Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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No bien se hubieron marchado Ferdinand y David, el conde y sus invitados se reunieron en su despacho, con gran sigilo y gestos de preocupación.

– No entiendo su actitud, conde -se atrevió a reprocharle el profesor Marbung-, ni tampoco su empeño en contar con el profesor Arnaud. No le necesitamos.

– Se equivoca, profesor. El nombre del profesor Arnaud nos abrirá archivos y puertas que de otra manera nos estarían vedados. Necesitamos su prestigio para buscar lo que queremos -explicó el conde-, la cuestión es no alertarle sobre nuestras intenciones, es decir, evitar los errores que todos cometimos durante la cena de ayer.

– La máxima autoridad mundial sobre catarismo es Otto Rahn -afirmó el profesor Marbung-. Siguiendo sus pasos encontraremos el Grial.

– Siguiendo sólo sus pasos no, profesor. Esto es Francia, y los franceses son chovinistas. Rahn no impresionará a algunos archiveros a cargo de documentos preciosos, pero el profesor Arnaud sí. Él será nuestra llave, nuestro guía ciego, irá por delante sin saber adónde queremos llegar, pero desbrozando el camino.

– Reconozco que su jugada ha sido genial -dijo el conde Von Trotta-; al final se ha ido insultado, pero agradecido.

– Sí, y sintiéndose en deuda conmigo, con mi magnanimidad. No colaboraría con nosotros por dinero, y si supiera nuestras intenciones haría lo imposible por detenernos.

– Es un ignorante -murmuró el profesor Marbung-, si fuera capaz de comprender la profundidad de La corte de Lucifer sabría que los cátaros no son más que los fieles seguidores de una doctrina que se pierde en la noche de los tiempos. Los cátaros nada tienen que ver con la Iglesia, ni con la tradición judeocristiana. Sólo Rahn ha sido capaz de verlo… El Dios de Roma, ¡puaf!, escupo sobre Él.

– ¿Quién cree en el Dios de los papas? Pura superchería para pobres -añadió el barón Von Steiner.

– Los católicos sueñan con sufrir su propia cruz para emular a su Cristo; pues bien, la tendrán -sentenció el abogado Saint-Martin-. Que mueran con ella.

– Señores, es evidente que nosotros no participamos de las tonterías de la religión, somos hombres ilustrados. Pero no debemos exponerlo ante cualquiera; esto no es Alemania y nuestra actitud puede resultar sospechosa. De manera que procuremos disimular nuestras ideas delante de extraños. Necesitamos al profesor Arnaud por ahora, y lo importante es que haya mordido el anzuelo. Usted, profesor Marbung, siguiendo las indicaciones de Berlín, continuará trabajando como hasta hoy. Sueño con el día en que la diosa Razón vengue la sangre vertida en el Languedoc.

Ferdinand Arnaud aceptó a regañadientes colaborar en la investigación del conde. No le pidió que se desplazara a Toulouse o Carcasona, ní que trepara por los riscos de Montségur; sólo le indicó que le abriera puertas y moviera los hilos necesarios para tener acceso a determinados archivos, y que las autoridades locales no pusieran inconvenientes a las excavaciones.

Arnaud tranquilizaba su conciencia diciéndose que no había nada de malo en ayudar a un colega de la Universidad de Berlín por poco que éste le gustara; pero sentía una inquietud en el fondo de su alma que no le permitía sentirse bien consigo mismo. Le repugnaban aquellos amigos del conde, entusiastas de Otto Rahn y con ideas filonazis.

En compensación estaba ilusionado con la publicación de la crónica de fray Julián, que si bien no contenía revelaciones sustanciales sobre el sitio de Montségur, sí tenía el valor histórico del relato en primera persona de los acontecimientos, y sobre todo, por la descripción de los protagonistas de aquel drama.

– ¡Vaya, existes!

Ferdinand sonrió al ver a Martine irrumpir en su despacho. Llevaban unos días sin coincidir y le había llegado el rumor de que Martine había vuelto a enfrentarse a un alumno por sus comentarios racistas.

– Creo que te estás convirtiendo en la guardiana de las esencias de la República -le respondió a modo de saludo.

– Pero sin demasiado éxito. Esos fascistas crecen como hongos, o a lo mejor es que estaban agazapados y ahora se dejan ver… Pero aquí en la universidad… ¿Ya te han contado…?

