iba envenenando el cuerpo y el espíritu: aquél, con malas digestiones y peores sueños, y éste, el espíritu, con cosas no menos indigeribles que sus profesores le obligaban a engullir. Tenía que comer lo que hubiera y tenía que estudiar lo que le diese en el examen la calificación obligada para no perder la beca.

Solía quedarse dormido sobre los libros, a guisa de almohada, y soñaba con las vacaciones eternas. Tenía que sacar, además, premios, para ahorrarse las matrículas del curso siguiente.

– Voy a ver a don Leopoldo, Agustinito, a decirle que necesitas el sobresaliente para poder seguir disfrutando la beca…

– No, no haga eso, madre, que es muy feo…

– ¿Feo? ¡Ante la necesidad, nada hay que sea feo, hijo mío!

– Pero si sacaré sobresaliente, madre; si lo sacaré.

– ¿Y el premio?

– También el premio, madre.

Hallábase obligado a sacar el premio, obligado, que es una cosa verdaderamente terrible.

– Mira, Agustinito: don Alfonso, el de Patología médica, está enfermo; debes ir a su casa a preguntar cómo sigue…

– No voy, madre; no quiero ser pelotillero.

– ¿Ser qué?

– ¡Pelotillero!

– Bueno, no sé lo que es eso, pero te entiendo, y los pobres, hijo mío, tenemos que ser pelotilleros. Nada de aquello de «pobre, pero orgulloso», que es lo que más nos pierde a los españoles…

– Pues no voy.

– Bien, iré yo.

– No, tampoco irá usted.

– Bueno, no quieres que sea pelotillera…, pues no iré. Pero, hijo mío…

– Sacaré el sobresaliente, madre.

Y lo sacaba, el desdichado, pero ¡a qué costa! Una vez no sacó

más que notable, y hubo que ver la cara que pusieron sus padres.

– Me tocaron tan malas lecciones…

– No, no; algo le has hecho… -dijo el padre.

Y la madre añadió:

– Ya te lo decía yo… Has descuidado mucho esa asignatura…

El mes de mayo le era terrible. Solía quedarse dormido sobre los libros, teniendo la cafetera al lado. Y la madre, que se levantaba solícita de la cama, iba a despertarle y le decía:

– Basta por hoy, hijo mío; tampoco conviene abusar… Además, te rinde el sueño y se malgasta el petróleo. Y no estamos para eso.

Cayó enfermo y tuvo que guardar cama; le consumía la fiebre. Y los padres se alarmaron, se alarmaron del retraso que aquella enfermedad podía costarle en sus estudios; tal vez le durara la dolencia y no podría examinarse con seguridad de nota, y le quedaría el pago de la beca en suspenso.

El médico aseguró a los padres que duraría aquello, y los pobres, angustiados, le preguntaban:

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