Javier Sierra - La cena secreta

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Fray Agustín Leyre, inquisidor dominico experto en la interpretación de mensajes cifrados, es enviado a toda prisa a Milán para supervisar los trazos finales que el maestro Leonardo da Vinci está dando a La Última Cena. La culpa la tiene una serie de cartas anónimas recibidas en la corte papal de Alejandro VI, en las que se denuncia que Da Vinci no sólo ha pintado a los Doce sin su preceptivo halo de santidad, sino que el propio artista se ha retratado en la sagrada escena, dando la espalda a Jesucristo.

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– Decídmelo vos, padre.

– Está bien. Al parecer, se trata del momento descrito por el Evangelio de Juan en el que Jesús anuncia a los discípulos que uno de ellos va a traicionarlo. El Moro y Leonardo eligieron el pasaje con sumo cuidado.

– «Amen dico vobis quam unum vestrum me traditus est» (Juan 13.) -recité de memoria.

– «Uno de vosotros me traicionará.» Exacto.

– ¿Y qué veis de raro en ello?

– Dos cosas -aclaró-: primero que, a diferencia de las Últimas Cenas clásicas, no escogiera el momento de la institución dé la eucaristía para este mural, y segundo… -dudó-, aquí el traidor no parece Judas…

– ¿Ah no?

– Mirad el mural, cielo santo -apremió Benedetto-. Sólo me queda un ojo, pero veo claramente que el que quiere traicionar a Cristo, incluso el que quiere matarlo, es san Pedro.

– ¿Pedro? ¿San Pedro, decís?

– Sí, Simón Pedro. Ese de ahí -insistió el tuerto, señalándomelo entre la docena de rostros-. ¿No veis cómo esconde una daga a su espalda y se prepara para agredir a Cristo? ¿No veis cómo amenaza a Juan colocándole la mano en el cuello?

El anciano susurraba sus acusaciones con vehemencia, como si llevara tiempo examinando en secreto la disposición de aquellas figuras y hubiera alcanzado conclusiones que se escapaban al común de los mortales. El prior, a su lado, asentía con algún recelo:

– ¿Y qué me decís, precisamente, de ese apóstol Juan? -Su énfasis me alertó-. ¿Habéis visto cómo lo ha pintado? Imberbe, con manos finas y cuidadas, con rostro de Madonna. ¡Si parece una mujer!

Sacudí la cabeza, incrédulo. El rostro de Juan no estaba terminado. Sólo se intuía el boceto de unos rasgos dulces, redondeados, casi de adolescente.

– ¿Una mujer? ¿Estáis seguro? En la cena de los Evangelios no se sentó ninguna a la mesa…

– Veo que empezáis a comprender -respondió Bandello más sereno-. Por eso urge resolver este acertijo. La obra de Leonardo encierra demasiados equívocos. Demasiadas alusiones veladas. Sabe Dios cuánto me placen los enigmas, el arte de esconder información en lugares reales o pintados, pero éste se me escapa.

Noté cómo el prior se contenía.

– Claro que -añadió sin esperar respuesta-, todavía es pronto para que apreciéis todos los matices del problema. Volved aquí cuando queráis. Aprovechad las ausencias del pintor para ello. Sentaos a admirar su mural y tratad de descifrarlo por partes, tal como nosotros hemos hecho. En unos días os invadirá la misma desazón que nos domina. Este mural os obsesionará.

Y diciendo esto, el prior hurgó entre su manojo de llaves buscando la adecuada. Una grande y pesada, de hierro, con tres guardas en forma de cruz latina.

– Quedáosla. Existen sólo tres copias. Una la tiene Leonardo, y a menudo la presta a sus aprendices. Otra la guardo yo, y la tercera la tenéis ahora en vuestras manos. Y disponed de Benedetto o de mí si precisáis cualquier aclaración.

– Sin duda -añadió el tuerto-, os seremos de más ayuda que el bibliotecario.

– ¿Puedo preguntaros qué esperáis de este inquisidor que ahora está a vuestro servicio?

– Que encontréis una interpretación total y convincente para la Cena. Que identifiquéis, si existe, ese libro en el que dijo haberse basado. Que determinéis si es o no un texto herético como aquel Apocalipsis Nova, y de serlo, que lo detengáis.

– A cambio -sonrió el prior, os ayudaremos con vuestro enigma. Que, por cierto, todavía no nos habéis dicho cuál es.

