No les habían ofrecido agua ni tampoco comida; no parecían dispuestos a perder ni un segundo en cortesías, algo extraño en los hombres del desierto. Apenas había pasado una hora cuando otro grupo de jóvenes llegados de otros pueblos se les unieron. Al igual que ellos, también vestían como beduinos.
Durante varias horas estuvieron familiarizándose con diferentes armas: les enseñaron a montar y desmontar pistolas, los rudimentos para hacer una bomba o disparar con fusil.
Husayn se mostraba implacable. No les dejaba descansar un solo segundo en la instrucción. Cuando comenzaba a caer la tarde y parecía anunciarse la noche, un beduino se acercó a caballo, intercambió unas palabras con Husayn y éste levantó la mano indicándoles que se detuvieran.
– Ahora beberéis y comeréis. Os aconsejo que después no os entretengáis con nada que no sea dormir. Antes de que salga el sol estaré de nuevo aquí, y la jornada será larga. No habéis aprendido lo suficiente, con lo que sabéis no podríais ni sobrevivir.
Dicho esto, Husayn se subió a un jeep donde le aguardaban tres hombres y desapareció entre las sombras del crepúsculo.
– No se te da mal -reconoció Mohamed a Hamza, mientras se acercaban a uno de los fuegos, en derredor del cual un grupo de hombres comían cordero.
Abrieron el círculo invitándoles a compartir con ellos la cena. Los hombres hablaban de guerra. Habría guerra contra los judíos; los hermanos de Jordania, de Siria y de Egipto, de Arabia y de tantos otros países habían prometido ayudarles a conservar la tierra sagrada. No compartirían nada con los judíos, ¿por qué tendrían que hacerlo?
Hamza escuchaba mientras comía pero prefería no hablar. No podía discutir con tantos hombres convencidos de una causa. Le tacharían de traidor, no le comprenderían. Hablar allí de las ventajas de tener un Estado propio y dejar de estar bajo la protección de los ingleses o antes de los otomanos, habría sido una opinión que crearía rechazo. ¿Por qué no podía haber dos Estados e incluso uno compartido con los judíos? Que él supiera, nunca habían tenido un Estado, el suyo nunca había sido un país, siempre habían estado bajo la protección de otros, y ahora iban a rechazar esa oportunidad porque sus jefes decían que no iban a dejarse doblegar. Sin embargo, Hamza pensaba que siempre habían estado doblegados y que, precisamente, se trataba de dejar de estarlo.
Durmió de un tirón envuelto en una manta junto a los rescoldos del fuego. Estaba agotado y con las emociones a flor de piel.
Tal y como les había anunciado, Husayn se presentó a las cuatro de la mañana, cuando aún era noche cerrada. Junto a Mohamed no se anduvo con contemplaciones a la hora de despertarles.
En menos de media hora estaban preparados y entrenando de nuevo. Tenían que montar y desmontar las armas sin luz, avanzar arrastrándose por el suelo… Hasta bien entrada la mañana Husayn no les permitió beber agua.
– Tenéis diez minutos para descansar y beber, ni uno más.
Efectivamente, no tuvieron un segundo de regalo. Hambrientos y sedientos, esperaron a que cayera la noche para regresar al campamento de los beduinos, donde esta vez Husayn se sentó con ellos.
– Algo habéis aprendido -explicó Husayn-, lo suficiente para matar e intentar evitar que os maten. Si tenéis fe y valor conservaréis la vida, pero si dudáis la perderéis. Que nunca os conmueva la mirada de un enemigo, no importa que sea un soldado, una mujer o un niño. Será él o vosotros, vuestra vida o la suya, y si dudáis la perderéis; ya veis que las reglas a las que os debéis atener son muy simples. Cuando tengáis que atacar disparad primero, sin pensar.
– ¿Cuándo habrá guerra? -preguntó el maestro.
