La historia que me refirió el comisario Vázquez había empezado treinta y tantos años antes, cuando el estrafalario y multimillonario holandés Hugo Van der Vich vino a España, invitado por unos aristócratas catalanes, para tomar parte en una expedición de caza mayor en la sierra del Cadí. Formaba parte del grupo un joven abogado llamado Cortabanyes, el cual, en el curso de una conversación mantenida en uno de los descansos -y en la que, como es de rigor, se habló de tipos y marcas de escopetas-, convenció al holandés de la conveniencia de crear una fábrica de armas de caza en Barcelona. Quizás el proyecto incluía la fabricación de un ejemplar más perfecto que los existentes hasta la fecha en el mercado, quizás otras consideraciones -de tipo fiscal, acaso- impulsaron a Van der Vich a poner en práctica tan peregrina idea. En cualquier caso, el joven Cortabanyes debió de mostrarse particularmente persuasivo. Se trataba de un abogado novel, de humilde cuna, exiguos medios y escasas relaciones, que luchaba por abrirse camino sin otras armas que su inteligencia, su energía y sus dotes disuasorias. No sólo el afán de lucro y prestigio le movían a prosperar: el joven Cortabanyes quería casarse con una linda muchacha de conocida familia barcelonesa cuyos padres se oponían a una boda tan poco conveniente. Sea como sea, Van der Vich se dejó arrastrar, pues, por las palabras del ambicioso abogado y el proyecto se hizo realidad. Entonces Cortabanyes empezó a poner en marcha su plan: recogió de los últimos peldaños de la Bolsa a un rústico negociante, tozudo y codicioso, llamado Enric Savolta y lo presentó al holandés como hábil financiero catalán. Posteriormente hizo lo mismo con varios individuos de oscura extracción, procedentes de diversos campos de la industria: Nicolás Claudedeu, Pere Parells y otros que no guardan relación con el presente caso. Van der Vich confiaba en Cortabanyes y confió en Savolta. Es probable que nunca se diera cuenta del engaño en que le habían envuelto, pues pronto regresó a su país, se desentendió de la fábrica de armas de caza y se fue volviendo loco al mismo tiempo y ritmo que los arribistas le iban escamoteando las acciones, así que, cuando Van der Vich murió en dramáticas circunstancias, Cortabanyes y Savolta se habían metido en sus respectivos bolsillos la casi totalidad de las mismas y eran dueños absolutos de la empresa. Dejaron de fabricar elegantes escopetas de caza y empezaron a producir armas de guerra, ganaron dinero y el joven abogado pudo contraer por fin matrimonio con la hermosa muchacha de buena posición. Todo parecía marchar a pedir de boca cuando un suceso imprevisible se cruzó en el camino de Cortabanyes: su esposa, al año de casados, murió de parto. Fue un golpe terrible para quien se sentía seguro, dichoso y enamorado. Cortabanyes se hundió en la depresión, vendió a Savolta su paquete de acciones y abrió un humilde bufete, dispuesto a vegetar y a olvidar sus sueños de grandeza.
– Hay aquí un punto oscuro en la historia -dijo Vázquez haciendo una pausa para encender un cigarrillo-. Yo tengo al respecto mi propia teoría, pero usted es muy dueño de considerarla errónea. Me refiero, por supuesto, al hijo de Cortabanyes: ¿qué fue de él? ¿Murió también en el desventurado parto? ¿Vivió y su padre, imputándole la muerte de su amada esposa, lo alejó de sí? Nada se sabe, y Cortabanyes no parece dispuesto a despejar la incógnita. Sea como sea, si hubo un hijo, éste desapareció.
