– ¿Y mi hermana?
Su madre le soltó y dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo, como sí de repente le hubieran abandonado las fuerzas. -Tu hermana está bien, ella no tardará en llegar.
Mohamed recordó que Hasan le había advertido sobre su hermana, pero ¿por qué? Decidió preguntárselo más tarde a su madre, ahora tenía que presentarle a Fátima y a los niños.
– Madre, me he casado, tengo esposa e hijos.
– Pero ¿cuándo te has casado? ¡A tu padre no le gustará que lo hayas hecho sin su permiso!
– Mi esposa es la hermana pequeña de Hasan. Fátima estaba casada con Yusuf y él… bueno, ha muerto como un mártir. Hasan me ha hecho el honor de aceptarme en su familia dándome a su hermana. Tiene dos hijos que ahora son mis hijos y serán tus nietos. Te ocuparás de Fátima y de ellos…
Su madre le miró a los ojos y se dio cuenta de lo mucho que había cambiado su hijo.
La diferencia, lo supo de inmediato, es que había perdido la inocencia.
Ya no era el joven idealista, confiado en un futuro mejor. En sus ojos se reflejaba angustia y miedo, pero también determinación.
– Tu esposa será mi hija, y sus hijos serán mis nietos, y espero que pronto tengas los tuyos propios para alegrar mi vejez. ¿Dónde están?
– Me esperan en el coche, lo he dejado en la plazuela. Ahora les traigo.
Fátima se preguntaba cómo la recibiría su suegra. Confiaba en que ser hermana de Hasan le serviría para que la trataran con tanto respeto y deferencia como lo hacían los miembros de la comunidad en Frankfurt, pero no estaba segura del todo.
Su suegra la abrazó, besó con afecto a los niños e invitó a pasar a todos.
– Estaréis cansados del viaje y seguro que tenéis hambre. Esperaremos a que llegue Laíla y cenaremos juntos. Mientras, os enseñaré dónde os podéis instalar. Mohamed y tú podéis ocupar su antiguo cuarto, y al lado hay otro pequeño que utilizamos como trastero, pero que servirá para los niños.
– Mientras los instalas iré a ver a mi padre; dime dónde está esa obra.
– No, es mejor que aguardes a mañana. A tu padre no le gusta que le molestemos mientras trabaja, salvo que sea por extrema necesidad.
Mohamed no protestó. Sabía que su madre tenía razón. Su padre podía enfadarse si se presentaba de improviso en su trabajo. Era un hombre discreto y cumplidor, que procuraba pasar inadvertido.
Descargó el equipaje y aleccionó una vez más a los pequeños para que se portaran bien.
– Mi padre -les dijo- es un hombre justo, pero no duda en utilizar el cinturón si es necesario. No le gustan los gritos, ní que se corra por la casa. No manchéis nada, y nada de hablar si no os preguntan.
Los pequeños asintieron asustados. Notaban el nerviosismo de su madre ante aquella mujer mayor que era la madre de Mohamed, su nuevo padre. Granada también se les antojaba una ciudad extraña, diferente del Frankfurt donde ellos habían nacido.
Una hora después, ya de noche, se abrió la puerta de la calle y escucharon unos pasos rápidos sobre las baldosas de barro cocido.
Laila entró en la sala principal y soltó un grito alegre mientras se abrazaba al cuello de su hermano.
– ¡Tú aquí! ¡Qué alegría! ¡Hoy es un gran día! ¿Por qué no has avisado de tu llegada?
Mohamed escuchó sonriendo el parloteo de su hermana y sintió una oleada de cariño hacia ella. Quería muchísimo a Laila; su hermana tenía sólo tres años más que él; había sido su confidente cuando eran pequeños y le había cubierto las espaldas en sus travesuras para que su padre no utilizara el cinturón con él. Pequeña, rebelde y valerosa, siempre dispuesta a ayudar a los más débiles, incluidos todos los perros y gatos abandonados que se cruzaba por el Albaicín y que terminaban encontrando acomodo en el patio trasero, para desesperación de su madre y enfado de su padre.
Laila era menuda, como su madre, con grandes ojos de color castaño oscuro, el cabello negro y la piel blanquísima. No era una belleza, pero tenía tanta fuerza y determinación en la mirada que era difícil no rendirse ante lo que quería.
A Mohamed le sorprendió verla con el cabello descubierto, vestida con una falda y un jersey como cualquier chica occidental, pero no dijo nada: estaba demasiado contento para iniciar una discusión con su hermana, y al fin y al cabo estaban en casa, donde nadie podía verla.
