El fuerte quedaba en la cima de una colina despejada, porque los españoles habían cortado los árboles para construirlo, pero la base del cerro estaba rodeada de vegetación. Desde arriba se podía ver un río copioso. La caballería ascendió por la colina y llegó antes a las ruinas envueltas en humo, seguida por las lentas filas de yanaconas con los pertrechos. De acuerdo con las instrucciones recibidas de Lautaro, los mapuche aguardaron hasta que el último hombre llegó arriba para anunciarse con el sonido escalofriante de las flautas de huesos humanos.
El gobernador, quien apenas tuvo tiempo de descender del caballo, se asomó entre los troncos quemados de la muralla y vio a los guerreros formados en escuadrones compactos, protegidos por escudos y con las lanzas en tierra. Los toquis de guerra estaban al frente, protegidos por una guardia formada por los mejores hombres. Asombrado, pensó que los bárbaros habían descubierto por instinto la forma de luchar de los antiguos ejércitos romanos, la misma que empleaban los tercios españoles. El cabecilla no podía ser otro que ese toqui del cual tanto había oído durante el invierno: Lautaro. Sintió que lo sacudía una oleada de ira y se dio cuenta de que tenía el cuerpo bañado de sudor. «¡Le daré la muerte más atroz a ese maldito!», exclamó.
Una muerte atroz. Hay tantas de ésas en nuestro reino, que nos pesarán para siempre en la conciencia. Debo hacer una pausa para explicar que Valdivia no pudo cumplir su amenaza contra Lautaro, quien murió luchando junto a Guacolda unos años más tarde. En corto tiempo este genio militar sembró el pánico en las ciudades españolas del sur, que debieron ser evacuadas, y logró llegar con sus huestes a las cercanías de Santiago. Para entonces la población mapuche estaba diezmada por el hambre y la peste, pero Lautaro seguía luchando con un pequeño ejército, muy disciplinado, que incluía a mujeres y niños. Dirigió la guerra con magistral astucia y soberbio coraje durante muy pocos años, pero suficientes para inflamar la insurrección mapuche que dura hasta ahora. Según me decía Rodrigo de Quiroga, muy pocos generales de la historia universal pueden compararse a este joven, que convirtió a un montón de tribus desnudas en el ejército más temible de América. Después de su muerte lo reemplazó el toqui Caupolicán, tan valiente como él pero menos sagaz, quien fue hecho prisionero y condenado a morir empalado. Aseguran que cuando su mujer, Fresia, lo vio arrastrado en cadenas, le lanzó a los pies a su hijo de pocos meses y exclamó que no quería amamantar al vástago de un vencido. Pero esta historia parece otra leyenda de la guerra, como la de la Virgen que se apareció en el cielo durante una batalla. Caupolicán soportó sin un quejido el espantoso suplicio del palo afilado atravesándole lentamente las entrañas, como lo relata en sus versos el joven Zurita, ¿o era Zúñiga? Por Dios, se me van los nombres, quién sabe cuántos errores hay en este relato. Menos mal que yo no estaba presente cuando dieron tormento a Caupolicán, tal como no me ha tocado ver el frecuente castigo de «desgobernación», en que cercenan de un machetazo medio pie derecho de los indígenas rebeldes. Eso no logra desalentarlos; cojos, siguen luchando. Y cuando a otro cacique, Galvarino, le cortaron las dos manos, se hizo amarrar las armas a los brazos para volver a la batalla. Después de tales horrores, no podemos esperar clemencia de los indígenas. La crueldad engendra más crueldad en un ciclo eterno.
