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Juan Saer: El entenado

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Juan Saer El entenado

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El entenado narra la desventurada expedición española que a comienzos del siglo XVI es diezmada por una horda de antropófagos en los playones del Río de la Plata. El grumete de la tripulación, único sobreviviente, incursionará en el ámbito arcaico de los colastiné y se convertirá en memoria vital de aquellos rituales violentos ejecutados para darle continuidad a su mundo de imprecisiones. La larga convivencia entre la tribu se interrumpe cuando el entenado es arrastrado río abajo, hacia una flota de galeones anclada en la desembocadura. El mozalbete de 10 años atrás ha dado paso a un hombre alienado, reafirmado en la sensación de ser el extranjero de siempre, oculto al entendimiento de los otros. Saer, una de las voces más auténticas de la literatura argentina, fallecido en París en 2005, sostenía que `el lenguaje nunca alcanzaría para cubrir todo lo que el tiempo y el pensamiento reclaman`. El Entenado, más allá de ser una novela histórica o crónica de las primeras travesías de ultramar que propiciaron el establecimiento del régimen colonial en el Nuevo Mundo, es una historia sobre la soledad, el exilio interior, la precariedad del lenguaje para nominar el conflicto insoluble entre sociedad e individuo. `Cuando nos olvidamos, es que hemos perdido, sin duda alguna, menos memoria que deseo`, afirmará el entenado porque sabe que detrás de la escritura, con la que revalida su patente marginalidad, sólo hay silencio recorriendo las fístulas del tiempo. Estas líneas resumen el argumento de `El entenado`, la última obra del argentino -aunque residente en París- Juan José Saer (Santa Fé, 1937), considerado unánimemente por la crítica como uno de los mejores escritores en lengua castellana de la actualidad

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De dónde provenía semejante sentimiento, es algo sobre lo que cavilo, una y otra vez, todos los días de mi vida, desde hace más de cincuenta años. Esa grieta al borde de la negrura que los amenazaba, continua, venía sin duda de algún desastre arcaico. Los hombres nacen en cierto sentido, neutros, iguales, y son sus actos, las cosas que les pasan, lo que los va diferenciando. Además, no era tal o cual indio el que venía al mundo de esa manera, sino la tribu entera, y yo pude observar, durante todos esos años, cómo las criaturas, a medida que crecían, iban entrando, con naturalidad, en esa incerti-dumbre pantanosa. La despreocupación infantil cedía el paso, día tras día, a la sequedad de los grandes: lustrosos y saludables por fuera pero cada vez más marchitos por dentro los ganaba, guardándolos con ella hasta la muerte, la ansiedad. De un modo diferente, la misma obsesión transparentaba en la mirada de hombres y mujeres. Una convicción común los igualaba: sin ellos, la grieta se haría más ancha y la aniquilación general llegaría.

Me costó mucho darme cuenta de que si tantos cuidados los acosaban, era porque comían carne humana. Para los miembros de otras tribus, ser comido por sus enemigos podía significar un honor excepcional, según me lo explicó un día, con desprecio indescriptible, uno de los indios. Fue durante una conversación confidencial, donde, desde luego, no se hizo la menor alusión al hecho de que era él el que se los comía. Los habíamos visto pasar, a lo lejos río arriba, en sus canoas, una mañana de verano. Estábamos sentados lejos del caserío, bajo unos sauces de la orilla, y, al reconocerlos, el indio hizo una mueca: eran un pueblo que no estaba instalado en ninguna parte y que recorría, incansable, subiendo y bajando todo el año, el agua del gran río. Además dejó escapar el indio bajando un poco la voz y absteniéndose de hacer otras alusiones les gustaba que se los comieran. Por mucho que seguí interrogándolo, no logré que me dijera nada más. Creí entender que el desprecio venía de lo inexplicable de esa inclinación, y que el indio la consideraba como un gusto equívoco, perverso; parecía un desprecio de orden moral, como si, en ese abandono que hacían del cuerpo a la voracidad de los otros cuando eran hechos prisioneros, se manifestase una especie de voluptuosidad. Que comer carne humana no parecía ser tampoco una costumbre de la que se sintiesen muy orgullosos, lo prueba el hecho de que nunca hablaban y de que incluso parecían olvidarlo todo el año hasta que, más o menos para la misma época, volvían a empezar. Lo hacían contra su voluntad, como si no les fuese posible abstenerse o como si ese apetito que regresaba fuese no el de cada uno de los indios, considerado separadamente, sino el apetito de algo que, oscuro, los gobernaba. Si el hecho de ser comido rebajaba, no era únicamente por esa voluptuosidad inconfesable que dejaba entrever. Era, también, o sobre todo, mejor, porque pasar a ser objeto de experiencia era arrumbarse por completo en lo exterior, igualarse, perdiendo realidad, con lo inerte y con lo indistinto, empastarse en el amasijo blando de las cosas aparentes. Era querer no ser de un modo desmedido. Había que ver a los indios manipulando los cuerpos despedazados para darse cuenta de que en esos miembros sanguinolentos ya no quedaba, para ellos, ningún vestigio humano. El deseo con que los contemplaban asarse era el de reencontrar no el sabor de algo que les era extraño, sino el de una experiencia antigua incrustada más allá de la memoria. Si, cuando empezaban a masticar, el malestar crecía en ellos, era porque esa carne debía tener, aunque no pudiesen precisarlo, un gusto a sombra exhausta y a error repetido. Sabían, en el fondo, que como lo exterior era aparente, no masticaban nada, pero estaban obligados a repetir, una y otra vez, ese gesto vacío para seguir, a toda costa, gozando de esa existencia exclusiva y precaria que les permitía hacerse la ilusión de ser en la costra de esa tierra desolada, atravesada de ríos salvajes, los hombres verdaderos.

