Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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Se volvió a sentar tras el escritorio. Notaba cierto malestar en el estómago que se debía a esa carta que le había entregado su mujer. El Círculo le avisaba de que su nombre había aparecido entre los papeles encontrados en Frankfurt. Aquellos idiotas no habían hecho bien su trabajo. ¿Cómo era posible que no se hubieran asegurado de que no quedara ni un resto entre los documentos quemados?

La Interpol llevaba años pisándole los talones y desde hacía meses el Centro de Coordinación Antiterrorista de la Unión Europea también había puesto los ojos en él. Sí, tenía que tener cuidado pero no podía quedarse quieto; además, sus hombres le perderían el respeto si vieran que tenía miedo.

* * *

A monseñor Pelizzoli no le sorprendió que Ovidio hubiera regresado al Vaticano. En cuanto le llamó desde el aeropuerto de Fiumicino pidiendo permiso para quedarse unos días en Roma y trabajar desde su antigua oficina, el obispo había comprendido que el jesuita había decidido afrontar el reto de desentrañar el caso; pero seguramente, pensó, habría algo más, ya que Ovidio Sagardía atravesaba una crisis que no sabía cómo acabaría.

Cuando el sacerdote entró en su despacho le recibió como si se hubieran visto el día anterior. Ovidio le explicó los pormenores de su viaje a Bruselas y su decisión de no viajar a Belgrado.

– No tiene sentido que me presente en Belgrado a preguntar por Karakoz. Si voy, tiene que ser clandestinamente. De otra manera lo único que haré será perder el tiempo.

– ¿Clandestinamente? Explícate -le pidió asombrado el obispo.

– Sí, quizá podría conseguir alguna información sobre Karakoz si paso inadvertido y me quedo una temporada en Belgrado; pero aun así tampoco tengo claro que lo que pueda obtener merezca la pena. Interpol y el Centro tienen medios adecuados para seguir los pasos del personaje; de hecho, saben cuándo se mueve y adónde va, de manera que mi primera idea de ir a Belgrado la he desechado.

Al obispo no le sorprendió el razonamiento de Ovidio Sagardía; al fin y al cabo era jesuita, y los jesuitas habían sido la avanzadilla de la Iglesia en los lugares más remotos; más que eso, muchos habían vivido vidas clandestinas en su afán de propagar y defender el Evangelio. Pensó en el jesuita Miguel Agustín que en los años veinte del siglo pasado había vivido en el México anticlerical de entonces bajo diversas apariencias: mendigo, barrendero, mecánico… Otro jesuita, Edmund Campion, había predicado clandestinamente en la Inglaterra de la Reforma allá por 1581.

– Bien, ¿qué propones? -preguntó el obispo interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

– Creo que debería quedarme unos días; en Bilbao no dispongo de los medíos suficientes para buscar los porqués a este caso.

– Tú decides, Ovidio, haz lo que creas necesario. ¿Has avisado al padre Aguirre? No, aún no lo he hecho; he venido directamente desde el aeropuerto.

– Bien, pero no se te olvide hacerlo. ¿Dónde te quedarás?

– Aún no lo sé.

– Puedes quedarte aquí…

– Lo pensaré más tarde. Ahora quisiera buscar en nuestros archivos y en nuestro centro de documentación… no me parece que esas palabras salvadas del fuego se correspondan con la manera de pensar de los islamistas, pero supongo que el padre Domenico lo sabe mejor que yo.

– ¿Qué es lo que estás pensando?

– Pues que hay algo extraño en todo esto, algo que hasta el momento no alcanzamos a ver aunque lo tenemos delante de las narices.

– Dime qué crees que es.

– ¡No lo sé! Pero esas frases… he estado releyendo el Corán, he buscado algunos textos de pensadores árabes, y ése no es el estilo de ellos, su manera de expresarse.

– Pero en el Centro Antiterrorista no tienen la menor duda de que el atentado de Frankfurt es obra del Círculo. El señor Panetta y el señor Lucas lo dejaron muy claro y, además, el Círculo revindicó el atentado. Lo hace siempre.

