Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Ése fue otro problema. En cuanto el embajador francés y el ministro plenipotenciario de España, el marqués de Dosfuentes, descubrieron que la rica hispano-francesa de la que tanto empezaban a hablar los banqueros estaba alojada en el Grand Hôtel des Wagons-Lits, se empeñaron en organizar recepciones oficiales para exponerme ante las personalidades más destacadas de ambas comunidades. Tuve que presentar mis excusas reiteradamente para poder librarme de tales acontecimientos porque, entre otras cosas -como escapar de las crónicas sociales de la prensa internacional de Pekín-, ya teníamos el equipaje en el maletero del automóvil de alquiler que nos iba a llevar hasta la estación en la que debíamos coger el ferrocarril que nos conduciría hasta Shanghai, un expreso de lujo protegido por el ejército de la República del Norte, muy preocupado por la seguridad de los extranjeros y los chinos acaudalados que debíamos desplazarnos hacia el sur.

Éramos tan absurdamente ricos que hubiéramos podido comprarnos el tren y hasta el propio barrio de las Legaciones de haber querido (algunas de las piezas vendidas resultaron tan valiosas -especialmente las del magnífico y ya inexistente jade Yufu - que los comerciantes llegaron a pujar por ellas, alcanzando así precios exorbitantes). Sería insensato mencionar la cantidad pero, desde luego, el monasterio de Wudang iba a poder remozarse por entero y Paddy Tichborne podría comprar la producción completa de whisky de Escocia durante el resto de su vida. Yo, por mi parte, además de saldar las deudas de Rémy y de hacerme cargo de Fernanda y Biao hasta que ambos fueran mayores de edad, no tenía ninguna idea concreta sobre lo que deseaba hacer. Volver a casa, continuar pintando, participar en exposiciones… Ésos eran mis únicos deseos. Ah, y también, por supuesto, comprarme ropa bonita, zapatos caros y sombreros preciosos.

Durante aquellos pocos días en Pekín, leíamos cada mañana cuidadosamente tanto los periódicos chinos como los extranjeros para cerciorarnos de que nadie -ni el Kuomintang ni el Kungchantang ni los imperialistas chinos ni los japoneses- mencionaba el affaire del mausoleo. La situación política china no estaba como para andarse con tonterías y así, unos por temor a las reacciones de las potencias imperialistas extranjeras, como ellos las llamaban, y otros para no verse hundidos en el descrédito y la repulsa de la opinión mundial, todos callaron el asunto y lo dejaron correr. Total, el Primer Emperador ya no podía representar el papel que habían querido asignarle los que buscaban la Restauración y, los que habían querido impedirla, conseguido su objetivo, ¿para qué ensuciarse confesando públicamente haber destruido, o participado en la destrucción, de una obra colosal e histórica como el mausoleo de Shi Huang Ti?

Cuando llegamos a la estación, atestada como siempre por una ruidosa muchedumbre, buscamos un lugar tranquilo para despedirnos del maestro Rojo. Aquel día era el domingo 16 de diciembre, de modo que sólo habíamos pasado juntos un mes y medio. Parecía increíble. Había sido un período tan intenso y tan lleno de peligros que hubiera podido valer por toda una vida. Nos resultaba imposible admitir que, en pocos minutos, fuéramos a separarnos y, lo que aún era peor, que quizá no volviésemos a vernos nunca. Fernanda, cubierta por un precioso abrigo de piel y tocada con un bonito gorro de marta cibelina como el mío, tenía los ojos llenos de lágrimas y un evidente gesto de tristeza en la cara. Biao, asombrosamente guapo con aquel traje occidental de tres piezas de tweed inglés y con el pelo muy corto y acharolado por la brillantina, ofrecía una apariencia magnífica, necesaria para ser admitido en aquel ferrocarril y en los vagones de primera clase.

– ¿Qué hará usted cuando vuelva a Xi'an, maestro Jade Rojo? -le pregunté con un nudo en la garganta.

El maestro, que guardaba su parte del dinero en pesadas bolsas cautelosamente escondidas bajo su amplia y desgastada túnica, parpadeó con sus ojillos pequeños y separados.