Me fue ganando, en tantos años, la evidencia lenta: si, cada verano, con sus actos eficaces y rápidos, los indios se embarcaban en sus canoas para salir, en alguna dirección decidida de antemano, movidos por ese deseo que les venía de tan lejos, era porque para ellos no había otro modo de distinguirse del mundo y de volverse, ante sus propios ojos, un poco más nítidos, más enteros, y sentirse menos enredados en la improbabilidad chirle de las cosas. De esa carne que devoraban, de esos huesos que roían y que chupaban con obstinación penosa iban sacando, por un tiempo, hasta que se les gastara otra vez, su propio ser endeble y pasajero. Si actuaban de esa manera era porque habían experimentado, en algún momento, antes de sentirse distintos al mundo, el peso de la nada. Eso debió ocurrir antes de que empezaran a comer a los hombres no verdaderos, a los que venían de lo exterior. Antes, es decir en los años oscuros en que, mezclados a la viscosidad general, se comían entre ellos. Eso es lo que recién ahora, tan cerca de mi propia nada, comienzo a entender: que los indios empezaron a sentirse los hombres verdaderos cuando dejaran de comerse entre ellos. Algo distinto del acecho mutuo los transformó. No se comían, y se volvían hacia el exterior, formando una tribu que era el centro del mundo, rodeado por el horizonte circular que iba siendo cada vez más problemático a medida que se alejaba de ese centro. No obstante provenir también ellos de ese exterior improbable, habían accedido, no sin trabajo, a un nivel nuevo en el que, aun cuando los pies chapalearan todavía en el barro original, la cabeza, ya liberada, flotaba en el aire limpio de lo verdadero.

Esa victoria, sin embargo, no daba, cuando se los veía tan ansiosos, la impresión de ser definitiva. Era como si el viejo peligro siguiese amenazándolos. Como si, por mucho terreno que hubiesen ganado sintiesen, a cada momento, que podían perderlo otra vez. Sabían que, de este mundo, ellos eran lo más verdadero, pero no estaban seguros de serlo lo bastante, de haber alcanzado un punto de realidad óptimo e indestructible, que ya no podía retroceder y más allá del cual ya no podía llegarse. Pero, sobre todo, lo que venían trayendo del pasado, la sensación antigua de nada, confusa y rudimentaria, había quedado en ellos como su verdadera forma de ser. Si es verdad, como dicen algunos, que siempre queremos repetir nuestras experiencias primeras y que, de algún modo, siempre las repetimos, la ansiedad de los indios debía venirles de ese regusto arcaico que tenía, a pesar de haber cambiado de objeto, su deseo. No podían tener una certidumbre mayor de realidad porque en el fondo de sí mismos sabían que, fuesen cuales fuesen las cosas del mundo exterior que hubiesen elegido como objeto, por lejanos y vagos que pareciesen los hombres que devoraban, la única referencia que tenían para reconocer el gusto de esa carne extranjera era el recuerdo de la propia. Los indios sabían que la fuerza que los movía, más regular que el paso del sol por el cielo, a salir al horizonte borroso para buscar carne humana, no era el deseo de devorar lo inexistente sino, por ser el más antiguo, el más adentrado, el deseo de comerse a sí mismos. Ellos eran, de ese modo, la causa y el objeto de la ansiedad. Se conocían sin conocerse, y realizaban actos de los que sabían que el sentido aparente no era el verdadero; el objeto en apariencia más alejado de su deseo, es decir ellos mismos, era, y ellos lo sabían, sin representárselo con claridad sin duda, la verdadera causa de sus expediciones. Daban, para reencontrar el sabor antiguo, un rodeo inmenso por lo exterior. Durante un tiempo, ese simulacro los calmaba. Se dejaban caer, ebrios y ciegos, en lo negro, para ir emergiendo poco a poco a un día más claro y más ordenado que, con el giro lento del año, se empezaba otra vez a gastar. No querían ni pensar en lo que había pasado porque para ellos, que lo habían vivido desde dentro, no había ninguna duda sobre las causas verdaderas. Se valían, un poco aturdidos por el regreso obstinado de ese hambre que parecían haber saciado de una vez, de una gran maquinación común que desplegaba, a la luz del día, las pruebas irrefutables de su ser y de su inocencia. Pero por mucho que maquinaran, no lograban borrar lo que estaba en ellos desde el principio. Se engañaban a medias. Habían aceptado un pacto ciego en el que siempre llevaban, hostigados, la peor parte. Para ellos, el mundo no podía tener demasiado valor porque sabían que incluso los hombres verdaderos, los que parecían haberse arrancado de la negrura, arrastraban todavía, en sus actos esenciales, la pasta pegajosa y oscura de lo indistinto, en cuya ciénaga espesa ninguna claridad persistente y firme era posible.

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