Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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– No, no me quieres, eres una infiel, no crees en nada, no respetas nada. Hoy me he dado cuenta de que no tienes cabida en mi vida. Si no respetas las creencias de tu pueblo, ¿cómo vas a respetar las mías y respetarme a mí? El islam es lo más importante, Io más sagrado de mí vida. Bien, ha llegado el momento de que acabemos esta relación.

– ¡No! -El grito de la mujer fue desgarrador. De nuevo intentó abrazarle, pero él se zafó dejándola tendida en el suelo, aullando como un animal herido.

– ¡Haré lo que me pidas, pero por favor no me dejes! ¡Haré lo que quieras! ¡Creeré en lo que tú creas! ¡Pídeme lo que quieras, pero no me dejes!

Él sonrió para sus adentros. La despreciaba, despreciaba a aquella mujer tirada a sus pies, suplicándole que hiciera con ella lo que deseara. Era una puta, una ramera cualquiera, como lo eran todas las occidentales que había conocido, no importaba que estuvieran casadas o solteras.

– Quiero una mujer a la que respetar, y que me respeten por lo que es ella. Quiero una buena musulmana a mi lado, una esposa leal y fiel que me obedezca, que esté dispuesta a los mayores sacrificios por mí. Quiero una mujer que tú no eres ni nunca podrás ser.

– ¡Seré como tú quieres! ¡Te juro que te obedeceré, haré lo que me pidas, lo que me pidas…! ¡No puedo soportar perderte, no puedo! -Gemía y lloraba desconsolada.

– Dentro de unos días me habrás olvidado y estarás en la cama de otro.

– ¡No! ¡No! ¡Te quiero a ti! ¡Eres el único hombre que he querido! ¡Por favor… por favor…!

La dejó llorar y suplicarle un buen rato más hasta que la voz de la mujer se empezó a apagar y sus ojos se convirtieron en dos líneas rojas sobre el rostro hinchado.

– Levántate.

Pero ella no respondió ni se movió del suelo donde permanecía sentada rodeándose las rodillas con los brazos como si quiera protegerse de la desgracia.

– ¡Obedece! -le ordenó con voz áspera.

Intentó incorporarse pero apenas le quedaban fuerzas. Estaba exhausta y se sentía más muerta que viva.

– No creo en ti, pero… -Él la miró de reojo para ver el efecto de estas últimas palabras y pudo ver un destello en los ojos de ella-. Si quieres estar conmigo deberás cambiar, y estar dispuesta a sacrificarlo todo. Todo es todo.

– Lo haré -balbuceó ella.

– ¿Estás segura de que serás capaz de cambiar?

– Haré cualquier cosa con tal de estar contigo.

– Quiero que te conviertas en creyente, que seas una buena musulmana.

Ni siquiera se extrañó al escuchar su petición, la aceptó de inmediato con sumisión, tal y como él sabía que haría.

– Seré una buena musulmana, me convertiré. Sólo te quiero a ti.

– Si estás dispuesta… entonces… bueno, puede que…

– ¡Por favor, Salim, no me dejes, sabes que haré todo lo que quieras!

– Quiero a mi lado a una buena musulmana, a una mujer valiente que comparta mi fe y mi lucha. Quiero una mujer que crea como yo que Occidente debe rendirse al islam cueste lo que cueste. Quiero una mujer que me ayude a conseguirlo.

– Te ayudaré, creo lo mismo que tú crees.

Volvió a sentir una oleada de desprecio hacia ella. ¿Cómo era posible que hubiera podido despojarla con tanta facilidad de su voluntad? Aquella mujer era un muñeco por el que comenzaba a sentir asco.

– Si dices la verdad estaremos juntos; de lo contrario…

– Digo la verdad, lo sabes -afirmó ella con voz apenas audible.

La ayudó a ponerse en pie y la acompañó hasta el cuarto de baño.

– Lávate la cara. Llamaré al servicio de habitaciones para que traigan una infusión de tila; la necesitas.

Cuando salió del baño la camarera ya había traído la infusión, que se bebió bajo la atenta mirada de Salim.

