– No es ninguna molestia. Mandaré a por sus cosas al coche y más tarde les mostrarán sus habitaciones. Ahora, profesor, ardo en deseos de que hablemos sobre el resultado de su investigación.
Vio salir a David siguiendo al pequeño Raymond, un niño rubio con unos inmensos ojos verdes, igual que los del conde, y sin saber por qué sintió una oleada de inquietud. Le había sorprendido la frialdad del niño, parecía un militar en miniatura, una caricatura de alguien mayor que él.
– Bien, profesor, explíquese -le conminó el conde.
Hasta ese momento el abogado no había abierto la boca; se había limitado a saludarle con una leve inclinación de cabeza.
Durante casi una hora Ferdinand habló exhaustivamente sobre los pergaminos, el resultado de las pruebas del laboratorio, la opinión de sus colegas y, sobre todo, la oportunidad de que aquella joya medieval fuera conocida por todos, insistiendo en la posibilidad de hacer un trabajo completo si le dejaba examinar otros documentos familiares.
– Esta crónica de fray Julián puede tener alguna relación con otros escritos o documentos de su archivo familiar. Merecería la pena intentarlo -concluyó.
El conde escuchaba ansioso mientras su abogado seguía sin mover un músculo, como si nada de lo que dijera Ferdinand en realidad tuviera interés para él, y bostezando en alguna ocasión.
– Bien, una vez que usted nos confirme que son auténticos, pensaré en su petición, profesor, pero no me pida que le dé una respuesta de inmediato. Para usted esta crónica sólo tiene un valor histórico, para mí… para mí y mi familia es algo más.
Ferdinand había intentado ver en D'Amis al descendiente de aquella doña María enérgica y llena de sentido común y de aquel don Juan de Aínsa que, como buen caballero, se quedó en su casa solariega sin decir ni requerir nada. Lo comparó, también, con aquel apasionado caballero templario, Fernando, o con el propio fray Julián. Aquellos personajes se le antojaban mucho más humanos que aquel conde estirado, que más parecía el comparsa de una ópera que un noble de verdad.
– La propuesta de la universidad es generosa -insistió Ferdinand.
– Lo sé, lo sé, pero hablaremos de ella más tarde. Ahora, si me disculpa, debo atender a mis otros invitados. La cena se servirá a las siete; descanse hasta entonces. Creo que su hijo está en las cuadras. Al mío le encantan los caballos y no se resiste a llevar a nuestras visitas allí, tenemos algunos ejemplares sobresalientes.
– ¿Te estás aburriendo mucho? -le preguntó Ferdinand a David mientras le hacía el nudo de la corbata para bajar a cenar.
– ¡Menuda gente! Son muy estirados, incluso el niño, Raymond, es un cursi de mucho cuidado. ¿Sabes de lo que me ha hablado? De los cátaros, de la maldad de la Iglesia católica… ¡Uf!, a ese pobre niño le tienen lavado el cerebro.
– Son un poco raros -admitió Ferdinand.
– Y si no te gustan, ¿por qué estamos aquí?
– Hay veces que uno no puede decir no. Ya te he explicado que me llamó un profesor de Toulouse que había sido tutor mío, para pedirme el favor de que echara un vistazo a unos pergaminos que constituían un documento único. La verdad es que me alegro de haber tenido la oportunidad de leer la crónica de fray Julián; es un relato conmovedor.
Un sirviente les acompañó a una sala que precedía al comedor. El conde y sus invitados, incluso el pequeño Raymond, vestían esmoquin.
– Nosotros somos nosotros -susurró Ferdinand a su hijo-, nuestro mundo es el de la inteligencia.
– No te preocupes. Me sentiría ridículo en uno de esos chismes, mira al niño…
El conde le presentó a sus invitados, tres hombres y dos mujeres, además del abogado. Ferdinand se dijo que aquel castillo no tenía dama, puesto que ninguna de las mujeres le fue presentada como la señora de la casa.
