– Vamos a tener que llamar de verdad a la policía -dijo Javier-, porque ese tipo puede ser un loco.
– Sí, hay que estarlo para perseguir a un grupo de chicas que se reúnen en un despacho a rezar -añadió Alberto.
– Es un fanático. Lo que no sé es hasta dónde está dispuesto a llegar.
Se quedaron mirando a Laila sorprendidos porque ésta había expresado lo que todos ellos pensaban pero no se atrevían a decir para no ofenderla.
– Bueno, pues lo mejor es que pongamos una denuncia-insistió Javier- y ya veremos quién es y qué pasa.
– Yo sé quién es -afirmó Laila.
– ¿Que sabes quién es? ¿Y por qué no nos lo has dicho? -quiso saber Carmen.
– No es que sepa cómo se llama, pero le he visto por el Albaicín. Va con un grupo de chicos que… en fin, son todos unos fanáticos.
– Pues entonces deberíamos tener cuidado -dijo Paula preocupada-, no vaya a ser que un día de éstos nos den un susto.
– Lo mejor será que me busque otro lugar donde reunirme con mis alumnas. De esa manera os dejarán de molestar.
– ¡Pero qué tontería! -terció Javier.
– No, no es ninguna tontería. Habéis sido muy generosos conmigo, pero no quiero que tengáis problemas por mi culpa. Esto no tiene nada que ver con vosotros, de manera que me buscaré un piso barato para montar mi madrasa.
– ¡De eso nada! -dijo Paula-. No te vamos a dejar sola; si es un fanático que le detengan, tú no estás haciendo nada malo. Es él quien os quiere amedrentar.
– Creo que deberías consultar con alguien lo que está pasando y ver si ese chiflado es un peligro o sólo va de farol -argumentó Alberto.
– Mi padre conoce al delegado del Gobierno. Quizá pueda preguntarle qué se hace en estos casos -afirmó Paula.
– Bueno, olvidémonos de ese cretino y vamos a tornar una copa por ahí, que para eso hemos trabajado duro esta semana.
Decidieron aparcar el problema, tal y como proponía Javier. A pesar de estar preocupada, Laila decidió acompañar a sus amigos para olvidarse de la discusión con su hermano.
Darwish abrió la puerta de su casa con gesto cansado. Trabajaba toda la noche como vigilante de una obra, lo que, a su edad, era mejor que estar subido a los andamios, pero aun así estaba agotado.
Se dirigió a la cocina seguro de encontrar a su mujer preparando el desayuno. Laila estaría durmiendo porque era sábado y no trabajaba; también él tenía dos días de descanso por delante.
Cuando entró en la cocina su esposa estaba ensimismada preparando café, y ni se dio cuenta de su presencia.
– ¡Hola, mujer!
La mujer se volvió, nerviosa, y Darwish leyó en su mirada miedo.
– ¿Qué sucede? -preguntó alarmado.
– Nada, nada, ha llegado Mohamed. Ahora duerme con su mujer y los niños, pero si quieres le aviso…
– ¿Mi hijo? Pero… ¿cuándo?
– Llegó ayer por la tarde, y… bueno, ya te contará él, se ha casado con la hermana de Hasan, la esposa de Yusuf…
– Pero ¿qué dices, mujer? Explícamelo bien, que no te entiendo.
– Yusuf ha muerto… al parecer; bueno, nuestro hijo te lo contará. El caso es que se ha casado con su esposa y ahora tenemos dos nietos.
Darwish se quedó mirando a su mujer extrañado por su nerviosismo y su falta de alegría ante la llegada de su hijo. Hablaba de él como si de un extraño se tratara.
– ¿Qué pasa, mujer?
– Nada, ¿qué me va a pasar?
– Estoy cansado, tengo sueño, llego a nuestra casa, me anuncias que ha llegado nuestro hijo y me lo dices como si de una desgracia se tratara, ¿por qué? ¿Tanto te disgusta que se haya casado? Sí, debería haberme pedido permiso, pero si ha desposado a la hermana de Hasan… bueno, para nosotros es un honor, y Mohamed nos explicará por qué lo ha hecho sin avisar.
– Sí, claro. ¿Tienes hambre?