Se sentía como un guiñapo, avergonzada por haber demostrado de manera desesperada su dependencia de él.

Podía leer en los ojos de Salim cuánto la despreciaba y pensó que aún no sabía por qué su vida había sufrido aquel inesperado revés.

Salim había sido siempre caballeroso y atento, la había mimado haciéndola sentir como si fuera una princesa medieval… y de repente… de repente parecía otro, un hombre que le daba miedo, aunque se dijo que a pesar de todo haría cualquier cosa con tal de seguir con él, aunque tuviera que ponerse el hiyab y renunciar a su vida profesional y encerrarse de por vida para dedicarse a él; cualquier cosa menos perderle.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó Salim.

– No, no tengo hambre.

– Pues yo sí. Saldré a comer algo; vete a tu habitación, te llamaré cuando regrese.

Iba a protestar pero los ojos de Salim brillaban amenazadores, de manera que bajó la cabeza y terminó de beber la tila.

Ya en su habitación se tumbó sobre la cama dispuesta a esperar a que él la llamara. La camarera había colocado junto a la almohada su camisón; ella pensó con cuanta ilusión había comprado aquella prenda de seda en La Perla para resultar atractiva a Salim. Ahora aquel camisón se había convertido en una prenda inútil, ya no podría lucirlo ante él; en realidad, tenía que aprender qué quería de ella.

Aguardó impaciente con la vista fija en el reloj mientras los segundos se le hacían eternos. Salim no la llamó hasta tres horas más tarde, cuando ella desesperaba de que lo hiciera.

Le ordenó que subiera a su habitación; ella se levantó de la cama y se dirigió al cuarto de baño horrorizándose de la imagen que le devolvía el espejo.

Tenía el rostro enrojecido e hinchado. En sólo una tarde parecía haber envejecido. No, el espejo no mostraba a una mujer atractiva y alegre, como creía haber sido, sino a una mujer derrotada. Con gestos rápidos se puso sobre el rostro una capa ligera de maquillaje y se cubrió levemente las pestañas con rímel. No se atrevió a pintarse los labios como hacía siempre porque no sabía cómo reaccionaría Salim, el nuevo Salim. Luego se puso una blusa limpia y se dispuso a encontrarse con el hombre al que amaba más que a su propia vida.

Salim abrió la puerta invitándole a pasar, con una mueca que quería parecer una sonrisa, a la que ella respondió agradecida.

– ¿Has reflexionado? -le preguntó Salim.

No supo qué contestar. Temía que cualquier cosa que dijera le volviera a enfadar, de manera que apenas musitó un «sí».

– Me alegro de que sea así. Espero que entiendas que la mujer que esté conmigo no puede ser una vulgar ramera. Lo que espero de ti es que sepas comportarte como una mujer decente, como si fueras una buena musulmana.

– Lo haré, haré lo que me pidas. No te decepcionaré.

– Eso espero… de lo contrario…

Ella tembló al ver aflorar la ira en su rostro.

– Sabes que haré cualquier cosa que quieras -le repitió.

– En ese caso, ha llegado el momento de que asumas mi lucha como tuya, de que entiendas por qué hago lo que hago, de que compartas mis sufrimientos y mis sueños, de que te sacrifiques como lo hago yo. ¿Estás dispuesta?

– Sí.

– ¿Aunque eso pueda costarte la vida?

Sintió un estremecimiento por la pregunta de Salim, que sabía no era retórica. No le costó responderle, porque se dijo que sin él no sería capaz de vivir.

– Mi vida es tuya, Salim, ya deberías saberlo. Hasta ahora he hecho cuanto me has pedido: he traicionado a mis jefes, he engañado a mis amigos, y estoy dispuesta a hacer mucho más, todo cuanto me pidas.

– Acuéstate y descansa -le ordenó Salim al tiempo que empezaba a quitarse la ropa para meterse en la cama.

28

A Ignacio Aguirre, cuando entró en el despacho del obispo Pelizzoli, no se le escapó la mirada de reproche de Ovidio.

Ignacio llevaba en la mano, además de una abultada cartera, su vieja edición de la Crónica de fray Julián .

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