– Recuperaré a los animales y regresaré a Wudang, madame -sonrió-. No veo la hora de descargar en las mulas el peso abrumador de toda esta riqueza.

– Correrá un gran peligro viajando solo por aquellos caminos.

– Mandaré aviso al monasterio para que envíen gente en mi ayuda, no se preocupe.

– ¿No volveremos a verle, maestro? -gimoteó mi sobrina.

– ¿Vendrán ustedes a Wudang alguna vez? -En la voz del erudito taoísta había una nota de nostalgia.

– El día que menos se lo espere, maestro Jade Rojo -afirmé- alguien le dirá que tres extraños visitantes han cruzado a toda prisa Xuanyue Men, la «Puerta de la Montaña Misteriosa», y han ascendido corriendo el «Pasillo divino» preguntando a gritos por usted.

El maestro se sonrojó y bajó la cabeza con una tímida sonrisa, haciendo ese gesto tan suyo que siempre me provocaba el temor de que se clavara aquella barbilla tan peligrosamente pronunciada.

– ¿No ha vuelto a preguntarse nunca, madame, por qué flotaba en el aire el pesado féretro del Primer Emperador?

La mención a la cámara del féretro, que ahora parecía tan lejana, fue como una nota discordante que rompió la emoción del momento. Aquel lugar estaría unido para siempre en mi memoria a la última imagen que tenía de Lao Jiang en aquellas horribles circunstancias, con sus explosivos y sus arengas. De repente fui consciente de la gran cantidad de occidentales que nos rodeaban y que nos miraban con curiosidad, de las numerosas familias procedentes del barrio de las Legaciones que habían acudido a la estación para despedirse de sus parientes o amigos que se marchaban con nosotros.

– ¿Por qué flotaba? -preguntó Biao, rápidamente interesado.

– Era de hierro -explicó el maestro con énfasis como si aquello fuera la clave de todo el asunto.

– Eso ya lo vimos -repuse.

– Y las paredes de piedra -continuó. ¿Por qué no le entendíamos si la respuesta era tan obvia?, parecía estar diciendo.

– Sí, maestro, de piedra -repetí-. Toda la cámara era de piedra.

– La aguja de mi Luo P'an giraba enloquecida. Lo vi cuando abrí mi bolsa.

– Deje de jugar con nosotros, maestro Jade Rojo -se indignó Fernanda sujetando su bolso, sin darse cuenta, como si fuera a darle con él en la cabeza.

– ¿Imanes? -insinuó tímidamente Biao.

– ¡Exacto! -exclamó el maestro con alegría-. ¡Piedras magnéticas! Por eso mi Luo P'an no funcionaba. Toda la cámara estaba construida con grandes piedras magnéticas que atraían al féretro proporcionalmente y lo mantenían flotando en equilibrio. Las fuerzas de las piedras imán estaban igualadas en todas direcciones.

Yo sí que me quedé de piedra al oír aquello. ¿Tanta resistencia tenían los imanes? Por lo visto, sí.

– Pero, maestro -objetó Biao-, cualquier movimiento del sarcófago hubiera desequilibrado esas fuerzas haciéndolo caer.

– Por eso lo pusieron tan alto. ¿No recuerdas ya dónde estaba? Era imposible llegar hasta él y, a esa distancia del suelo y de la entrada a la cámara, nada le afectaba, ni el aire ni la presencia humana. Todo había sido cuidadosamente ajustado para que aquel gran cajón de hierro permaneciera eternamente quieto en el centro de las fuerzas magnéticas.

– Eternamente no, maestro Jade Rojo -murmuré-. Ahora ya no existe.

Los cuatro guardamos silencio, apenados por la pérdida irreparable de las cosas maravillosas que habíamos visto y que nadie podría volver a ver nunca. El silbato de vapor de la locomotora atronó en la gran estructura de la estación.

– ¡Nuestro tren! -me alarmé. Teníamos que irnos.

No me importó mi recobrado y elegante aspecto occidental ni tampoco la gente que pudiera estar contemplándome desde las cercanías; cerré mi puño derecho y lo rodeé con mi mano izquierda y, subiéndolo a la altura de la frente, hice una profunda y larga inclinación ante el maestro Jade Rojo.

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