Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– ¡Oh, pero no se preocupe por ello! -comentó muy sonriente con su fuerte acento del sur de Francia-. Esto, en Shanghai, es de lo más normal.

– No estoy preocupada, M. Julliard -repuse-. Tengo el dinero. Voy a darle un cheque por el valor total de lo que se debe y un poco más por sus servicios y por si apareciese alguna otra deuda imprevista. Si no fuera así, dentro de un año puede quedarse con el dinero.

Sus ojos se agrandaron detrás de los cristales sucios de sus quevedos y le vi dibujar con los labios una pregunta que no llegó a formular.

– No se ponga nervioso, M. Julliard. No voy a darle un cheque sin fondos. Aquí tiene una copia de una carta de crédito del Hongkong and Shanghai Bank y aquí… -dije sacando un flamante talonario y cogiendo la pluma que él me ofrecía-, los doscientos mil francos que van a poner fin a esta pesadilla.

El pobre abogado no sabía cómo agradecerme tan generosos honorarios y se deshizo en mil amabilidades y cortesías. Ya en la puerta de su despacho, a punto de irme, le rogué que fuera discreto en la forma de pago, que no saldara de golpe todas las deudas, que lo hiciera poco a poco para no llamar la atención.

– No se preocupe, madame -repuso con un gesto de complicidad que no conseguí adivinar a qué santo venía-, la entiendo perfectamente y así se hará. Quédese tranquila. Cualquier cosa que desee o que necesite, cualquier servicio que yo pueda prestarle, no dude en pedírmelo. Lo haré encantado.

– Pues, mire, sí tengo algo que pedirle -repliqué con una encantadora sonrisa-. ¿Podría encargarse usted de comprar en mi nombre tres pasajes de primera clase para Marsella o Cherburgo en el primer barco que salga de Shanghai?

Me volvió a mirar muy sorprendido pero asintió con la cabeza.

– ¿Incluso si saliese mañana mismo? -preguntó.

– Mejor si sale mañana mismo -dije alargándole mil dólares de plata-. En cuanto los tenga, hágamelos llegar a mi hotel, por favor. El Astor House.

Nos despedimos amistosamente, intercambiando frases de cortesía y agradecimiento mutuo y me marché de allí sintiéndome en paz con el mundo y con la grata sensación de no deberle nada a nadie por primera vez en mucho tiempo. Ser rica era muy cómodo, parecía que siempre pisabas sobre suelo firme y que llevabas una especie de escudo protector que te mantenía al margen de cualquier problema o contratiempo inesperado.

Mi siguiente parada de aquella mañana fue en el Shanghai Club. Confiaba en que Paddy Tichborne se encontrara bastante restablecido y que no le hubiera dado por beber más de la cuenta. Me llevé una gran sorpresa cuando el conserje me dijo que ya no residía allí, que se había trasladado a otro alojamiento -y, por la cara que puso, deduje que debía de tratarse de un lugar barato y pobre- en la barriada de Hong Kew. Me despedí del conserje y del busto del rey Jorge V con frialdad e indiferencia y recuperé mi asiento en el rickshaw tras darle las nuevas señas al culí.

Resultó que la barriada de Hong Kew se hallaba entre la Estación del Norte y mi hotel, por cuyas inmediaciones pasamos, pero no tenía nada que ver con el Shanghai que yo conocía. Era un lugar miserable, sucio, en el que todo el mundo daba la impresión de ser bastante peligroso. Las pintas de maleantes, ladrones e, incluso, asesinos que ostentaban los que circulaban por allí me hicieron temblar como si estuviera viendo a los mismísimos sicarios de la Banda Verde con los cuchillos en la mano. Esquivé las miradas curiosas y salí del rickshaw a toda velocidad cuando el culí se detuvo en un estrecho callejón chino frente a un edificio de ladrillos con el portal más oscuro que había visto en mi vida. Allí, en el segundo piso, vivía Tichborne. Algo muy grave debía de haberle sucedido para que ese antro fuera su nuevo hogar.