– No lo sé, pero debemos estar preparados. Los judíos quieren quedarse con nuestra tierra, tenemos que demostrarles que no podrán. Puede que se evite la guerra o puede que no; los políticos discuten en las Naciones Unidas para darles lo que los judíos llaman un «hogar». Que se lo den, pero no el nuestro. Nuestros hermanos combaten también con las armas de la política, debemos esperar, pero hasta que llegue el momento nuestra misión es hacerles la vida difícil a los judíos, que no se sientan seguros, que no puedan cultivar la tierra sin llevar un fusil al hombro, que no puedan ir por la carretera sin temor a ser atacados, que sus mujeres tengan miedo a caminar solas por el campo, que sus hijos no puedan salir de las cercas de sus casas o de sus kibbutzim. Vamos a atacarles, a causarles bajas. La táctica es sencilla. Llegamos a un sitio, les cogemos por sorpresa, matamos y nos vamos. Que no duerman tranquilos, que esta tierra se convierta en su sepultura si insisten en quedarse.
»Cada uno de vosotros formará parte de un grupo con un jefe; él será quien marque los objetivos de acuerdo con nosotros.
Debéis obedecer. Vuestras familias saben que a partir de ahora habrá ocasiones en que os marcharéis, pero ni a ellos podréis decirles ni dónde ni qué vais a hacer. El que no obedezca o nos traicione recibirá un castigo, que sólo puede ser la muerte, y vuestra familia también sufriría las consecuencias.
Se escucharon unos murmullos de protesta. Los jóvenes aseguraban que estaban deseando matar a los judíos y echarlos al mar. Pero Husayn no parecía conmovido con aquellas proclamas de fidelidad. No sabría de qué clase de hombres se trataba hasta que no les llegara la hora de matar, algo que harían muy pronto, porque cuanto antes mataran antes se sentirían parte del grupo y comprometidos con la causa. La sangre derramada era la mejor alianza entre los combatientes.
Mohamed les despertó de nuevo al amanecer, azuzándoles para que se metieran deprisa en el camión. Regresaban a casa.
Los beduinos les observaron marchar con indiferencia; apenas les dio tiempo de despedirse del otro grupo de jóvenes con los que habían compartido las jornadas de instrucción.
Hamza pensó que lo peor aún estaba por venir.
Saul esperaba a David sentado en el coche con la puerta abierta y el motor en marcha.
– Te has retrasado -le dijo sin disimular su enfado.
– Lo siento, no pensaba que iba en serio cuando me dijo que hoy iría con usted.
– Yo siempre hablo en serio, todos nosotros hablamos en serio. ¿Crees que esto es un juego?
– Lo siento, discúlpeme.
Fueron en silencio un buen rato. David observaba a Saul; parecía ensimismado en sus pensamientos, como si estuviera muy lejos de allí. No se atrevía a hacerle ninguna pregunta temiendo una respuesta malhumorada. Le parecía que el hombre había exagerado el enfado, puesto que su retraso no había sido más que de diez minutos.
– Abre la guantera -le ordenó de pronto Saul- y saca la pistola. Está metida en una bolsa.
David obedeció. Se disponía a dársela cuando Saul le hizo un gesto negando con la cabeza.
– No es para mí, la mía la llevo dentro de la chaqueta; es para ti; la carretera de Jerusalén no es segura. Hace dos días mataron a cuatro de los nuestros.
– ¡Pero yo no sé disparar bien! -protestó David, sintiendo que una oleada de miedo le recorría el cuerpo.
– Si nos disparan tendrás que disparar: o te defiendes o te dejas matar, así de sencillo.
– Ya le he dicho que no lo sé hacer bien. Hasta ahora en el kibbutz no he tenido que disparar a nadie.
– Has tenido suerte, pero otros no la han tenido, y tú mismo has visto cómo, en alguna escaramuza, han herido a compañeros tuyos. Que te hayas librado sólo significa que hasta ahora has tenido suerte.
Saul le explicó cómo manejar el arma, aunque insistiendo en que aquello no tenía misterio.
Luego, durante un buen rato, volvieron a quedarse en silencio, aunque David notaba que Saul estaba alerta.
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