Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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Seguían buscando, sí, porque todos ellos sabían que el tesoro de los cátaros existía y no cejaban en el empeño de encontrarlo. La suya era más que una fundación, como en su día fue más que una asociación la creada por su padre. Era una «orden», una orden de caballeros comprometidos con la búsqueda del secreto de los cátaros.

A todos ellos también les satisfacía ver que cada año llegaban jóvenes de todo el mundo seducidos por el eco de la vieja herejía.

El País Cátaro había sobrevivido a sus destructores, y su vieja fe seguía anidando en el corazón de las gentes.

El mayordomo golpeó suavemente la puerta antes de entrar. -Señor, sus invitados ya han llegado.

El de aquel día era un consejo importante, un consejo en el que no participaban todos los miembros de la fundación, sino los de Orden Cátara, la hermandad fundada por su padre. Una orden secreta, formada por cinco hombres con los que compartía un sueño: un sueño de venganza.

Raymond se dirigió al salón donde le esperaban los miembros de la hermandad. El saludo consistió en una leve inclinación de cabeza, luego les invitó a tomar asiento.

– Señores, tengo buenas noticias: nuestro plan continúa en marcha. Aún no puedo señalar una fecha concreta, pero antes de un mes habremos culminado nuestra venganza.

Bilbao

Ese mismo día y a esa misma hora muy lejos de allí, Ignacio Aguirre paseaba sin rumbo pensando en la conversación que acababa de mantener con Ovidio Sagardía, su discípulo predilecto.

El viento soplaba con fuerza llevando consigo un olor lejano a mar. El anciano sacerdote se dijo que ya no tenía la paciencia de antaño, cuando no le importaba dedicar cuantas horas fueran necesarias a tratar los problemas de los jóvenes sacerdotes.

Ahora, retirado en su Bilbao natal, el Vaticano que había sido todo su mundo se le antojaba lejano, si no fuera porque de cuando en cuando el teléfono le sobresaltaba con la llamada de algún cardenal u obispo, necesitado de información sobre algún suceso del pasado en el que había intervenido.

Había hecho un largo camino desde que, casi por casualidad, llegó como sacerdote meritorio a la Secretaría de Estado y de allí a la tercera planta, donde se seguía al minuto cuanto acontecía en el mundo, analizando la información que, después de depurada, mandaba resumida en informes a la cúpula del poder de la Iglesia, es decir, a los despachos de los cardenales y al del mismo Papa.

En realidad su carrera, si es que la podía llamar así, se la debía a aquel viaje que realizó a Francia muchos años atrás como secretario del padre Grillo, el hombre que le ayudó a convertirse paso a paso en lo que había llegado a ser.

Recordaba con nitidez todo lo vivido en aquellos días, el viaje al castillo del conde d'Amis; su breve pero profunda relación con el profesor Ferdinand Arnaud, su preocupación, reflejo de la de sus superiores, por lo que parecía ser un renacer cátaro; la Crónica de fray Julián , y aquellos papeles que le dejó en herencia el profesor, convencido de que algún día le podrían ayudar.

En aquel viaje había comenzado a cimentarse lo que después había sido el resto de su vida eclesiástica.

Había vivido con intensidad, sintiéndose un privilegiado por la oportunidad de servir a Dios donde sus superiores creían que hacía más falta; por eso se sentía irritado con Ovidio Sagardía, un jesuita como él, al que había ayudado a situarse en el intrincado mundo vaticano porque creía en él, en su fe, en su inteligencia especulativa, en su capacidad de trabajo, sus dotes diplomáticas, su solidez sacerdotal, y de repente… sí, de repente Ovidio se había venido abajo, y estaba dispuesto a renunciar a todo porque quería convertirse en un párroco de cualquier lugar.

Habían mantenido varias disputas telefónicas, pero al final era tanta la angustia de Ovidio que había accedido a ayudarle a hacer un alto en el camino. El acuerdo al que habían llegado consistía en acogerle durante una temporada en la casa de Bilbao para, una vez que el sacerdote se hubiera reencontrado consigo mismo, decidir dónde podía servir mejor a la Iglesia, porque de eso se trataba: de servir a Dios y a los demás.