Llamé a la puerta con preocupación, esperando encontrarme cualquier cosa extraña al otro lado, pero fue el mismo gordo y canoso Paddy Tichborne que habíamos dejado en Nanking el que me abrió y, tras examinarme unos segundos desconcertado, una luz brillante se iluminó en sus ojos y en su cara se dibujó una enorme sonrisa.

– ¡ Madame De Poulain! -casi gritó.

– ¡ Mister Tichborne! ¡Qué alegría!

Y era cierto. Incomprensible, pero cierto: estaba contenta de volver a verle, muy contenta. Hasta que me fijé en sus muletas y mis ojos descendieron hacia su pierna derecha, que ya no existía por debajo de la rodilla. Llevaba la pernera del pantalón recogida hacia atrás.

– Pase, pase, por favor -me invitó, apartándose con dificultad por culpa de las muletas.

Aquel garito presentaba un aspecto lamentable. Toda la casa era una única habitación en la que se veía, a un lado, la cama de sábanas sucias y sin hacer; al otro, una diminuta cocina llena de cacharros sin fregar y de platos y vasos sucios; y, en el centro, un par de sillas y una butaca alrededor de una mesa desvencijada sobre la que había, cómo no, un montón de botellas vacías de whisky. Al fondo, junto a una pequeña repisa con libros, una puertecilla debía de llevar al patio comunitario y a los servicios. Olía mal y no sólo por la suciedad de la casa. Hacía mucho tiempo que Paddy no había tocado el jabón. Su cara, de hecho, estaba sin rasurar y su apariencia general era de desidia y descuido.

– ¿Cómo está, Mme. De Poulain? ¿Cómo están los demás? ¿Y Lao Jiang? ¿Y su sobrina? ¿Y el niño chino?

Me eché a reír mientras nos acercábamos poco a poco a los asientos. No hice ningún remilgo a la hora de ocupar una de aquellas sillas grasientas y llenas de manchas.

– Bueno, mister Tichborne, tengo una historia muy larga que contarle.

– ¿Consiguieron llegar al mausoleo del Primer Emperador? -preguntó ansioso, dejándose caer como un peso muerto en la pobre butaca, que crujió de manera peligrosa.

– Veo que está usted impaciente, mister Tichborne, y lo comprendo…

– Llámeme Paddy, por favor. ¡Qué alegría verla!

– Entonces, llámeme usted por mi nombre, Elvira, y así estaremos a la par.

– ¿Quiere usted tomar…? -se quedó en suspenso, echando un vistazo al mezquino y sucio cuartucho-. No tengo nada que ofrecerle, madame… Elvira. No tengo nada que ofrecerle, Elvira.

– No se preocupe, Paddy. Estoy bien.

– ¿Le importa que yo me sirva un poco de whisky? -preguntó, llenando hasta arriba un vaso sucio que había sobre la mesa.

– No, de ninguna manera. Sírvase, por favor -contesté, a pesar de que él ya estaba dando un trago tan largo que poco le faltó para beberse de golpe el vaso completo-. Pero, dígame, ¿por qué ha dejado el Shanghai Club?

Su mirada se tornó huidiza.

– Me echaron.

– ¿Le echaron? -pregunté aparentando una sorpresa absolutamente fingida.

– Cuando perdí la pierna, ¿recuerda?, ya no estaba en condiciones de trabajar como corresponsal de prensa ni tampoco como delegado del Journal de la Royal Geographical Society.

– Pero la falta de una pierna no es motivo para que le despidan -objeté-. Usted podía seguir escribiendo, podía desplazarse por Shanghai en rickshaw, podía…

– No, no, Elvira -me cortó-. No me despidieron por no tener pierna, me despidieron porque empecé a beber demasiado cuando salí del hospital y no era capaz de cumplir con mis obligaciones. Y, como puede ver… -dijo, rellenando el vaso de nuevo hasta arriba y dando otro largo trago-. Como puede ver continúo bebiendo demasiado. Bueno, cuénteme, ¿dónde está Lao Jiang?, ¿por qué no ha venido con usted?

Había llegado la parte más difícil de la entrevista.

– Verá, Paddy, Lao Jiang ha muerto.

Su cara se desencajó.

– ¿Cómo dice? -balbuceó, atontado.

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