– Yo tampoco tengo dudas de que haya sido el Círculo, pero… no sé, intuyo que hay más, mucho más. Por eso le pido permiso para quedarme un tiempo, espero que poco, porque aunque no lo crea añoro la vida que he comenzado en Bilbao. Y mis compañeros son extraordinarios.

– Haz lo que creas que es mejor para sacar adelante el encargo que te hemos hecho, hijo mío. No te limites, no te pongas fechas, que no te angustie el tiempo.

– Espero no tener que quedarme demasiados días.

– Bien, llamaré a Domenico.

– Gracias.

– ¿Continúas teniendo reticencias respecto a Domenico?

– En absoluto, sabe que le aprecio aunque tenemos maneras diferentes de trabajar.

– Sí, las tenéis. Un jesuita y un dominico… pero ambos igualmente eficaces al servicio de la Iglesia.

A Ovidio Sagardía le había costado tiempo y paciencia llegar a entenderse con Domenico Gabrielli, un hombre tan cauto y desconfiado como meticuloso y obsesivo con el trabajo. En su opinión, a Domenico le faltaba imaginación; claro que Domenico pensaba que a Ovidio precisamente era lo que le sobraba: imaginación.

– Monseñor, ¿puedo ocupar mi antiguo despacho?

– Me temo que no. Hemos remodelado la sección, pero diré que te busquen un lugar adecuado para que trabajes el tiempo que estés aquí.

– Gracias -respondió Ovidio con sequedad y cierto fastidio. En realidad le molestaba que su despacho hubiera dejado de serlo.

– No te contraríes por lo del despacho.

– No, en absoluto.

– ¡Vamos, a mí no me puedes engañar! Te has ido, y nosotros debemos continuar.

– Lo entiendo, monseñor, lo entiendo.

– Me alegro de que así sea. Y ahora, ¡a trabajar!

El obispo mandó llamar a Domenico. Sabía que necesitaba respaldar al jesuita frente al dominico, sobre todo porque éste no entendía a Ovidio, y mucho menos podía intuir su crisis. Para Domenico no cabían vacilaciones en un sacerdote, porque para él no había nada más sublime que el servicio a la Iglesia; se sentía un privilegiado por ello y daba gracias a Dios todos los días porque le hubiera iluminado para hacerse sacerdote. También se sentía un privilegiado por desempeñar su función en el Vaticano, en aquella tercera planta donde se analizaba cuanto sucedía en el mundo y los efectos que pudieran tener esos sucesos en la Iglesia.

Durante una hora el obispo moderó el encuentro entre Ovidio y Domenico; luego les pidió que unieran esfuerzos porque era mucho lo que estaba en juego.

Cuando se quedaron solos, Ovidio notó en la mirada de Domenico que no terminaba de entender por qué había vuelto. En realidad ní él mismo lo sabía; últimamente se dejaba llevar demasiado por sus impulsos, aunque la influencia del padre Aguirre había sido determinante. Su maestro le había situado ante la realidad que él trataba de esquivar, y en esa realidad estaba resolver ese asunto pendiente que tenía que ver con un atentado de terroristas islámicos en Frankfurt.

14

El joven caminaba con paso apresurado por una de aquellas calles empinadas que conducen al corazón del Albaicín. Alto, musculoso, con el cabello rizado y los ojos negros como el carbón, intentaba pasar inadvertido temiendo que alguien le reconociera. Por eso había elegido la noche para acercarse a la casa de la familia Amir. Esperaba que Mohamed se encontrara allí y le tranquilizaba saber que a esa hora Darwish, el cabeza de familia, estaría trabajando en la obra. Temía a Darwish porque recordaba cómo en el pasado les recriminaba su comportamiento tanto a él como a su propio hijo. En realidad, Darwish hizo cuanto pudo por romper su amistad con Mohamed; por eso había enviado a su hijo a Frankfurt.

Ali se había enterado del regreso de Mohamed por un amigo que continuaba yendo por el Palacio Rojo y había escuchado a Paco contar que había vuelto «el morito alemán». Claro que se había llevado una sorpresa cuando Omar le había enviado recado de que quería verle con urgencia. Ver a Omar no era fácil; resultaba un gran honor, porque era el máximo representante del Círculo en España y nunca hablaba con los simples muyahidin como él.

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