Sí, a eso había dedicado su vida. En realidad, su carrera sacerdotal la había determinado el profesor Arnaud al encomendarle que ayudara a evitar que se derramara sangre inocente. La vida de Arnaud había estado marcada a su vez por aquella Crónica de fray Julián que había convertido en obsesión. Pero el fraile dominico clamaba por vengar la sangre de los inocentes, mientras que el profesor Arnaud le colocó ante un reto diferente: evitar que se derramara sangre.

Poco antes de hablar con Ovidio lo había hecho con el secretario de Estado, quien le había comentado que, pese a la decisión del sacerdote de dejar en breve su trabajo, le había convocado a una reunión para tratar sobre el atentado de Frankfurt. En el Vaticano estaban preocupados por este atentado, revindicado por el Círculo, la red de fanáticos islamistas que con sus actuaciones estaban logrando poner en jaque a todos los servicios de inteligencia de Occidente. ¿Cómo evitar que se continuara derramando sangre inocente?, había preguntado el cardenal a Ignacio Aguirre, sin que éste supiera darle una respuesta.

3

Ciudad del Vaticano

Ovidio Sagardía no prestaba atención a lo que decía aquel hombre. En realidad, se lamentaba de su suerte preguntándose a sí mismo: «¿Soy un espía? ¿De qué otra manera podría llamarse alo que hago? Aun sabiéndolo, me irrita que me traten como tal. Me pregunto cómo he llegado hasta aquí, en qué momento se torció mi vida».

– ¿Alguna opinión?

– Perdone, eminencia, estaba pensando en lo que estos señores acaban de contar -respondió el sacerdote de manera mecánica.

La voz rotunda del cardenal le había devuelto a la realidad. Hacía calor en la estancia, o acaso era el desánimo lo que estaba haciendo mella en él. Le pesaban las miradas del cardenal y de los dos hombres que le acompañaban. Ellos también eran espías, sólo que él servía al Todopoderoso y ellos a sus gobiernos.

– Bien, padre, tenga la bondad de decirnos qué piensa -le instó el cardenal.

– Necesitaría que me dieran más información. En realidad, lo que nos han contado puede ser algo o puede no ser nada. Lo único que parecen tener seguro es que el atentado lo ha cometido el Círculo.

– No tenemos más información -aseguró en tono cansino el hombre del cabello plateado-. ¡Ojalá la tuviéramos! Por eso les hemos pedido ayuda. Y sí, efectivamente, el Círculo ha revindicado la matanza en ese cine de Frankfurt.

El cardenal no respondió y él también decidió callar. Sabía lo que su superior pensaba: que no estaban en deuda con aquellos hombres. Le sabía incómodo con los dos hombres a los que había tenido que recibir por la ausencia del director del departamento de Análisis de Política Exterior, el obispo Pelizzoli. Pero el ministro del Interior había insistido ante la Secretaría de Estado sobre la urgencia de la situación y el cardenal se había avenido a recibirlos.

– Es un rompecabezas -afirmó el hombre joven como si hablara consigo mismo.

Durante unos segundos les observó, intentando calibrar qué clase de hombres y de espías eran. El mayor, el del cabello plateado, respondía al nombre de Lorenzo Panetta. Se mostraba seguro de sí mismo, nada impresionado por la magnificencia de aquel despacho cuyo techo había sido pintado por Rafael. Era un alto responsable de la seguridad del Estado, un ex espía que había ido subiendo en el escalafón hasta convertirse en un político.

El más joven ¿qué edad tendría? No más de treinta y cinco años, con aspecto militar, aunque parecía abrumado no sólo por el lugar, sino por el asunto que les había llevado hasta aquel despacho del Vaticano. Le habían presentado como Matthew Lucas, era norteamericano y trabajaba como enlace de una agencia de espionaje de su país con el organismo que coordinaba la lucha contra el terrorismo dentro de la Unión Europea.

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