– El barón Von Steiner, su esposa, la baronesa Von Steiner, el conde y la condesa Von Trotta, y un colega suyo de la Universidad de Berlín, Henrich Marbung. Al caballero Saint-Martin ya le conoce, lo mismo que a mi hijo Raymond…
Mientras tomaban una copa de champán la conversación fue intrascendente. Hasta el primer plato Ferdinand no se dio cuenta de que estaba compartiendo cena con un grupo de fascistas refinados.
– Alemania entera está entusiasmada con Rahn -afirmó el profesor de la Universidad de Berlín- y no es para menos. Rahn ha sido capaz de ver donde otros no ven nada, sólo piedras o palabras.
– ¿Se refiere a Otto Rahn, el autor de Cruzada contra el Grial ? -preguntó Ferdinand.
– Al mismo. Un hombre ilustre al que tengo el honor de conocer. Estoy aquí con el encargo de encontrar…
– ¿El Grial? -preguntó Ferdinand divertido.
– ¿Le sorprende, profesor?
– Me sorprende que un profesor de la Universidad de Berlín venga a buscar algo que no existe. El Grial es un mito, un invento muy oportuno como recurso literario.
– ¿Niega usted su existencia? -quiso saber el conde Von Trotta.
– Naturalmente. No niego que el libro de Rahn tenga imaginación, ya que ha sido capaz de elaborar unas teorías sugestivas, pero carece de valor histórico, lo que no es de extrañar habida cuenta que ese señor no es historiador, sino escritor, de manera que ha dejado suelta su imaginación de manera brillante.
– Pero ¡cómo se atreve…! -exclamó sin ocultar su ira el profesor Marbung-. Debe usted saber que Rahn ha bebido de las mejores fuentes, conoce esta tierra mejor que usted y todas sus teorías están fundadas en hechos; ninguna de sus afirmaciones es gratuita.
– Siento contradecirle, pero no es así. Sé que sus libros se han convertido en grandes éxitos y que mucha gente cree a pies juntillas sus especulaciones, pero el Languedoc que describe no es real y sus imaginativas hipótesis no están asentadas científicamente en nada que las sostenga -insistió Ferdinand.
– Es usted muy contundente en sus juicios -afirmó el barón Von Steiner.
– Soy contundente a la hora de hablar de lo que sé y me niego a que se reescriba la historia por mucho que ésta pueda salir embellecida del intento. En cuanto al propósito de Otto Rahn, tal y como él confiesa, de encontrar un hilo conductor entre Montségur y el Montsalvat, el castillo de su Wolfram von Eschenbach, el autor de Parsifal , es un ejercicio tan bello como inútil. Siento no poder complacerles con otra opinión.
– Si he acudido al profesor Arnaud para que certificara la autenticidad de la crónica de fray Julián, es precisamente porque cuenta con el respeto de la sociedad académica -afirmó el conde d'Amis-. El profesor jamás daría su nihil obstat a nada de lo que no estuviera realmente seguro. De manera que para mí tiene un valor incalculable su reconocimiento de los pergaminos familiares.
– Quizá fuera posible intentar convencer al profesor de que colabore con nosotros -sugirió la baronesa Von Steiner.
– ¿Colaborar? No creo que el profesor sea uno de los nuestros -dijo el abogado Saint-Martin-, yo creo que más bien sería un obstáculo…
– No les entiendo, caballeros… -dijo Ferdinand.
– Señor, formamos parte de una… de una sociedad cultural; queremos buscar la verdad sobre el misterio cátaro y a ser posible encontrar el Grial, por más que usted no crea en su existencia. Pero si la suya es una opinión docta, otros académicos mantienen tesis contrarias y…
– Ningún académico serio cree en el Grial -cortó Ferdinand interrumpiendo el parlamento del conde Von Steiner.
– Usted sólo cree lo que ve -sentenció el conde.
– Yo soy un profesor, mis armas son la ciencia y la razón.
– ¿Cree usted en Dios, profesor? -le preguntó la condesa Von Trotta.
– Es una pregunta que me hicieron hace unos días y que considero del todo impertinente. Lo que yo crea o deje de creer pertenece a mi ámbito privado y nada tiene que ver con mi actividad científica.
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