Valdivia dividió a su gente en grupos, encabezados por los soldados a caballo y seguidos por los yanaconas, y les mandó descender la colina. No pudo lanzar la caballería al galope, como era lo usual, porque comprendió que ésta se ensartaría en las lanzas de los mapuche, que por lo visto habían aprendido tácticas europeas. Antes debía desarmar a los lanceros. En el primer encontronazo, los españoles y los yanaconas llevaron ventaja, y al cabo de un rato de lucha intensa y despiadada, pero breve, los mapuche se replegaron en dirección al río. Un alarido de triunfo celebró su retirada y Valdivia ordenó volver al fuerte. Sus soldados se creían seguros de la victoria, pero él quedó muy inquieto, porque los mapuche habían actuado en perfecto orden. Desde la cima de la colina los vio bebiendo y lavándose las heridas en el río, alivio que sus hombres no tenían. En ese momento se escuchó el chivateo y del bosque emergieron nuevas tropas indígenas, frescas y disciplinadas, tal como había ocurrido en Purén contra la gente de Juan Gómez, cosa que Valdivia ignoraba. Por primera vez el capitán general tomó el peso de la situación; hasta ese momento se había creído el amo de la Araucanía.
Durante el resto del día la batalla continuó de la misma manera. Los españoles, heridos, sedientos y agotados, enfrentaban en cada ronda una hueste mapuche descansada y bien comida, mientras los que se habían replegado se refrescaban en el río. Pasaban las horas, los españoles y yanaconas iban cayendo, y los ansiados refuerzos de Juan Gómez no llegaban.
Nadie en Chile desconoce los hechos de aquella trágica Navidad de 1553, pero hay varias versiones y yo voy a contarlos tal como los oí de labios de Cecilia. Mientras Valdivia y su reducida tropa se defendían a duras penas en Tucapel, Juan Gómez estaba detenido en Purén, donde los mapuche lo mantuvieron sitiado hasta el tercer día, en que no dieron señales de vida. Transcurrió la mañana y parte de la tarde en una espera ansiosa, hasta que por fin Gómez no soportó más y salió con una partida a revisar el bosque. Nada. Ni un solo indio a la vista. Entonces sospechó que el sitio del fuerte había sido una estratagema para distraerlos e impedirles reunirse con Pedro de Valdivia, como éste había ordenado. Así, mientras ellos estaban ociosos en Purén, el gobernador los aguardaba en Tucapel, y si había sido atacado, como era de temer, su situación debía de ser desesperada. Sin vacilar, Juan Gómez ordenó que los catorce hombres sanos que le quedaban montaran en los mejores caballos y lo siguieran de inmediato hacia Tucapel.
Cabalgaron la noche entera, y a la mañana del día siguiente se encontraron en las cercanías del fuerte. Pudieron ver la colina, el humo del incendio y grupos dispersos de mapuche, ebrios de guerra y muday , blandiendo cabezas y miembros humanos; los restos de los españoles y yanaconas derrotados el día anterior. Horrorizados, los catorce hombres comprendieron que estaban rodeados y correrían la misma suerte que los de Valdivia, pero los intoxicados indígenas estaban celebrando la victoria y no los enfrentaron. Los españoles espolearon sus fatigadas cabalgaduras y subieron por la colina, abriéndose paso a mandobles entre los escasos borrachos que se les pusieron por delante. El fuerte estaba reducido a un montón de leños humeantes. Buscaron a Pedro de Valdivia entre los cadáveres y trozos de cuerpos descuartizados, pero no lo hallaron. Una tinaja con agua sucia les permitió saciar la sed propia y de los caballos, pero no hubo tiempo de nada más, porque en ese momento comenzaban a ascender por la ladera miles y miles de indígenas. No eran los ebrios que vieran antes, éstos habían salido de los árboles sobrios y en orden.
Los españoles, que no podían defenderse en el fuerte en ruinas, donde habrían quedado atrapados, volvieron a montar en las sufridas bestias y se lanzaron cerro abajo, dispuestos a abrirse paso entre el enemigo. En un instante se vieron envueltos por los mapuche y comenzó una contienda sin cuartel que habría de durar el resto del día. Resulta imposible creer que los hombres y caballos, que habían galopado desde Purén durante la noche entera, resistieran hora tras hora de lucha durante todo ese fatídico día, pero yo he visto batallar a los españoles y he luchado junto a ellos, sé de lo que somos capaces. Por fin los soldados de Gómez pudieron agruparse y huir, seguidos de cerca por las huestes de Lautaro. Los caballos no daban más de sí y el bosque estaba sembrado de troncos caídos y otros obstáculos que impedían correr a las bestias, pero no así a los indios, que surgían de entre los árboles e interceptaban a los jinetes.
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