El sarraceno lanzó un grito de dolor que se elevó a los cielos acompañando el sordo ruido del antebrazo al caer en la arena. Su mano, crispada sobre la empuñadura del sable, se contraía, presa de convulsiones.
– Panem nostrum quotidianum da nobis hodie…
Llevados de su impulso, los jinetes se habían alejado. Morgennes aprovechó la circunstancia para deshacer su keffieh y secarse la sangre que lo había salpicado, sin perder de vista a sus adversarios. Se preparaba una nueva carga de dos jinetes, uno de los cuales blandía una poderosa maza que hacía girar por encima de la cabeza. Morgennes sujetó la tarja con más fuerza y se agachó ligeramente, preparándose para rodar de costado en el momento en que llegara el golpe. El hombre de la maza hundió las espuelas en los flancos de su caballo y se precipitó contra Morgennes.
En ese momento un sarraceno gritó:
– ¡No lo matéis! ¡Atrapadlo vivo! ¡Es un hospitalario! ¡Cincuenta dinares para el que me lo traiga atado de pies y manos! ¡Saladino, jefe de los ejércitos, Espada del Islam, lo ordena!
Los jinetes pararon en seco su carga y se miraron desconcertados. Extenuado, Morgennes apretó la empuñadura de Crucífera y se protegió detrás de su pequeño escudo. Habiéndose creído muerto ya hacía unos instantes, no tenía ningún deseo de rendirse y seguía decidido a vender cara su piel.
– … et dimitte nobis debita nostra sicut et nos dimitimus debitoribus nostris…
En ese momento una oleada de dolor lo hizo vacilar. Tenía una flecha clavada en la espalda. La punta había sido especialmente estudiada para horadar las armaduras. El proyectil había atravesado dos capas de la cota de malla y se había hincado en su gambesón de tela acolchada.
Una segunda flecha le pasó por encima, luego una tercera, una cuarta, y fue como si hubieran tocado a rebato. De los seis infieles, cinco estaban indemnes, y juntos se precipitaron contra Morgennes, que en ese mismo instante confiaba su alma a Dios.
– … et ne nos inducas in tentantionem, sed libera nos a malo. Amen.
Había acabado. Podía morir.
Morgennes se sintió desfallecer. Tenía la sensación de que su corazón estaba a punto de estallar. Le dolían las articulaciones, le temblaban las rodillas, sus manos ya no tenían fuerza, su vista se nublaba. Quiso tragar, pero ya no tenía saliva.
«Se acabó -pensó, agotado-. ¿Puedo decir tan solo que he vivido bien?»
Más allá del sarraceno que cargaba, una nube de insectos se agitaba dispuesta a caer sobre él. Entonces un trazo luminoso hendió el espacio y atravesó el pecho del infiel. Durante un instante, Morgennes tuvo la impresión de que el tiempo ya no existía, de que ya no había sonidos, olores ni sufrimiento. Finalmente, como el mar que ataca de nuevo la costa con la marea alta, la vida volvió, ruidosa y colérica. La nube de insectos se disipó, y el infiel -cuyo caballo acababa de encabritarse- cayó de la silla, muerto, con una lanza sarracena atravesándole el cuerpo.
Un hombre se acercó al pequeño grupo formado por los cinco jinetes. El sarraceno, montado en una yegua blanca, los miró fijamente, hirviendo de cólera.
Su fino bigote lo señalaba como una persona distinguida; su vestimenta -un brial cortado en un tejido de brocado azul, un par de botas equipadas con espuelas de oro y un tocado de seda bordada con centenares de perlas pequeñas- revelaba a un personaje noble; su espada, una magnífica cimitarra con joyas engastadas en la guarda, encajada en un cinturón adornado con hilo de oro, indicaba que se trataba de un muqaddam , es decir, uno de los jefes del ejército sarraceno. La túnica que vestía estaba manchada de sangre en algunos lugares, pero no tenía ningún desgarrón, como si la mano de Dios (o de Alá) se hubiera interpuesto entre él y sus adversarios.
