Por primera vez desde que era niño, rezó con todas sus fuerzas para que esa tarde le dijeran algo sobre el paradero de Miriam, lo que fuera, algo que evidenciara que no se había convertido en un fantasma.
El barón le recibió de pie en el despacho, como un anuncio de que la entrevista no duraría demasiado.
– Señor Arnaud, dada la amistad que me une al conde d'Amis y la recomendación de éste para que le ayude, he intentado indagar sobre el paradero de su esposa. Ya he visto que usted ha acudido a los periódicos…
– Estoy desesperado, barón -admitió Ferdinand-, haré cualquier cosa por encontrarla.
– Bien, he molestado a algunas personas importantes, y sé que se han tomado el debido interés por darme una respuesta satisfactoria, pero siento decirle que la desaparición de su esposa es un enigma. Se ha interrogado al revisor del tren, incluso a otros empleados, y nadie la recuerda. Se la ha buscado por…
Ferdinand le interrumpió ante el asombro del barón.
– Hospitales, comisarías, cárceles… y nada, ni rastro. Como si la señora Arnaud no existiera, o nunca hubiera tomado un tren con destino a Berlín.
El gesto del barón delataba la incomodidad que le había producido la interrupción de Ferdinand. Aquel hombre le exasperaba, como cuando D'Amis les presentó en su castillo.
– Usted no quiere admitir la verdad, señor Arnaud.
– ¿Y cuál es esa verdad, barón?
– Que su esposa ha desaparecido voluntariamente, que le ha dejado, señor Arnaud. No me corresponde a mí saber por qué, pero ésa es la única evidencia.
– Se equivoca, barón; mi mujer llegó a Berlín y fue a casa de sus tíos. Encontré su lápiz de labios en el cuarto de baño de su casa, una casa arrasada por los camisas pardas, a ellos se los llevaron por ser judíos, imagino que a uno de esos campos de trabajo, pero ¿y a Miriam? ¿Qué han hecho con ella? Ella es francesa, no es alemana, no tiene nada que ver con ustedes.
El barón permaneció en silencio escuchándole, impasible, como si nada de lo que Ferdinand dijera pudiera conmoverle.
– ¿Qué hacen con la gente, barón? ¿Es usted nazi? ¿Es uno de esos desalmados? No le imagino aliado con esa gentuza.
– Entiendo su preocupación y desconcierto, pero nada puedo hacer. Usted no se conforma con la verdad, de manera que, señor Arnaud…
– Ya me voy, barón. No hace falta que me acompañe a la puerta; soy sólo el esposo de una judía desaparecida. ¿A quién le importa una judía más o menos?
Esta vez las lágrimas eran de rabia. Salió del despacho del barón con la ira reflejada en cada músculo del rostro.
Paró un taxi para regresar a casa. Hablaría con David y con sus suegros y entre todos decidirían qué hacer.
Cuando llegó a casa de Inge la encontró hablando con Deborah, la hija de los Schneider, la mujer de cabello canoso que había enviado a sus hijos a Nueva York. La mujer triste que le había recibido atemorizada.
– Perdone que me haya presentado aquí, pero vimos la foto de su esposa en los anuncios de los periódicos y mi padre me ha pedido que me acercara para ver cómo se encuentra. Queremos que sepa que no está solo en su desesperación.
– Cada vez que hablan de mi mujer siento que la intentan ensuciar con sus palabras.
– No sé cómo podemos ayudarle -se lamentó Deborah Schneider-. A mis padres y a mí nos gustaría poder hacer algo, lo que podamos, cuente con nosotros…
– Gracias. Ustedes al igual que los Bauer me han ayudado a no desfallecer, son el único nexo con los tíos de Miriam y, por tanto, con ella misma en estas circunstancias. El problema es que no sé qué hacer…
– Se tendrá que marchar -afirmó Deborah-, aquí no puede quedarse indefinidamente y si ella… bueno, si su esposa logra salir de donde esté, les buscará.
– Pero ¿dónde está? Dígamelo usted.