– Sí, ya sé que echaste de clase a otro de tus alumnos por decir que los judíos son sólo mierda.

– El mocoso se me encaró y me amenazó diciéndome que tuviera cuidado, que quién sabe dónde estaría él y dónde estaría yo en el futuro.

– Y tú por lo pronto le mandaste fuera de clase y con el anuncio de que tenía tu asignatura suspendida.

– Sí, y menuda se ha organizado. Su padre ha venido a hablar con el rector y la discusión está en si pueden o no obligarme a retractarme. No lo voy a hacer. O el chico o yo, y si me tengo que ir me iré, pero no voy a ceder al pulso de ese mocoso. Si se quiebra nuestra autoridad y nos dejamos amedrentar, será mejor que cerremos la universidad.

– Por lo que sé, el claustro te apoya, incluso los que no te tienen simpatía -bromeó Ferdinand.

– Ganar este pulso no es en beneficio mío -se quejó Martine.

– Lo sé.

– Y a ti, ¿cómo te va?

– Bien, aunque…

– ¿Qué sucede?

– Me preocupan Miriam y David. Ya te conté el incidente que tuvo mi hijo y lo de la tía de mi mujer… Miriam insiste en ir a Berlín y yo… no me fío, podría ser peligroso.

– No creo que vaya a sucederle nada, Miriam es francesa.

– Y su tío Yitzhak es alemán y sin embargo le han destrozado la librería heredada de sus abuelos. Y tú has expulsado a dos alumnos de clase en menos de dos meses.

– Sí, tengo la sensación de que nuestro mundo se está derrumbando -admitió Martine.

– Pues no lo permitamos, profesora. Luchemos.

– ¿Somos lo suficientemente valientes para hacerlo? ¿No tememos implicarnos y perder nuestros privilegios?

– Sin duda somos humanos y no tenemos por qué tener madera de héroes, pero eso no significa que nos quedemos de brazos cruzados. Tú no lo haces, Martine.

– No me lo puedo permitir.

5

París, 20 de abril de 1939

– Miriam, te ruego que recapacites -suplicaba Ferdinand.

– No, está decidido, voy a por ellos, quiero saber qué les ha pasado, dónde están. No creerás que voy a permitir que sea mi padre quien lo haga. Y en la embajada dicen que si no sabemos nada de ellos es porque se habrán ido de vacaciones. ¡Cínicos! Es lo que son, unos cínicos.

David contemplaba en silencio la última pelea de sus padres, que se habían vuelto cada vez más frecuentes en los últimos tiempos. Ambos tenían los nervios a flor de piel. Su padre constataba que la universidad había dejado de ser el lugar donde tanto disfrutaba con su trabajo. Desde que regresaron del castillo d'Amis le había visto angustiado y, cuando recibía la llamada del conde o del profesor Marbung pidiéndole que hiciera alguna gestión, se irritaba con facilidad. En un par de ocasiones había regresado al castillo, sin proponerle que le acompañara. Él tampoco habría querido volver, aquella gente le parecía siniestra.

Ferdinand parecía resignarse a tratar con el conde d'Amis con tal de poder trabajar con la crónica de fray Julián. Aún no había terminado el ensayo que iba a publicar con el aval de la universidad, y desde que se había incorporado a las clases tras las vacaciones de verano, parecía desganado, no había vuelto a escribir.

Y ahora se estaba peleando con su madre, insistiéndole que no se marchara a Berlín en busca de sus tíos.

– Miriam, temo lo que pueda estar sucediendo allí -insistía-. Siempre he creído que el Pacto de Munich ha sido tiempo ganado por Hitler, por más que nuestro presidente crea a pies juntillas a ese indeseable.

– ¡Voy a ir, Ferdinand! -dijo Miriam mientras cerraba de un golpe la maleta-. Escúchame bien, todos tenemos prioridades en la vida. Nos has dicho que hay algo que te repugna en el conde d'Amis, y después de lo sucedido no me extraña. Sin embargo, sigues en tratos con él. Te he suplicado que le devolvieras el maldito manuscrito y no regresaras jamás a donde a nuestro hijo le insultaron llamándole judío. Bien, yo tengo mi prioridad, y no es otra que ir a ver qué les ha sucedido a mis tíos. Nadie va a impedírmelo, Ferdinand, ni siquiera tú.

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