Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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– ¿Lo juráis?

– Por Cristo.

Asentí complacido.

– Está bien. El prior cree que meser Leonardo ha ocultado un mensaje secreto en el mural del refectorio.

– ¿Un mensaje secreto? ¿En La Última Cena?.

– El prior sospecha que es algo que vulnera la doctrina de la Santa Iglesia. Una creencia que meser Leonardo bien pudo tomar de uno de los libros que vos le proporcionasteis.

– ¿Cuál? -se impacientó.

– Pensé que vos lo sabríais.

– ¿Yo? El maestro solicitó muchos títulos de nuestra biblioteca.

– ¿Cuáles?

– Fueron tantos… -dudó-. No sé. Tal vez le interesó el De secretis artis et naturae operibus [12]

– ¿De secretis artis?

– Es un raro manuscrito franciscano. Si no me equivoco, debió oír hablar de él a fray Amadeo de Portugal. ¿Lo recordáis?

– El autor del Apocalipsis Nova.

– El mismo. En ese libro, un monje inglés llamado fray Roger Bacon, un célebre inventor y escritor acusado de herejía y encarcelado por el Santo Oficio, daba cuenta de las doce formas distintas que existen para esconder un mensaje en una obra de arte.

– ¿Es un texto religioso?

– No. Es más bien técnico.

– ¿Y qué otro libro pudo servirle de inspiración? -insistí.

Fray Alessandro se acarició el mentón, pensativo. No me pareció nervioso, ni alterado por mis preguntas. Estaba tan servicial como siempre, casi como si mis confesiones sobre Leonardo no lo hubieran afectado en lo más mínimo.

– Dejadme pensar -murmuró-. Tal vez se sirviera de las vidas de los santos de fray Jacobo de la Vorágine… Sí. Ahí podría haber encontrado lo que vos buscáis.

– ¿En las obras del famoso obispo de Genova? -repuse asombrado.

– Lo fue, en efecto, hace ya más de trescientos años.

– ¿Y qué tiene que ver De la Vorágine con el mensaje oculto del Cenacolo?

– Si tal mensaje existe, estos libros podrían contener la clave para descifrarlo -los ojos del escuálido fray Alessandro se cerraron, como si buscara concentración-. Fray Jacobo de la Vorágine, dominico como nosotros, recogió en Oriente cuanta información pudo de las vidas de los primeros santos, así como de las de los discípulos de Nuestro Señor. Sus descubrimientos entusiasmaron al maestro Leonardo.

Arqueé las cejas, incrédulo.

– ¿En Oriente?

– No os extrañéis, padre Leyre -prosiguió-. Los detalles que contiene este libro no son precisamente canónicos.

– ¿Ah no?

– No. La Iglesia nunca aceptaría los grados de parentesco que fray Jacobo asegura que tuvieron los Doce entre sí. ¿Sabíais, por ejemplo, que Simón y Andrés eran hermanos? Tal vez eso explique que Leonardo los haya pintado gemelos en el refectorio.

– ¿De veras?

– ¿Y sabíais que De la Vorágine afirmó que a Santiago muchos lo confundían en vida con el mismísimo Cristo? ¿Y no habéis visto el enorme parecido que tiene con Jesús en el Cenáculo?

– Entonces -dudé-, Leonardo leyó esta obra.

– Debió de ser más que eso. La estudió a fondo. Y por lo que sugerís, lo hizo con más interés que el opúsculo de Roger Bacon. Podéis creerme.

Fray Alessandro suspendió ahí nuestra última conversación. Por eso, cuando escuché a los discípulos del toscano decir que el bibliotecario se había visto con Leonardo aquella misma noche, me estremecí. Su fortuita indiscreción no sólo confirmaba que el bibliotecario me había ocultado algo tan importante como su amistad con Leonardo, sino que quien creía que era mi único amigo en Santa Maria me había delatado. Pero ¿por qué?

22.

