Julia Navarro - La Sangre De Los Inocentes

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Algún día alguien vengará la sangre de los inocentes…
Soy espía y tengo miedo. Así empieza la crónica que escribe Fray Julián, notario de la inquisición, cuando recibe la misión de relatar los enfrentamientos acaecidos en Montsegur (Francia) a mediados del siglo XIII. Las luchas de poder entre los cátaros y el control que, en nombre de la fe, lleva la inquisición, propiciarán que la crónica del fraile sea un valioso tesoro a descubrir. Su última frase – algún día, alguien vengará la sangre de los inocentes – se convertirá en un enigma a descifrar de generación en generación. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Ferdinand verá con sus propios ojos como el mundo se desintegra. Tiempo después, a principios del siglo XXI, Raimón de la Pallisiére, hijo del aristócrata francés, recurrirá a El Facilitador, un hombre que desde la sombra maneja los hilos de poder, para un único fin: cumplir la sed de venganza por tanta sangre derramada a lo largo de la Historia.

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Él le propuso salir a pasear y comer algo y ella aceptó agradecida sólo por estar junto a él.

Primero salió del hotel y caminó en dirección a la píazza de Spagna tal y como Salim le había indicado; diez minutos más tarde llegó él y se dirigieron a L'Antica Enoteca en la via de la Croce. Allí pidieron dos copas de vino blanco y un plato de queso y embutido; era demasiado tarde para comer y demasiado pronto para cenar.

– ¿Cómo están las cosas en el Centro? -le preguntó él mientras acariciaba su mano.

– Como siempre, no hay muchas novedades. Continúan obsesionados con Karakoz, creen que tirando de ese hilo llegarán al Círculo.

– ¿Y han averiguado algo nuevo?

– No, en realidad no. Ya te dije que tienen los teléfonos intervenidos y que han dado también con los números de algunos de sus hombres, pero sin resultado.

– Y de lo de Frankfurt, ¿qué dicen?

– Siguen obsesionados con encontrar sentido a algunas de las palabras de los restos de los papeles, pero ha sido en vano. Ya te conté en París que han pedido ayuda al Vaticano, pero los curas también están desconcertados.

– ¿No les ha extrañado que te hayas ido fuera el fin de semana?

– Creo que este fin de semana todo el mundo estará fuera. Ya sabes que los funcionarios huimos de Bruselas los fines de semana.

– Mejor así. No quiero que te veas en apuros.

– No me importaría -respondió ella mirándole con pasión.

– Pero a mí sí; te necesito.

– Es la primera vez que me dices una cosa así.

– ¿Aún no sabes que te quiero? -le sonrió él.

– Sí, supongo que sí…

– Vamos a pasear, hace una tarde estupenda y quiero llevarte a un lugar muy especial.

Anduvieron durante largo rato, sin siquiera decirle a dónde iban. Le apretaba la mano y la besaba cada vez que ella le preguntaba.

De repente él se detuvo ante la puerta de una iglesia.

– Ven, entremos -le invitó él mientras tiraba de ella.

– ¿A una iglesia? ¡Estás loco! ¿Qué vamos a hacer aquí?

– ¿Sabes cómo se llama esta basílica? -continuó hablando Salím sin prestar atención al asombro que se dibujaba en el rostro de la mujer.

– ¿Es una basílica?

– Sí, la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén. La mandó construir el emperador Constantino para que su madre santa Elena guardara las reliquias que había traído de Jerusalén.

– Pues no parece tan antigua…

– Bueno, ha sido remodelada a lo largo de los siglos: en la Edad Media y posteriormente en el siglo XVIII. Y verás que, entre las columnas antiguas, hay intercalados pilares barrocos.

– ¿Cómo sabes tanto de esta basílica? -preguntó ella asombrada.

Salim sonrió y cogiéndole de la mano tiró de ella hacia el intenor.

La mujer le susurró que, efectivamente, era impresionante, mientras él se la mostraba como si le perteneciera.

– ¿Dónde están las reliquias? -quiso saber ella.

– Ahora iremos a verlas; están en una capilla que se construyó en 1930. Se va por aquella escalera, a la izquierda del coro.

Bajaron las escaleras en silencio y Salim le fue señalando los tesoros allí guardados.

– Son tres fragmentos de la Vera Cruz y eso de ahí son dos espinas de la corona de Cristo, y aquello un trozo de la esponja; ¡ah!, y el travesaño de la cruz…

Ella rió por lo bajo apretándole la mano para sacarle de su ensimismamiento.