Retirado Cortabanyes, la empresa Savolta continuó su marcha siempre ascendente. Treinta años trascurrieron sin que se produjera cambio alguno; Savolta, Parells y Claudedeu envejecieron; estalló la Guerra europea y la empresa estableció un acuerdo de suministro exclusivo con el Gobierno francés. Fue por aquellas fechas cuando hizo su aparición en Barcelona un joven dandy procedente de París -de donde había huido, según él mismo gustaba de decir, para evitar las molestias de la conflagración- que dijo llamarse Paul-André Lepprince. El tal Lepprince se instaló en el mejor hotel de la ciudad y empezó a llevar la vida ostentosa del que obviamente no sabe qué hacer con su dinero. ¿Quién era en realidad ese misterioso personaje? La policía francesa, con la que el comisario Vázquez se puso en contacto, negaba conocerle y, más extraño aún, la fortuna de que hacía gala el francés se demostró inexistente. ¿Se trataba, pues, de un vulgar estafador, de un aventurero internacional, de un tahúr, de un cazadotes? El comisario Vázquez, como había dicho antes, tenía su propia hipótesis. En cualquier caso, reconstruyendo los pasos del francés, se supo que éste se había puesto en contacto con Cortabanyes apenas llegado a Barcelona y, a través del abogado, con Savolta. Ya en el terreno de las conjeturas, no cabía duda de que Cortabanyes no ignoraba la personalidad fraudulenta del individuo y de que usó de su prestigio y de su antigua camaradería para disipar las reservas que con certeza debió de albergar Savolta. Ahora bien, ¿qué pudo impulsar al abogado, viejo y cansado por entonces, a sacudir un marasmo de treinta años y a embarcarse en una aventura que sólo podía calificarse de disparatada? Enigma.
Lepprince era listo y, sobre todo, hábil: pronto se granjeó la confianza de Savolta, cuya salud se deterioraba a pasos agigantados. Es posible incluso que el magnate, inconscientemente, se dejara impresionar por la elegancia, maneras y apostura del francés, en quien veía, quizá, un sucesor idóneo de su imperio comercial y de su estirpe, pues, como ya es sabido, Savolta sólo tenía una hija y en edad de merecer. Así fue cómo Lepprince se convirtió en el valido de Savolta y obtuvo sobre los asuntos de la empresa un poder ilimitado. De haberse conformado con seguir la corriente de los acontecimientos, Lepprince se habría casado con la hija de Savolta y en su momento habría heredado la empresa de su suegro. Pero Lepprince no podía esperar: su ambición era desmedida y el tiempo, su enemigo; tenía que actuar rápidamente si no quería que por azar se descubriera la superchería de su falsa personalidad y se truncara su carrera. La guerra europea le proporcionó la oportunidad que buscaba. Se puso en contacto con un espía alemán, llamado Víctor Pratz, y concertó con los Imperios Centrales un envío regular de armas que aquéllos le pagarían directamente a él, a Lepprince, a través de Pratz. Ni Savolta ni ningún otro miembro de la empresa debían enterarse del negocio; las armas saldrían clandestinamente de los almacenes y los envíos se harían a través de una ruta fija y una cadena de contrabandistas previamente apalabrados. La posición privilegiada de Lepprince dentro de la empresa le permitía llevar a cabo las sustracciones con un mínimo de riesgo. Seguramente Lepprince confiaba en amasar una pequeña fortuna para el caso de que su verdadera personalidad y calaña se vieran descubiertas y sus planes a más largo plazo dieran en tierra.
El negocio marchaba viento en popa, pero los problemas surgían puntuales e indefectibles. Los obreros estaban quejosos: se veían obligados a trabajar en ínfimas condiciones un número muy elevado de horas a fin de producir el ingente volumen de armamento que los acuerdos secretos de Lepprince exigían sin que sus emolumentos experimentaran el alza correspondiente. En suma: querían trabajar menos o cobrar más. Hubo conatos de huelga que, en circunstancias normales, no habrían revestido gravedad, pues Nicolás Claudedeu, que desempeñaba el cargo de jefe de personal con una energía que le había valido el sobrenombre de “El Hombre de la Mano de Hierro”, sabía cómo zanjar semejantes situaciones. Pero Lepprince no podía permitir que Claudedeu interviniera, porque una investigación habría puesto al descubierto sus actividades irregulares. Asesorado por Cortabanyes y por Víctor Pratz, decidió adelantarse al «Hombre de la Mano de Hierro» y contrató a dos matones que sembraron el terror entre los líderes obreristas.
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