Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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– Ha venido Itziar a echar una mano -explicó el padre Mikel-, ya sabes cómo es de servicial. Se ha presentado diciendo que quería poner esto decente para que el nuevo cura no se asustara y se marchara.

– Itziar se encarga de Cáritas en la parroquia; es una mujer muy buena y muy dispuesta, y una cocinera extraordinaria -añadió el padre Aguirre.

El padre Santiago aún no había llegado aunque, según explicó el padre Mikel, nunca regresaba antes de las siete porque comía en la fábrica.

Ovidio deshizo la maleta consciente de la falta de espacio. Se preguntó dónde iba a meter sus libros cuando llegaran de Roma. Se dio cuenta de lo inútil que le serían allí los trajes que llevaba en las dos maletas. Trajes y clergyman, unos cuantos pares de zapatos, camisas… Nada de lo que tenía le iba a servir en aquel barrio donde los hombres trabajaban en las fábricas cercanas y la mayoría de sus mujeres se dedicaban a cuidar de la familia y de la casa, excepto, claro está, las jóvenes.

¿Se adaptaría a vivir allí? Lo había deseado fervientemente, sin escuchar a quienes le pedían que reflexionara. Había llegado a idealizar el cambio que ahora se le hacía realidad. «Humildad -se dijo-, necesito ser humilde.»

Almorzaron los tres juntos, hablando de todo y de nada. El padre Mikel le preguntó por la vida en el Vaticano, asegurándole que al padre Aguirre no le gustaba contar nada de sus largos años pasados en Roma.

¿Cómo era el Papa? ¿Quiénes eran los cardenales con más poder? ¿Conocían el problema vasco?

Ovidio respondía con diplomacia al sinfín de preguntas del padre Mikel ante la mirada divertida del padre Aguirre, hasta que a punto de dar las tres, el sacerdote se despidió de los dos amigos para irse a dar clase al colegio.

– Siento dejaros ya, pero tengo clase hasta las cinco y media; luego voy directamente a la iglesia para oficiar un funeral a las seis. Si no estás cansado, pasa luego por la iglesia; no está lejos de aquí, y así vas conociendo a la gente. A las siete hay una reunión con Cáritas y a las ocho misa.

– Iré -aseguró Ovidio-, estoy deseando empezar.

– Pues mañana podrías decir la misa de las siete, y así Ignacio no tendrá que madrugar.

– ¡Me gusta madrugar! -protestó el padre Aguirre.

– Ya, pero deberías cuidarte un poco más. A lo mejor a ti te hace más caso -dijo dirigiéndose a Ovidio-, el médico le ha dicho que se cuide y que descanse, pero hace lo que le da la gana. ¡Ah! Y ya te acostumbrarás, pero no hay día que no relea algo de la crónica de ese fraile hereje.

– Fray Julián -respondió Ovidio con una sonrisa.

– Sí, fray Julián, todos hemos leído el libro y, la verdad, es interesante, pero Ignacio tiene obsesión con él.

Cuando se quedaron solos, el padre Aguirre sacó una botella de orujo y sirvió apenas un dedo en una copa y en la otra un poco más.

– Vamos a celebrar tu regreso a casa, aunque te costará. No, no será fácil; a mí también me costó, incluso hubo un momento en que estuve a punto de regresar porque me ahogaba; además, la soberbia me golpeaba a diario cuando leía los periódicos o veía la televisión, sabiendo que detrás de las noticias siempre hay mucho más de lo que se ve, de lo que se sabe, y me parecía increíble estar fuera de juego. Han pasado años hasta que he domeñado mi soberbia y he logrado sentirme en paz conmigo mismo.

La confesión del padre Aguirre le produjo estupor. El anciano jesuita todavía era capaz de leer en su alma, e intuía la confusión contra la que luchaba en aquel instante.

– Aguantaré el tirón -respondió sonriendo-; al fin y al cabo, lo he elegido yo.

– ¿Y por qué? ¿Por qué ahora?

– Por hastío y porque creo que he perdido el rumbo. Elegí ser sacerdote para servir a los demás, y siento que no lo he hecho; si el mensaje de Cristo tiene sentido es viviendo como Él lo hizo ayudando a quienes de verdad lo necesitan. ¿Qué he hecho yo?

