En esa situación tan extraña le esperan, el grumete, adversidades suplementarias. La ausencia de mujeres hace resaltar, poco a poco, la ambigüedad de sus formas juveniles, producto de su virilidad incompleta. Eso en que los marinos, honestos padres de familia, piensan con repugnancia en los puertos, va pareciéndoles, durante la travesía, cada vez más natural, del mismo modo que el adorador de la propiedad privada, a medida que el hambre carcome sus principios, no ve en su imaginación sino desplumado y asado al pollo del vecino. Es de hacer notar también que la delicadeza no era la cualidad principal de esos marinos. Más de una vez, su única declaración de amor consistía en ponerme un cuchillo en la garganta. Había que elegir, sin otra posibilidad, entre el honor y la vida. Dos o tres veces estuve a punto de quejarme al capitán, pero las amenazas decididas de mis pretendientes me disuadieron. Finalmente, opté por la anuencia y por la intriga, buscando la protección de los más fuertes y tratando de sacar partido de la situación. El trato con las mujeres del puerto me fue al fin y al cabo de utilidad. Con intuición de criatura me había dado cuenta, observándolas, que venderse no era para ellas otra cosa que un modo de sobrevivir, y que en su forma de actuar el honor era eclipsado por la estrategia. Las cuestiones de gusto personal eran también superfluas. El vicio fundamental de los seres humanos es el de querer contra viento y marea seguir vivos y con buena salud, es querer actualizar a toda costa las imágenes de la esperanza. Yo quería llegar a esas regiones paradisíacas: pasé, por lo tanto, de mano en mano y debo decir que, gracias a mi ambigüedad de imberbe, en ciertas ocasiones el comercio con esos marinos -que tenían algo de padre también, para el huérfano que yo era- me deparó algún placer: y en ese ir y venir estábamos cuando avistamos tierra.
La alegría fue grande; aliviados, llegábamos a orillas desconocidas que atestiguaban la diversidad. Esas playas amarillas, rodeadas de palmeras, desiertas en la luz cenital, nos ayudaban a olvidar la travesía larga, monótona y sin accidentes de la que salíamos como de un período de locura. Con nuestros gritos de entusiasmo, le dábamos la bienvenida a la contingencia. Pasábamos de lo uniforme a la multiplicidad del acaecer. La lisura del mar se transformaba ante nuestros ojos en arena árida, en árboles que iniciaban, desde la orilla del agua, una perspectiva accidentada de barrancas, de colinas, de selvas; había pájaros, bestias, toda la variedad mineral, vegetal y animal de la tierra excesiva y generosa. Teníamos enfrente un suelo firme en el que nos parecía posible plantar nuestro delirio. El capitán, que nos observaba desde el puente, no participaba, sin embargo, de nuestro entusiasmo, como si no le incumbiese. Contemplaba, al mismo tiempo, sin ver una ni otro, la tripulación y el paisaje, con una sonrisa ajena y pensativa insinuada, no en su boca, sino más bien en su mirada. En su cara comida por la barba, las arrugas alrededor de los ojos se volvían, a causa de su expresión, un poco más profundas. A medida que íbamos acercándonos a la orilla, la euforia de la tripulación aumentaba. Final de penas y de incertidumbres, esa región mansa y terrena parecía benévola y, sobre todo, real. El capitán dio orden de anclar y de preparar embarcaciones para dirigirse a tierra. Muchos marinos -e incluso algunos oficiales- ni siquiera esperaron que las embarcaciones estuviesen listas: se echaron al agua desde la borda y ganaron a nado la orilla. Llegaron antes que las embarcaciones. Mientras nos aproximábamos nos hacían señas, saltando en la orilla, sacudiendo los brazos, chorreando agua, semidesnudos y contentos: era tierra firme.
