Amin Maalouf - Samarcanda

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– Si ésa es la postura del Príncipe de los Creyentes, ¿por qué propuso un arreglo en dinares?

– No podía responder que no con una sola palabra. Esperaba que con mi actitud el sultán comprendiera que no podía obtener de mí semejante sacrificio. A ti te lo puedo decir; los otros sultanes, ya fueran turcos o persas, jamás exigieron semejante cosa de un califa. ¡Debo defender mi honor!

– Hace algunos meses, cuando presentí que la respuesta podría ser negativa, traté de preparar al sultán para este rechazo y le expliqué que nadie antes que él había osado formular tal petición, que eso no era conforme a las tradiciones y que la gente iba a sorprenderse. Jamás me atreveré a repetir lo que me respondió.

– ¡Habla, no temas nada!

– Que el Príncipe de los Creyentes me dispense, esas palabras no podrán traspasar mis labios jamás.

El califa se impacientaba.

– ¡Habla, te lo ordeno, no me ocultes nada!

– El sultán comenzó por insultarme, acusándome de declararme a favor del Príncipe de los Creyentes contra él… Me amenazó con cargarme de cadenas…

El visir balbuceaba a propósito.

– Ve derecho al grano, habla, ¿qué dijo Togrul?

– El sultán gritó: «¡Extraño clan el de esos abasíes! Sus antepasados conquistaron la mejor mitad de la tierra, construyeron las ciudades más florecientes y ¡míralos hoy! Les arrebato su imperio y se conforman; les quito su capital y se felicitan; me cubren de regalos y el Príncipe de los Creyentes me dice: "Te doy todos los países que Dios me ha dado, pongo en tus manos a todos los creyentes cuyo destino me ha confiado.” Me suplica que ponga bajo el ala de mi protección a su palacio, su persona y su harén, pero si le pido a su hija se rebela y quiere defender su honor. ¡Los muslos de una virgen! ¿Es ése el único territorio por el que aún está dispuesto a luchar?»

Al califa se le cortó la respiración, no le salían las palabras y el visir aprovechó para concluir el mensaje.

– El sultán añadió: «¡Ve a decirles que tomaré a esa hija como tomé este imperio, como tomé Bagdad!»

VIII

Yahán relata detalladamente y con una culpable delectación los sinsabores matrimoniales de los grandes de este mundo; renunciando a censurarla, Omar se asocia ahora de buen grado a todas sus mímicas. Y cuando, con picardía, ella amenaza con callarse, él le suplica que continúe, ayudándose con caricias, aunque sabe muy bien cómo termina la historia.

Por lo tanto, el Príncipe de los Creyentes se resignó a decir «sí» con la muerte en el alma. En cuanto recibió la respuesta, Togrul emprendió el camino a Bagdad y antes incluso de llegar a la ciudad envió a su visir como explorador, impaciente por saber qué disposiciones se habían previsto ya para la boda.

Al llegar al palacio califal el emisario tuvo que oír, en términos muy detallados, que el contrato de matrimonio podía firmarse, pero que la reunión de los dos esposos estaba fuera de toda discusión «visto que lo importante es el honor de la alianza y no el encuentro».

El visir estaba exasperado, pero se dominó:

– Como conozco a Togrul Beg -explicó-, puedo aseguraros, sin ningún riesgo de equivocarme, que la importancia que concede al encuentro no es en modo alguno secundaria.

De hecho, para insistir en la vehemencia de su deseo, el sultán no dudó en poner sus tropas en estado de alerta, en dividir y controlar Bagdad y en cercar el palacio del califa; este último hubo de rendirse y el «encuentro» tuvo lugar. La princesa se sentó sobre un lecho tapizado de oro, Togrul Beg entró en la habitación, besó el suelo ante ella «y luego la honró», confirman los cronistas, «sin que ella apartara el velo de su rostro, sin que le dijera nada, sin ocuparse de su presencia». Desde entonces él venía a verla todos los días con ricos presentes y todos los días la honraba, pero ella no le dejó ver su rostro ni una sola vez. A la salida, después de cada «encuentro», le esperaban numerosas personas, porque estaba de tan buen humor que concedía todas las peticiones y ofrecía innumerables regalos.