– De manera que me reprochas haberte llevado a la tercera planta…

– ¡No! ¡No crea eso! Le agradezco todas las oportunidades que me ha dado, lo que me ha ayudado, no me crea desagradecido. Sentiría que me malinterpretara…

– No lo hago. Te entiendo, Ovidio, no imaginas cuánto te comprendo, pero quiero saber el porqué.

– El atentado contra el Papa me hizo sufrir muchísimo; no he dejado de sentirme culpable.

– El Papa nunca te culpó por lo sucedido.

– El Papa era bondadoso con las faltas de todo el mundo. Nunca me hizo el menor reproche y como sentía mi angustia no fueron pocas las ocasiones en las que intentó transmitirme consuelo, pero aun así… Fue como darme cuenta de que estaba inmerso en el mundo terrenal, que nada de lo que hacía tenía que ver con la dimensión espiritual de los hombres. Apenas tenía tiempo para reflexionar, para pensar en Dios, pertenecía a su servicio de inteligencia, pero sin un minuto para sentirme en comunión con Él, para rezar de verdad y no de manera mecánica como lo venía haciendo. Y tiene usted razón, esto me resultará duro, pero le vendrá bien a mi espíritu.

– Rezaremos para que así sea.

Más tarde se dirigieron a la iglesia para encontrarse con el padre Santiago y con el padre Mikel. El primero estaba reunido con unos cuantos jóvenes pertenecientes a Cáritas, mientras el segundo acababa de oficiar el funeral. El padre Mikel le presentó a unos cuantos feligreses y el padre Santiago le dio un fuerte apretón de manos y una palmada en la espalda a modo de recibimiento, para a continuación invitarle a participar de la reunión con los jóvenes y ponerle al día de las actividades que desarrollaba con ellos.

– ¿Es usted vasco? -quiso saber una chica.

– Sí, pero hace mucho que me fui -respondió Ovidio.

– ¿Y qué opina de lo que pasa aquí? -preguntó un joven alto de aspecto nervioso.

– ¿Y qué pasa aquí, en tu opinión?

– Que no nos dejan ser libres -respondió el chico en tono chillón.

– ¡Se acabó! -interrumpió el padre Santiago-. Aquí estamos para ver cómo podemos ayudar a los que más lo necesitan del barrio, y en cuanto a que no nos dejan ser libres…

– Usted, como es andaluz, no nos entiende, aunque sea un cura majo -interrumpió otra chica, apenas una adolescente.

– ¿Tú crees que por ser andaluz estoy incapacitado para entender lo que pasa aquí? Por lo pronto, lo que pasa es que en nuestro barrio hay un grupo de inmigrantes rumanos que lo están pasando fatal, que malviven en chabolas y tienen a sus hijos sin escolarizar, y para eso estamos hoy aquí, para ver cómo les vamos a ayudar.

– ¡Vamos, déjenos hablar con el cura nuevo! -pidió otro joven.

– El cura nuevo está de acuerdo con el padre Santiago -respondió Ovidio- y déjame decirte que no creo que los hombres seamos diferentes por haber nacido en un lugar o en otro, y mucho menos que no podamos entender los problemas en función del lugar de nacimiento. Así que sí, soy vasco, pero me da lo mismo; a mí me importan los seres humanos, no su partida de nacimiento, y mucho menos doy importancia a la mía.

Los jóvenes se le quedaron mirando en silencio, pensando si les gustaba o no aquel sacerdote que decía que poco le importaba ser vasco.

– Y bien, ¿alguien ha logrado hablar con el jefe de ese clan de inmigrantes gitanos de Rumania, tal y como os encargué?

– Sí, yo estuve con él ayer. Menudo tipo raro. Me dijo que estarán aquí hasta que les venga bien, que sus niños no irán a ninguna escuela, que no son católicos, y que lo único que quieren es trabajo -explicó uno de los jóvenes.

– Yo también he estado allí, con las mujeres. Dicen que no van a dejarnos a sus niños, que ellas les enseñan lo que tienen que saber, pero que están dispuestas a aceptar lo que podamos darles. Me pidieron ropa y juguetes -añadió una de las chicas.

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