– Busco al hombre que escribió estos versos. Y diciendo eso, les tendí una copia de «Oculos ejus dinumera…

20.

Bernardino casi no se atrevía a mirar por encima del caballete. Aunque ya no era un adolescente y había superado de lejos el umbral de los treinta, esa clase de trabajos lo ponían nervioso. Jamás conoció mujer, tal vez era el único del gremio que no lo había hecho, y a Dios juró que nunca lo haría. Se lo había prometido también a su padre nada más cumplir los catorce, y aun antes a su maestro al ingresar como aprendiz en la bottega más prestigiosa de Milán. Sin embargo, ahora se arrepentía. Y es que la hija de los Crivelli llevaba dos semanas poniendo a prueba su débil naturaleza. Desnuda, con sus rizos de oro cayéndole por los costados, erguida en el borde del sofá y con su mirada azul clavada en el techo, aquella condesita de dieciséis años era la viva imagen del deseo. Cada vez que abandonaba su mueca de ángel y clavaba sus ojos en él, Bernardino se sentía morir.

– Maestro Luini -la voz de donna Lucrezia le habló en sordina, como si también ella se le insinuara-, ¿cuándo creéis que estará el retrato de la niña?

– Pronto, señora condesa. Muy pronto.

– Recordad que el plazo de nuestro contrato expira la semana que viene -insistió.

– Bien que lo sé, señora. No existe en mi vida fecha tan presente como ésa.

La madre de la Afrodita vigilaba a menudo las sesiones de Posado. No es que desconfiara de Bernardino, un hombre de reputación intachable al que rara vez se le veía trabajar fuera de un convento, pero había oído tanto sobre la voracidad de los canónigos y hasta de la del propio Papa, que no estimaba de más supervisar aquellas veladas. Además, Bernardino era un varón de gran atractivo, tal vez algo afeminado, y el único gentilhombre al que su marido dejaba entrar en casa sin temer por su honor. El conde tenía sobradas razones para recelar: los rumores de una relación sentimental entre su bellísima esposa y el dux llevaban tiempo en boca de todos. Lucrezia era la deseada. La mujer liberada a la que toda novedad le excitaba. Y Elena, su hija, se perfilaba ya como su digna sucesora.

– ¿Verdad que es hermosa? -observó con orgullo la condesa-. Esas manzanas que tiene por pechos, tan firmes, tan duras… No os podéis imaginar, maestro, cuántos hombres han enloquecido por ellas.

«¿Enloquecido?» El pintor contuvo a duras penas el temblor del pincel. Su tela ya recogía casi todos los detalles del cuerpo de Elena: aunque la había imaginado con cabellos más oscuros y largos, una cascada de éstos acariciaba su vientre hasta tapar aquel maravilloso rincón de placeres a los que el artista había renunciado.

– Lo que no entiendo, maestro, es por qué habéis elegido el tema de la Magdalena para retratar a mi hija, precisamente ahora. Es como si quisierais llamar la atención del Santo Oficio. Además, todas las Magdalenas son mujeres afligidas, tétricas. Y no se qué me parece esa horrible calavera entre sus manos…

Bernardino depositó el pincel sobre la paleta y se volvió hacia donna Lucrezia. La luz de la tarde iluminaba su diván, dando relieve a formas que le resultaban vagamente familiares: las mechas rubias y sinuosas eran idénticas a las de Elena; los pómulos marcados, exactos, los mismos labios húmedos y carnosos.

Y otros pechos grávidos latían bajo un corpiño ajustadísimo de tela holandesa. Viéndola allí tumbada podía entender el apetito desmedido del Moro por semejante beldad. Hasta era lógico que su parloteo sobre la Inquisición le pasara desapercibido.

– Condesa -dijo-, os recuerdo que vos disteis libertad a meser Leonardo para que dispusiera el tema y os enviara al discípulo de su elección.

– Sí. Es una lástima que el maestro esté tan ocupado con ese dichoso Cenacolo.

– ¿Qué puedo deciros yo? Meser me pidió que os pintara una Magdalena, y eso hago. Además, viniendo de él, el tema elegido debería enorgullecer a vuestra familia.

– ¿Enorgullecer? ¿No fue María Magdalena una puta? -exclamó-. ¿Por qué no ha podido encargar un retrato al natural como el que vuestro maestro pintó para mí? ¿Por qué insistir en estigmatizar a mi familia con una sombra que lleva siglos persiguiéndonos?

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