David Camus - Caballeros de la Vera Cruz

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Año 1187, Hattin (Tierra Santa): tras derrotar a la flor y nata del ejército cristiano, el sultán Saladino arrebata a los francos la Vera Cruz, el leño en que se crucificó a Cristo, que siempre había acompañado a los cristianos en sus combates. El caballero hospitalario Morgennes recupera la consciencia entre los caídos en el campo de batalla. Tras ser torturado por los sarracenos, acepta renegar de su fe y convertirse al islam.
Condenado por lo suyos, a modo de redención, parte en busca de la Vera Cruz con la esperanza de que esta dé ánimos a los francos y salvar así Jerusalén. Cuenta en su decisión con el apoyo del sobrino de Saladino, así como con el de una bella y misteriosa mujer de nombre Casiopea, un mercader de reliquias y un joven templario. Su aventura parece destinada al fracaso, pero una fuerza invisible lo acompaña, lo protege y lo guía.
¿Bastará con ella para librarse del más grande de todos los peligros?
«David Camus, el nieto de Albert, se apropia con gran acierto de los recursos del género en esta epopeya medieval. Hallamos en estas páginas la dosis ideal de misterio y de esoterismo.» – L'Observateur
«Una gesta épica que enfrenta la única verdad inexorable, la muerte, con la mayor incerteza: ¿existe algo más allá?» – El Mundo

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Seguidamente el hombre mostró a Saladino un cofrecillo de forma piramidal, adornado en los costados con versículos en relieve del Corán. Al parecer, la arqueta se abría haciendo bascular hacia afuera una de las inscripciones. Eso hizo el hombre de blanco, y el cofrecillo se abrió, desvelando el rostro de Rufino.

El obispo de Acre dirigía a los invitados de Saladino una sonrisa boba, como si la locura que se había apoderado de él hacia el final del combate no lo hubiera abandonado, marcando sus rasgos para siempre. La cabeza tenía los ojos cerrados, igual que la boca, con los labios pintados de rojo, lo que resaltaba la palidez de las mejillas. Los francos vieron entonces que el hombre que sostenía el cofre era ciego.

– ¿Cómo lo habéis hecho? -le preguntó Saladino, observando a la vez la caja y la cabeza que se encontraba en su interior, estupefacto al ver que el cráneo de Rufino había cabido allí dentro a pesar de su tamaño.

– ¿Es una ilusión óptica? ¿Un truco de magia? -preguntó al-Afdal, el hijo menor de Saladino.

De hecho, por momentos le parecía ver cómo los contornos del rostro de Rufino se superponían a los de la arqueta.

– Es un misterio que no estoy autorizado a revelarte -respondió en tono enigmático el portador del cofrecillo, un místico reputado llamado Sohrawardi-. A menos que Saladino, tu padre (¡que la gracia sea con él!), sol de los méritos, sultán de Egipto, de Siria, del Yemen y de Nubia, me lo ordene, claro está…

– Conserva tus secretos -dijo Saladino, apartando la mano de su hijo del cofrecillo-. Que cada cual se ocupe de sus asuntos. Yo, de los hombres y de todo lo que se encuentra en la superficie del mundo; tú de los demonios y de todo lo que vive y respira bajo tierra.

Sohrawardi inclinó ligeramente la cabeza. Sus cabellos, peinados con elegancia, caían como una fina nieve sobre sus hombros, y su barba, también blanca, larga y untada de pomada, colgaba por encima de la arqueta.

– Gracias, ornato de la nación. Saludo tu sabiduría y aclamo tu grandeza de espíritu.

– Tu clarividencia me honra -repuso Saladino.

Sohrawardi le dirigió una amplia sonrisa, que descubrió una boca de dientes estropeados en la que faltaban la mitad de las piezas. El místico inclinó apenas la cabeza con aire de entendimiento. Ni Saladino ni él se llamaban a engaño.

En efecto, al contrario que Saladino, que era suní, Sohrawardi era de obediencia chií. El místico estaba persuadido de que el Corán tenía un sentido oculto, y trabajaba para descubrirlo. Pretendía reverenciar a los verdaderos imanes -y entre ellos el primero era Alí, el yerno de Mahoma-, apartados de la sucesión del Profeta por mentirosos y ambiciosos, ávidos de poder. No era raro que algunos chiíes entre los más sabios practicaran la astrología.

O peor aún, la nigromancia, como era el caso de Sohrawardi. A Saladino no le gustaba recurrir a hombres como aquellos.

Había entablado incluso una guerra feroz contra ellos. Pero en el combate que oponía a los cristianos, frente a una potencia como la de la cruz, había tenido que contemporizar. Había aceptado, pues, no hacer decapitar a Sohrawardi y a algunos de sus seguidores a cambio de sus servicios. Después de hacer que les saltaran los ojos, Saladino había ordenado que arrojaran a esos magos a las mazmorras de El Cairo, de donde los sacaba en ocasiones, cuando partía al combate.