Al llegar, nos dispersamos como animales en estampida. Algunos se pusieron a correr sin finalidad, en línea recta y en todas direcciones; otros en círculo, en un espacio limitado; otros saltaban en el mismo lugar. Un grupo encendió una inmensa fogata y se quedó contemplando el fuego, cuyas llamas empalidecían en la luz de mediodía. Dos viejos, al pie de un árbol, se burlaban de un pájaro grande que no se decidía a partir y que chillaba, saltando de rama en rama. Hacia el fondo, tierra adentro, al pie de una loma, varios hombres perseguían a una gallinácea de plumaje multicolor. Algunos se trepaban a los árboles, otros escarbaban el terreno. Uno, parado en la orilla, orinaba en el agua. Algunos, incomprensiblemente, habían preferido quedarse en el barco y nos contemplaban desde lejos, apoyados en la borda. Al anochecer, estábamos todos reunidos en la playa, alrededor del fuego a cuyas brasas se cocinaban los productos de la caza y de la pesca. Cuando llegó la noche, las llamas iluminaban las caras barbudas y sudorosas de los marinos sentados en círculo. Uno, un viejo, se puso a cantar. Los otros lo acompañábamos golpeando las manos. Después, poco a poco, el cansancio nos fue ganando, mientras el fuego se consumía. Había quienes cabeceaban ya de sentados, quienes se recostaban de lado en la arena tibia, quienes iban a buscarse un lugar al abrigo del sereno, al pie de la loma o bajo un árbol. Diez o doce tomaron una embarcación y se fueron a dormir a las naves. El silencio fue instalándose en la playa. Aprovechándose de la oscuridad, y por pura broma, un marinero se tiró un largo pedo que fue recibido con risotadas. Yo me estiré boca arriba y me puse a contemplar las estrellas. Como no se veía la luna, el cielo estaba lleno; había amarillas, rojizas, verdes. Titilaban, nítidas, o permanecían fijas, o destellaban. De vez en cuando, alguna se deslizaba en la oscuridad trazando una curva luminosa. Estaban como al alcance de la mano. Yo le había oído decir a un oficial que cada una de ellas era un mundo habitado, como el nuestro; que la tierra era redonda y que flotaba también en el espacio, como una estrella. Me estremecí pensando en nuestro tamaño real si esas estrellas habitadas por hombres como nosotros no parecían, vistas desde la playa, más que puntitos luminosos.
Al otro día, me despertó un tumulto de voces. De pie o acuclillados, capitanes y marineros discutían en la playa. Estaban diseminados sobre la arena y hablaban en voz alta y sin embargo contenida, como si reprimieran la cólera. El sol teñía de rojo el mar y ennegrecía las siluetas de los barcos que resaltaban contra sus primeros rayos. De la nave principal había venido la orden de zarpar de inmediato, poniendo proa hacia el sur. Las tierras que habíamos abordado no eran todavía las Indias sino un mundo desconocido. Debíamos bordear esas costas y llegar a las Indias, que estaban detrás. Dos grupos se oponían en la discusión; el primero, mayoritario, se plegaba a las órdenes de la nave capitana. El segundo, compuesto de dos oficiales y de una quincena de marineros, sostenía que había que quedarse en la tierra sobre la que estábamos parados e iniciar su exploración. En ese tira y afloje estuvieron casi una hora. Cuando los ánimos se caldeaban, las manos iban, rápidas, como por instinto, a las empuñaduras de las espadas. Las voces, contenidas a duras penas, dejaban escapar, de tanto en tanto, insultos y exclamaciones.
Cuando los del primer grupo hablaban, los del segundo los escuchaban sacudiendo la cabeza en signo de negación desde las primeras frases, sin dignarse a escuchar sus argumentos. Cuando eran los del segundo los que tenían el uso de la palabra, los del primero se miraban entre sí y sonreían despectivamente, adoptando aires de superioridad. En un momento dado, los rebeldes, tres o cuatro de los cuales estaban sentados en la arena, se incorporaron y retrocedieron unos, pasos, echando mano a las espadas. Los del otro grupo, sin avanzar, prepararon también las armas. El sol hacía relumbrar bronce y aceros. Los cascos de metal destellaban, fugaces, cuando los hombres, coléricos, sacudían la cabeza. Después de esa bravuconada, los dos grupos quedaron inmóviles, a varios pasos de distancia, contemplándose con las armas en la mano. Las largas sombras matinales de los que querían hacer cumplir las órdenes se estiraban, escuálidas, sobre la arena, y sus puntas se quebraban entre las piernas de sus adversarios.
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