De este matrimonio entre la decadencia y la arrogancia no nació ningún hijo. Togrul murió seis meses después. Notoriamente estéril, había repudiado a sus dos primeras esposas acusándolas del mal que le aquejaba a él. Sin embargo, a lo largo de tantas mujeres, esposas o esclavas, tenía que haberse rendido ante la evidencia: si culpa había, era él el culpable. Había consultado a astrólogos y a curanderos chamanes que le prescribieron que en cada luna llena se tragara el prepucio de un niño recién circunciso. Sin resultado. No tuvo más remedio que resignarse, pero para evitar que esa dolencia redujera su prestigio ante los suyos se había forjado una sólida reputación de amante insaciable, arrastrando tras él para el más corto de los desplazamientos un harén exageradamente abastecido. Sus hazañas eran un tema obligado entre sus allegados y no era raro que sus oficiales, e incluso los visitantes extranjeros, le preguntaran por sus proezas, alabaran su energía nocturna y le pidieran recetas y elixires.

Sayyeda se quedó, pues, viuda. Vacío estaba su lecho de oro, pero no se le ocurrió quejarse por ello. Más grave parecía el vacío de poder; el Imperio acababa de nacer y aunque llevara el nombre del oscuro antepasado Selyuq, su verdadero fundador era Togrul. Su desaparición sin hijos ¿no hundiría en la anarquía al Oriente musulmán? Los hermanos, sobrinos y primos eran una legión. Los turcos no tenían en cuenta el derecho de primogenitura ni la regla de sucesión.

Muy pronto, sin embargo, un hombre consiguió imponerse: Alp Arslan, hijo de Xagri. En algunos meses consiguió tener ascendiente sobre los miembros del clan, exterminando a unos, comprando el vasallaje de otros. Pronto aparecería a los ojos de sus súbditos como un gran soberano, firme y justo. Pero un rumor alimentado por sus rivales iba a perseguirle: mientras que se atribuía al estéril Togrul una desbordante virilidad, Alp Arslan, padre de nueve hijos, tenía, azar de las costumbres y de los rumores, la imagen de un hombre a quien el sexo opuesto atraía poco. Sus enemigos le apodaban «el afeminado» y sus cortesanos evitaban que sus conversaciones se desviaran hacia un tema tan embarazoso. Y fue esa reputación, merecida o no, la que iba a causar su perdición, interrumpiendo prematuramente una carrera que se anunciaba fulgurante.

Eso, Yahán y Omar no lo saben aún. En el momento en que conversan en el pabellón del jardín de Abu Taher, Alp Arslan, a los treinta y ocho años, es el hombre más poderoso de la tierra. Su Imperio se extiende desde Kabul hasta el Mediterráneo, no comparte con nadie su poder, su ejército le es fiel y tiene por visir al hombre de Estado más hábil de su tiempo, Nizam el-Molk. Sobre todo, Alp Arslan acaba de lograr, en el pequeño pueblo de Malazgerd, en Anatolia, una clamorosa victoria sobre el Imperio Bizantino, cuyo ejército fue diezmado a la vez que era capturado el emperador. En todas las mezquitas los predicadores alaban sus hazañas y cuentan cómo, a la hora de la batalla, se revistió con su sudario blanco y se perfumó con las plantas aromáticas de los embalsamadores, cómo trenzó con su propia mano la cola de su caballo, cómo pudo sorprender en las inmediaciones de su campo a los exploradores rusos enviados por los bizantinos, cómo ordenó que les cortaran la nariz, pero también cómo devolvió la libertad al emperador prisionero.

Un gran momento para el Islam, sin duda, pero un motivo de grave preocupación para Samarcanda. Alp Arslan la ha ambicionado siempre e incluso en el pasado intentó apoderarse de ella. Únicamente su conflicto con los bizantinos le obligó a pactar una tregua, sellada por alianzas matrimoniales entre las dos dinastías: Malikxah, el hijo primogénito del sultán, obtuvo la mano de Terken Jatun, la hermana de Nasr, y el kan mismo se casó con la hija de Alp Arslan.

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