Saladino sabía que eran peligrosos. Y, para mantenerlos bajo control, utilizaba ese sabio equilibrio entre bondad y crueldad que lo caracterizaba. Nunca los llevaba a todos juntos consigo, sino que prometía a los cautivos de El Cairo que ordenaría ejecutar a los que lo acompañaban si ellos no se comportaban como debían. Luego decía lo mismo a estos últimos, amenazándolos con mandar degollar a sus prisioneros si desobedecían. Aquella situación repugnaba a Saladino, que estaba decidido a hacerlos decapitar a todos una vez que hubiera concluido su misión: devolver Jerusalén al islam y librar a Tierra Santa de los francos. Por eso la captura de la Santa Cruz y la victoria de la víspera en Hattin lo alegraban tanto. Se acercaba el día en que por fin podría deshacerse de los brujos chiíes.

Y Sohrawardi lo sabía.

De todos los magos de Saladino, él era el más poderoso y el más temido.

Sohrawardi había nacido en Ispahan de la unión de una mujer y un macho cabrío, algo repugnante e insensato que, sin embargo, muchos relataban como un hecho cierto. Según decían, de ahí provenía su constitución excepcional, su superior resistencia a las enfermedades y los venenos, y aquella capacidad para no envejecer que tantos le envidiaban. De todos modos, los envidiosos se consolaban diciéndose que esas ventajas iban a la par con un desarreglo de las glándulas sudoríparas que lo hacía sudar de forma abundante y exhalar la pestilencia de su padre.

Sohrawardi no tenía edad. Aunque su barba y sus cabellos fueran blancos y su cara tuviera arrugas, había algo extrañamente joven en él. Algunos le atribuían una edad aproximada de ciento sesenta años, arguyendo que había seguido las enseñanzas de Avicena en Hamadan; otros pretendían que esas cuentas no eran correctas y afirmaban que había sido discípulo de Farabi, maestro de Avicena… Otros, en fin, más aventurados, se remontaban hasta Yehuti, portavoz y archivero de los dioses, y aseguraban que él era el único auténtico maestro de Sohrawardi.

Pero todos coincidían en reconocer que ningún otro mago sabía invocar a los yinn y someterlos mejor que Sohrawardi.

La leyenda explicaba que Sohrawardi había forzado al rey de los yinn a revelarle las palabras de poder que permitían hacer temblar la tierra, inflamar el aire, secar una fuente o emponzoñarla, lo que le había valido el sobrenombre de señor de los yinn.

Se murmuraba también que sabía hacer hablar a los muertos y deseaba el retorno de Ahrimán, el dios persa del Mal, aunque aquello no se había probado.

En cualquier caso se lo temía más de lo que se lo respetaba, y Saladino nunca lo dejaba solo: los dos hombres que se mantenían a su lado eran dos de sus más feroces mamelucos, y uno de ellos era el hijo de Tughril, su propio guardia de corps. Para hacerlos insensibles a cualquier posible sortilegio, les habían reventado los tímpanos, y para inmunizarlos contra el espantoso olor de Sohrawardi, habían destruido, por medio de brebajes y filtros, su sentido del gusto y del olfato.

– ¿Está todo listo? -preguntó Saladino.

Sohrawardi asintió con una pequeña sonrisa de satisfacción. Visiblemente, el cofre había reclamado toda su atención, y parecía contento del resultado.

– Pues vamos.

Cuatro mamelucos rodearon al sultán, mientras un quinto, el famoso Tughril, un coloso, se dirigía hacia la salida. Tughril era el más importante de todos los esclavos de Saladino. Era su jandár al-Sultdn, es decir, el jefe de su guardia, que por entonces contaba con más de tres mil mamelucos. Sus funciones incluían ser la «sombra» del sultán y precederlo en cada uno de sus movimientos para asegurarse de que el camino estaba libre. Era tan importante que Saladino lo había ennoblecido: a su muerte Tughril podría ceder el título a su hijo, quien, por su parte, no podría hacerlo a menos que fuese, a su vez, ennoblecido.

Los mamelucos mantenían una mano en la empuñadura de sus sables, sostenían una lanza en la otra y velaban por que nadie se acercara a Saladino.

Les seguían Sohrawardi y sus dos guardianes; después el estado mayor del sultán, que estaba compuesto esencialmente por el emir Darbas al-Kurdi, que tenía el mando de la al-Halqa al-Mansúra al-Sultániyya -la guardia particular de Saladino, formada por una cincuentena de jinetes curtidos-¡Moisés Maimónides, que era el médico personal del sultán; Ibrahim al-Mihrani, el síláhdárdn de Saladino, es decir, su escudero; Ibn Wásil, a la vez estratega, táctico y ayuda de campo, y el cadí Ibn Abi Asrun, que se ocupaba de todos los asuntos judiciales, civiles y religiosos del reino. Seguían toda clase de individuos a los que los francos vieron salir por primera vez de los rincones más oscuros de la tienda: mamelucos, muqaddam y emires diversos. Y cerraban la marcha mujeres vestidas con un simple taparrabo -cuya piel, frotada con grasa, olía a almizcle y brillaba en la penumbra-, que llevaban bandejas con jarras y vasos para ofrecer de beber a los invitados.

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