Busqué al bibliotecario por todas partes. En su pupitre descansaban aún los dos tomos del obispo De la Vorágine que me había mostrado la tarde anterior. Repujados en letras grandes destacaban el nombre del autor y el título latino del libro: Legendi di Sancti Vulgari Storiado. Del otro libro, sin embargo, el de las artes secretas del padre Bacon, no había ni rastro. Si fray Alessandro lo custodiaba en su colección, debía de tenerlo a buen recaudo.

¿Eran imaginaciones mías o el bibliotecario había pretendido desviar mi atención de aquel tratado? ¿Por qué?

Las preguntas se acumulaban. Necesitaba que fray Alessandro me explicara algunas cosas. Sin embargo, por más que lo reclamé en la iglesia, en la cocina o en el edificio de las celdas, nadie supo darme cuenta de su paradero. Tampoco pude insistir demasiado. Con la creciente marea de gente que se arrimaba a Santa Maria para ver de cerca la comitiva fúnebre, no era difícil perder de vista al bibliotecario. Sabía que antes o después me lo toparía de bruces y que entonces me aclararía qué demonios estaba pasando allí.

A eso de las diez de la mañana, la plaza situada frente a la iglesia y todo el camino que separaba Santa Maria del castillo estaban ocupados por una muchedumbre silenciosa. Todos vestían sus mejores galas, y venían provistos de velas y palmas secas que agitarían al paso del féretro de la princesa. No cabía un alfiler en el recorrido. En la iglesia, en cambio, la entrada se había restringido a los invitados y embajadas por expreso deseo del dux. Bajo la tribuna se había erigido una tarima revestida de terciopelo y cruzada de cordones de oro terminados en borlas, en la que el Moro y sus hombres de confianza entonarían sus oraciones. Toda el área estaba bajo la protección de la guardia personal del duque y sólo los monjes de Santa Maria gozábamos de cierta libertad para entrar y salir de ella.

Me dirigí hacia la zona noble de la iglesia no tanto con la esperanza de encontrarme con fray Alessandro como con la idea de ver por primera vez al maestro Leonardo. Si sus ayudantes habían abierto el refectorio esa mañana, era probable que su mentor no anduviera muy lejos de allí.

Mi instinto no falló.

Al toque de las once, un repentino revuelo alteró la calma del templo de Santa Maria. La puerta principal, situada bajo el óculo más grande de todos, se abrió con gran estruendo. Las trompetas del exterior bramaron anunciando la llegada del Moro y su séquito. El aviso arrancó una muda ovación entre los fieles a los que se les había permitido el acceso. Fue entonces cuando una docena de hombres de rostro severo y miradas vacías, cubiertos con largas capas y adornos de piel negra, se adentraron con paso marcial rumbo a la tribuna. Ahí lo vi. Aunque cerraba el grupo, el maestro Leonardo destacaba como Goliat entre los filisteos. Pero no fue su altura lo único que llamó mi atención. El toscano, a diferencia de los brocados de piedras preciosas y mantos de seda que vestían el resto de los caballeros, iba cubierto de blanco de pies a cabeza, lucía unas barbas largas, rubias y bien recortadas que le caían lacias sobre el pecho, y mientras caminaba miraba a uno y otro lado, como si buscara rostros conocidos entre la concurrencia. Bien vista, su figura parecía la de un fantasma de otra época. Y comparada con la del Moro, que iba tres pasos por delante, la piel oscura y los cabellos como el betún cortados a tazón del dux eran lo opuesto al perfil solar del gigante. Todo el mundo reparaba en él. Los gonfalonieros, los portaestandartes de las diferentes casas reales que habían acudido al sepelio, percibían antes su presencia que la del propio Ludovico. Y, sin embargo, el toscano parecía vivir ajeno a todo ello.

– Sed bienvenidos a la casa del Señor -los recibió desde el altar el prior Bandello, rodeado de monjes ataviados para la ocasión. Junto a él se encontraban el arzobispo de Milán, el superior de los franciscanos y una docena de clérigos de la corte.

El Moro y su séquito se persignaron y se situaron sobre la tarima reservada para ellos, casi al tiempo que el grupo de músicos con el blasón de los Sforza penetraba en el templo anunciando la llegada del féretro.

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