– ¡Eres increíble! ¡No creerás que todas estas cosas son auténticas! ¿Cómo van a ser las espinas de la corona?

– Calla y mira. Allí se encuentra uno de los denarios que recibió Judas por traicionar a Jesús, y aquello es el dedo de santo Tomás que tocó la llaga del profeta. Incluso bajo el pavimento pusieron tierra del Gólgota.

– ¡Qué absurdo! Esto es un cuento para niños tontos. Nadie en su sano juicio puede creerse que alguna de estas cosas sean las auténticas. No te voy a contar a ti lo que fue el negocio de las reliquias a través de los siglos. ¿Y para ver esto nos hemos dado esa caminata? ¡No te entiendo! No pensarás que me importan las reliquias, ya sabes que soy atea.

– ¡No digas eso! -la conminó Salim mientras le colocaba un dedo en los labios como si de esta manera pudiera evitar sus palabras.

– Bueno, no es que sea atea -se disculpó ella-, pero hace años que he abandonado la religión.

Volvieron a subir al primer piso. Ella no se atrevió a romper el silencio que Salim había establecido entre ellos. Cuando salieron de la basílica empezaba a caer la noche.

La mujer empezó a preocuparse al observar el rostro contraído de Salim. Apenas respondía con monosílabos a sus requerimientos y le había soltado la mano.

Caminaron en dirección hacia el centro de la ciudad y ella empezó a sentir pánico. No sabía qué sucedía, la causa de la pesadumbre de Salim, pero sí admitía que la visita a aquella basílica les había separado sin que supiera por qué.

Cuando llegaron cerca del hotel, Salim le pidió que entrara antes.

– Subo enseguida a tu habitación -dijo ella.

– No; si no te importa me gustaría estar solo. Mañana nos vemos.

– Pero ¿por qué? -gritó ella-. ¿Qué sucede? ¿Qué he hecho? ¡Dímelo!

– Vamos, cálmate, y sobre todo no grites, ni llames la atención. Necesito estar solo, eso es todo.

– ¿Y para eso me has hecho venir a Roma? ¡Dime qué te pasa, por favor!

– Tienes que respetarme, no puedes imponerme tu presencia. Quiero estar solo, ya te he dicho que mañana hablaremos.

Ella le agarró del brazo pero él la soltó con un movimiento brusco dirigiéndose hacia el hotel y dejándola en la calle con los ojos llenos de lágrimas.

Salim subió a la habitación seguro de que ella no le obedecería y que más pronto que tarde se presentaría rogándole que la dejara entrar. La conocía como a la palma de su mano y sabía que dependía de él, que haría cualquier cosa que le pidiera, pero exigirle que se suicidara era algo que debía hacer con tacto y una preparación previa.

Dos horas después escuchó unos tímidos golpes en la puerta; fue a abrir sabiendo que era ella.

Tenía los ojos enrojecidos, y su cara reflejaba una angustia infinita. Parecía perdida y frágil, desarbolada.

Él no dijo nada, aunque mantuvo la puerta abierta, mirándola con indiferencia.

– Déjame entrar, por favor -le suplicó.

– ¿Por qué no aceptas que no quiero estar contigo? -murmuró él.

Ella comenzó a llorar tapándose la cara con las manos.

– ¿Quieres que nos vea todo el mundo? ¿Es eso lo que pretendes? -le preguntó enfadado.

– ¡Por favor, déjame pasar! Necesito comprender…

Salim se dio la media vuelta dejándola en el umbral pero sin cerrar la puerta. Como un perro apaleado la mujer entró cerrando suavemente, siguiéndole hasta la habitación.

– ¡Por lo que más quieras, dime qué he hecho para disgustarte tanto!

Salim se sentó en el borde de la cama y la miró con frialdad, lo que le heló aún más el alma.

– ¡Por favor, Salim…!

– La mujer se había puesto de rodillas ante él intentando abrazarle las piernas, pero él la rechazó.

Ella empezó a llorar convulsivamente y él no se movió observando su desesperación, sabiendo que estaba rota, y cada segundo que pasaba más empequeñecida, sin voluntad.

Hasta dos horas después de seguir humillándola, de mostrar su desprecio, no pareció apiadarse de ella.

– ¿Quieres saber qué pasa? Bien, te lo diré.

La mujer le miró agradecida. Le amaba sin límites, sabía que no podría vivir sin él.

– Tú no crees en nada, eres como todas esas mujeres que se acuestan con cualquiera buscando placer.

– ¡No, no! Sabes que te quiero -gimió ella.

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