– Un poco, pero prefiero descansar. Tomaré un vaso de leche con algo dulce y me iré a dormir un rato, pero despiértame en cuanto se despierte mi hijo. ¿Y Laila?
– Duerme.
– Ya, pero ¿ha visto a su hermano?
– Anoche.
– ¿No me vas a decir nada más?
Darwish se estaba irritando por la actitud de su mujer. No entendía por qué estaba tan cariacontecida, ni el nerviosismo que delataban sus movimientos y la mirada perdida. Era una buena mujer y había sido una madre excelente, volcada en el cuidado de sus dos hijos. Ella también había trabajado duro fuera del hogar limpiando las viviendas de familias burguesas de la ciudad, lo que sin duda había contribuido a la economía de su casa y a que sus dos hijos pudieran estudiar una carrera.
Se sentó y suspiró. Esperaría a hablar con Mohamed y a conocer a su esposa. Estaba demasiado cansado para hacer caso al estado de ánimo de su propia mujer.
No se despertó hasta las dos de la tarde. Le costaba abrir los ojos por el cansancio, pero su mujer le instaba a levantarse, recordándole que estaba en casa Mohamed.
– Dame unos minutos para asearme. ¿Dónde está mi hijo?
– Están en la sala y ya es hora de comer.
– ¿Por qué no me has avisado antes?
– Mohamed me ha pedido que te dejara descansar…
– ¿Y Laila?
– Salió esta mañana; estará al llegar.
– Bien, comeremos todos juntos. Espero que te hayas esmerado; hace dos años que no vemos a nuestro hijo.
– He preparado cuscús de cordero, sé que os gusta a todos. Cuando Darwish entró en la sala apenas tuvo tiempo de mirar a su hijo porque éste le abrazó de inmediato.
Fátima les observaba de pie en un rincón, junto a sus hijos.
Darwish le dio la bienvenida a la familia y saludó a los niños intentando hacerse a la idea de que eran sus nietos y como tal les debía de tratar a partir de ese momento.
Preguntó por Laila y su mujer, nerviosa, le indicó que aún no había regresado.
– La esperaremos, no tardará. Los sábados siempre comemos juntos; es uno de los pocos días que tú hermana no trabaja.
– De mi hermana deberíamos hablar -sentenció Mohamed ante la mirada preocupada de su madre.
– ¿De Laila? ¿Por qué? -preguntó Darwish intuyendo la respuesta.
– No lleva hiyab , y por lo que ella misma me ha contado, ha abierto una escuela donde enseña el Corán. Estoy avergonzado.
– ¿Avergonzado? Tu hermana no hace nada de lo que debas avergonzarte -respondió Darwish-. Es impetuosa, pero una buena creyente y jamás se ha desviado de la senda del Corán… Pero ya hablaremos de Laila más tarde; ahora, hijo, cuéntame de ti y… de tu esposa e hijos, y dame noticias de Frankfurt. Debes saber, Fátima, que tenemos a tu hermano Hasan por nuestro guía y es un honor que tú hayas unido a las dos familias.
Mohamed ordenó a su esposa que se fuera con los niños a la cocina a ayudar a su madre para quedarse a solas con su padre. Cuando los dos hombres se sentaron frente a frente, sin testigos, Mohamed relató minuciosamente a su padre todos los pormenores del suceso de Frankfurt.
Darwish sentía cada palabra de su hijo como un puñal en las entrañas. Una cosa era participar de las ideas del Círculo, proteger a sus miembros, soñar con que algún día el islam sería la religión de todos y los cristianos no tendrían más remedio que convertirse -de hecho, en Granada cada vez eran más los españoles que apostataban para convertirse en musulmanes-, pero lo que su hijo le estaba reconociendo era que él se había convertido en un muyahid dispuesto a matar y a morir y, lo más sorprendente, que había participado en el atentado en el cine de Frankfurt, donde habían muerto treinta personas, y que también estaba en aquel apartamento de Frankfurt donde el grupo de muyahid in había tenido que sacrificarse ofreciéndose en martirio para que la policía no les detuviera. Sabía que Yusuf había muerto, pero no imaginaba la presencia de su hijo. Sólo Mohamed se había salvado para poder destruir unos papeles que aseguraba haber hecho añicos y después quemado.
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