El recién llegado, que manejaba una lanza parecida a la que el sarraceno acababa de recibir en mitad del pecho, hizo trotar a su montura en dirección a Morgennes mientras decía a los jinetes en tono firme:
– Este hombre es mío, ya que vosotros no lo queréis. Saladino, que Alá lo guarde, ha pedido que se detenga la matanza y que se hagan prisioneros. Si Saladino, honor del Imperio, ornato del islam, lo pide, no seré yo, su sobrino, su humilde servidor, quien decida otra cosa. ¡Y vosotros debéis obedecerme, como yo obedezco a Saladino, que a su vez obedece a Alá, del que todos somos esclavos!
Los jinetes bajaron la cabeza sin rechistar, mientras Morgennes se preguntaba qué iba a hacer aquel hombre con él. Ya no se sentía con fuerzas para combatir, solo esperaba que le viniera una idea o que la gracia lo iluminara.
Pero fue el sobrino de Saladino quien, inclinándose desde lo alto de su caballo, le puso la mano en el hombro y le dijo con gran dulzura:
– Ahora puedes rendirte, no tiene sentido continuar.
– Es imposible -respondió Morgennes-. Soy un hospitalario.
– ¡Pero tu rey se ha rendido!
– Yo solo obedezco a mi orden.
– Todos los de tu orden han capitulado ya. Eres el último que combate. Incluso tu señor ha depuesto las armas.
– Solo Dios es mi señor -dijo Morgennes-.Y Dios no se rinde nunca.
Entonces, comprendiendo el desamparo de su prisionero, Taqi ad-Din -el más noble de los sobrinos de Saladino- extendió la mano en dirección al campo de batalla.
En aquel momento, como si la naturaleza lo obedeciera, se levantó un viento que expulsó la bruma, la niebla, el polvo y la humareda que envolvía las llanuras y la colina de Hattin, enrojecidas por la sangre. Lo primero que impresionó a Morgennes fue la luna, redonda y pálida. Su forma irregular se recortaba con tanta nitidez por encima del horizonte que podía distinguirse hasta la más pequeña mancha, hasta el menor cráter. Morgennes nunca la había visto así, y aún menos avanzada la mañana.
Luego vio las decenas, las centenas, los miles de soldados, todos cristianos, que los mahometanos habían hecho prisioneros. Morgennes divisó igualmente los estandartes del rey de Jerusalén, los de innumerables casas nobles, así como las banderas del Temple y del Hospital.
Debajo, hombres sentados en fila, con las lanzas y las espadas, inútiles, a su lado, eran encadenados por los soldados de Saladino.
Finalmente distinguió la Vera Cruz. Un infiel la paseaba del revés por el campo de batalla gritando:
– ¡Alá es grande! ¡Alá es único! ¡El es el único Dios!
Solamente entonces Morgennes rindió las armas.
Saladino, el rey de los reyes, el vencedor de los vencedores, es como los otros hombres, el esclavo de la muerte.
Inscripción de un estandarte en la cúspide de la tienda de Saladino
El día después de la derrota de Hattin, Saladino se encontraba en compañía de su estado mayor y de los más nobles de los prisioneros francos cuando fueron a anunciarle una noticia. Bajo el inmenso toldo de su tienda, tres emires se adelantaron para comunicarle la buena nueva: Nazaret ofrecía la rendición y Tiberíades había caído. Comprendiendo que las huestes de Jerusalén nunca acudirían a socorrerla, Eschiva de Trípoli había capitulado tras cinco días de resistencia. La condesa había abandonado el precario abrigo de su castillo con sus allegados y sus sirvientes -apenas una cincuentena de personas, entre ellas una docena de combatientes-, y bajo las miradas admirativas y compasivas de los infieles había cogido la ruta de Tiro, esperando encontrar allí a su marido, Raimundo de Trípoli, del que seguían sin tenerse noticias.
– ¡Traidor! -escupió Guido de Lusignan al oír este nombre.
Saladino se volvió hacia el rey de Jerusalén, se frotó la barba, corta y regular, y adoptando un aire avisado le preguntó:
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