– No lo sé. Quizá tuvo un enfrentamiento con la portera de la casa de sus tíos y ésta avisó a los camisas pardas. O se la llevaron porque es judía aunque les dijera que era francesa. Puede que haya sucedido eso y ahora no se atrevan a dejarla marchar porque entonces diría lo que no quieren que nadie sepa.
– Si fuera así, significaría que no la dejarán libre nunca, que la retendrán para siempre…
– Es lo único que se me ocurre que puede haber ocurrido…
– Entonces tengo que seguir buscándola -afirmó él-. ¿Dónde se llevan a los judíos que hacen desaparecer? ¿Dónde están esos campos de trabajo?
– Nadie ha regresado para contarlo -afirmó Deborah-. Sólo la gente importante del régimen lo sabe.
– Se me ocurre que volvamos a ver a la portera -propuso Inge-, a lo mejor si intenta sobornarla… no será fácil, porque es una fanática, pero nunca se sabe con esa gente. También podemos intentar ver a algún vecino de sus tíos; quizá se atrevan a decirnos algo.
– Lo haré -dijo Ferdinand-, iré ahora mismo.
Deborah Schneider aceptó cuidar a Günter, deseosa de que la visita a la casa de los Levi diera sus frutos. Sentía lástima por aquel hombre que buscaba con tanta desesperación a su esposa. Y rezó dando las gracias a Dios por haberla iluminado para que enviara a sus hijos a Norteamérica: ella podría desaparecer como tantos otros judíos, pero al menos sus hijos vivirían.
La oscuridad envolvía Berlín pese a no ser más de las siete de la tarde. El taxi paró en la puerta de la casa de Yitzhak y Sara. La puerta de la tienda estaba cubierta por tablas clavadas de mala manera pero que cumplían la función de impedir el paso de intrusos. El portal estaba cerrado, pero Inge tenía las llaves. Había decidido visitar primero a los vecinos antes de enfrentarse a la portera. Subieron con paso firme las escaleras hasta la segunda planta donde había dos viviendas. Llamaron a la puerta de la derecha, pero por más que insistieron nadie respondió: o no había nadie en aquella casa o no querían visitas de extraños. Luego probaron suerte con la puerta de la izquierda, y casi de inmediato apareció una mujer.
– ¿Qué desean? -preguntó con desconfianza.
– Buenas tardes, señora; verá, yo era ayudante de los Levi, seguro que me ha visto en alguna ocasión por la librería, y este señor es sobrino, bueno, su esposa es sobrina de los Levi…
– ¿Y a mí qué me importa quiénes sean ustedes? ¿Qué es lo que quieren? -respondió la mujer de mala manera.
– Querríamos saber adónde se han llevado a Yitzhak y Sara. A lo mejor ha oído algo… y también preguntarle por el incidente que se produjo aquí a mediados de abril cuando la sobrina de los Levi llegó a la casa encontrándose… ya sabe, los destrozos que han sufrido la tienda y la vivienda.
– Yo no sé nada, ni he visto nada, ni he oído nada.
La mujer estaba dispuesta a cerrarles la puerta pero Ferdinand se lo impidió.
– Señora, no le estamos pidiendo que revele ningún secreto inconfesable, sólo queremos que nos diga dónde cree que han llevado a los Levi y si usted vio a mi esposa cuando estuvo aquí.
– No sé de qué me habla, déjeme en paz o llamaré a la policía.
– ¿A la policía? ¿Y por qué? ¿Porque le hemos preguntado por unos ancianos y su sobrina? ¿Es eso un delito en Alemania? -Ferdinand no podía contener su irritación.
La mujer cerró la puerta bruscamente sin darles tiempo a reaccionar. Inge le miró y haciendo un gesto le invitó a seguirla a la tercera planta.
No tuvieron más suerte que con la mujer del segundo piso. Después de decirles que no sabían nada, les cerraron de inmediato como si el hecho de hablar con ellos pudiera provocarles algún problema.
Así fueron subiendo planta por planta hasta llegar a la última, donde había tres puertas.
– Éstas deben de ser buhardillas como en mi casa.
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