Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el cuento? Volvamos, pues, a él.
Dejemos a nuestro héroe -empezando siéndolo mío y ya es tuyo, lector amigo, y mío; esto es, nuestro- de codos sobre la mesa, con los ojos fijos en las blancas cuartillas, etcétera (véase la precedente descripción), y diciéndose: «Y bien, ¿sobre qué escribo yo ahora…?»
Esto de ponerse a escribir no precisamente porque se haya encontrado asunto, sino para encontrarlo, es una de las necesidades más terribles a que se ven expuestos los escritores fabricantes de héroes, y héroes, por tanto, ellos mismos. Porque, ¿cuál, sino el de hacer héroes, el de cantarlos, es el supremos heroísmo? Como no sea que el héroe haga a su hacedor, opinión que mantengo muy brillante y profundamente en mi Vida de Don Quijote y Sancho, seg ú n Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y comentada; Madrid, librería de Fernando Fe, 1905 [2]-y sirva esto, de paso, como anuncio-, obra en que sostengo fue don Quijote el que hizo a Cervantes y no éste a aquél. ¿Y a mí quién me ha hecho, pues? En este caso, no cabe duda que el héroe de mi cuento. Sí, yo no soy sino una fantasía del héroe de mi cuento.
¿Seguimos? Por mí, lector amigo, hasta que usted quiera; pero me temo que esto se convierta en el cuento de nunca acabar. Y así es el de la vida… Aunque ¡no!, ¡no!, el de la vida se acaba.
Aquí sería buena ocasión, con este pretexto, de disertar sobre la brevedad de esta vida perecedera y la vanidad de sus dichas, lo cual daría a este cuento un cierto carácter moralizador que lo elevara sobre el nivel de esos otros cuentos vulgares que sólo tiran a divertir. Porque el arte debe ser edificante. Voy, por tanto, a acabar con una
Moraleja. -Todo se acaba en este mundo miserable: hasta los cuentos y la paciencia de los lectores. No sé, pues, abusar.
Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba - Leaves of grass -, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.
Y mi amigo me dijo:
– ¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas… ¿Es eso poesía?
Y yo le dije:
– Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el "te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma"; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: "¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!" El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: "¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo!" Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.
– ¿Cómo empezó la lírica? -preguntó mi amigo-; ¿cuál fue el primer canto?
– Vamos a la leyenda -le dije- y oye lo que dice el G é nesis en su segundo capítulo, cuando dice "Formó, pues, Dios de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y trájolas a Adán para que viese cómo las había de llamar, y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo; mas para Adán no halló ayuda que estuviese delante de él". Este fue el primer canto, el canto de poner nombre a las bestias, extasiándose ante ellas Adán, en el Alba de la humanidad.
¡Poner nombre! Poner nombre a una cosa es, en cierto modo, adueñarse espiritualmente de ella. Este mismo Walt Whitman, cuyas Hojas de yerba aquí tenemos, al decir en su "Canto a la puesta del sol" estas palabras: "Respirar el aire, ¡qué delicioso! ¡Hablar!, ¡pasear! ¡Coger algo con la mano!", pudo añadir: "Dar nombre a las cosas, ¡qué milagro portentoso!"
Al nombrar Adán a las bestias y aves se adueñó de ellas y mira cómo el salmo octavo, después de cantar que Dios hizo que el hombre se enseñorease de las obras de las divinas manos, que le pusieran todo bajo los pies, ovejas y bueyes, y asimismo las bestias del campo, y las aves de los cielos, y los peces del mar, y todo cuanto pasa por los senderos de éste, acaba diciendo: "Oh, Jehová, Señor Nuestro, ¡cuán grande es tu nombre, que millones de lenguas de hombres piden día a día que sea santificado! Si supiéramos dar el nombre adecuado, nombre poético, nombre creativo a Dios, en él se colmaría como en flor eterna toda la lírica.
En el G é nesis también, y en los versillos 24 a 30 de su capítulo XXXII, se nos cuenta cómo al pasar Jacob el vado a Jacob, cuando iba en busca de Esaú, su hermano, se quedó a hacer noche solo y luchó hasta rayar el alba, con un desconocido, con un ángel de Dios o con Dios mismo, y lleno de angustia le preguntaba por su nombre, cómo se llamaba. En aquellos tiempos aurorales, declarar un viandante su nombre era declarar su esencia. Su nombre es lo primero que nos dan los héroes homéricos.
Y estos nombres no eran dichos: eran cantados en un empuje de entusiasmo y de adoración. Y tengo por indudable, lector, que el himno que más adentro del corazón se te ha metido fue cuando viste tu propio nombre, tu nombre de pila, el doméstico desnudo y puro, suspirando en la penumbra. Es la corona de la lírica.
La forma de letanía es acaso la más exquisita que las explosiones líricas nos ofrecen: un nombre repetido en rosario y engarzado cada vez en epítetos vivos que lo realza. Y entre estos hay el epíteto sagrado.
En los poemas homéricos brillan los epítetos sagrados; cada héroe lleva el suyo. Aquiles, el de los pies veloces; Héctor el agitapenachos. Y en todo tiempo y lugar, cuando alguien encuentra el epíteto sagrado que casa poéticamente con un hombre, todos lo adoptan y todos lo repiten. Y lo que sucede con los hombres sucede con los animales y con las cosas y las ideas. La astuta zorra, el perro fiel, el noble corcel, el paciente burro, el tardo buey, la arisca cabra, la mansa oveja, la tímida liebre…, y los designios de la Providencia, ¿pueden ser otra cosa que inescrutables?
Cantar, pues, el nombre, realzándolo con el epíteto sagrado, es la exaltación reflexiva de la lírica, y la exaltación irreflexiva, la suprema, en cantarlo solo y desnudo, sin epíteto alguno; es repetirlo una y otra vez, como sumergiendo el alma en su contenido ideal y empapándose en él sin añadido.
– No me sorprende -le dije a mi amigo- que te produzcan extraño efecto estas enumeraciones, y te confieso que pueden ellas no tener nada de poético. Pero han de extrañarnos más a nosotros, que con palabras muertas, reducimos la lírica a algo discursivo y oratorio, a elocuencia rimada.
– Observa, además -añadí-, que una palabra no ha cobrado su esplendor y su pureza toda hasta que ha pasado por el ritmo y se ha visto ayuntada a otras en su cadencia. Es como el trigo, que no está limpio y pronto para ir a la muela hasta que no ha sido apurado aventándolo al aire de la era.
– Ahora recuerdo -dijo mi amigo, interpolando un intermedio cómico-, ahora recuerdo cierto chascarrillo yanqui, y es que dicen que cuando Adán estaba poniendo nombre a los animales, al acercarse el caballo, dijo Eva a su marido: "Esto que viene aquí se parece a un caballo; llamémosle, pues, caballo."
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