Su madre sirvió la cena en la sala y durante un buen rato hablaron de banalidades; Mohamed estaba deseando saber del trabajo de su padre, de sus antiguos amigos, de los cambios en Granada, de la situación política en España.
Saboreaba uno de los dulces preparados por su madre cuando preguntó a su hermana por los estudios.
– He acabado Derecho, soy abogada.
– Bueno, no me extraña, siempre te ha gustado defender a todo el mundo -respondió Mohamed.
– Incluido a ti -replicó Laila.
– Sí, es verdad, siempre fuiste una buena hermana -reconoció con afecto Mohamed-. ¿Trabajas?
– Sí, en la universidad, en el departamento de Derecho Internacional. Soy una de las ayudantes del catedrático. No me pagan mucho, pero sí lo suficiente para ser independiente. También colaboro con un despacho que montaron unos amigos de la facultad cuando acabaron la carrera.
– ¡Así que eres toda una abogada! -exclamó Mohamed con orgullo.
– Sí, soy abogada -afirmó Laila sonriendo a su hermano. -He visto que no llevas hiyab .
– No me lo pongo, aunque en algunas ocasiones he pensado hacerlo para que algunas mujeres estén más tranquilas; bueno, no ellas sino sus familias. Puede que así no desconfíen tanto y pueda seguir enseñándoles.
– ¿Enseñándoles? ¿Qué?
El nerviosismo de su madre le alarmó tanto como intuir en la mirada de su hermana un brillo desafiante.
– Les enseño el Corán. Rezamos, hablamos sobre el verdadero significado del Corán. He abierto una pequeña madrasa para mujeres. Bueno, en realidad para todo el mundo, pero por ahora sólo he conseguido que vengan algunas mujeres. Los musulmanes aún sois muy machistas para aceptar que una mujer dirija el rezo y enseñe el Sagrado Corán.
Mohamed se puso en pie rojo de ira y descargó el puño sobre la mesa haciendo caer la jarra con el agua.
– ¡Pero tú no puedes hacer eso! ¡Es una profanación!
Laila le miraba sin inmutarse, sin hacer caso de la reacción violenta de su hermano.
– ¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice? ¿Dónde está escrito que no puedo enseñar y dirigir los rezos? Dime en qué lugar del Corán se prohíbe que lo haga.
La miró desolado. Había estudiado a fondo el Libro Sagrado cuando gracias a Hasan pudo ir a Pakistán a prepararse como un buen creyente para convertirse en un soldado de Alá. Su hermana blasfemaba tomando un papel que le estaba vedado a las mu jeres.
– Eres una mujer.
– Lo sé. Soy una mujer y estoy orgullosa de serlo, no hay nada impío en ser una mujer. Soy una mujer y Alá me ha hecho igual de inteligente, o acaso más, que a muchos hombres. Soy creyente y llevo años estudiando el Corán. Sé que puedo enseñar y dirigir los rezos de otros creyentes. Sé que no hay nada malo en ser mujer, que no soy más que tú, pero tampoco menos.
– ¡Estás loca! -gritó Mohamed ante las miradas temerosas de su madre y su esposa.
– Eso dice papá -respondió Laila sin levantar la voz-, pero yo creo que sois vosotros los que estáis equivocados. O el islam se adapta al siglo XXI o habremos fracasado.
– ¿Fracasado? ¿Quiénes habremos fracasado?
– Nosotros, los creyentes. No podemos continuar mirando al pasado; el mundo cambia cada segundo y no hay vuelta atrás. Otras religiones, aunque a regañadientes, lo han tenido que aceptar. Lo importante es el espíritu, no la letra. Creo que hay un Dios, la vida no tendría sentido sin Dios, y los seres humanos, desde el principio de los tiempos, hemos intuido a Dios y le hemos interpretado a nuestra manera, incluso le hemos manipulado en función de intereses terrenales. Lo importante no es sólo que Mahoma asegurara que se le había aparecido el arcángel Yibril, lo importante es que supo unir a los árabes y canalizar nuestra espiritualidad enseñándonos que hay un solo Dios, alejándonos de ídolos importados de otras latitudes. Él interpretó a Dios a su modo, como los cristianos interpretan a su Dios al suyo, o los judíos hacen otro tanto. Interpretamos a Dios según nuestra cultura, el medio en que hemos nacido, en el que nos hemos desenvuelto, pero Dios es el mismo, y desde luego lo que es una monstruosidad es matar en nombre de Dios.
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