Primero partieron los pobres, la gente sencilla. Siguieron a Pedro el Ermitaño y a Gualterio Sin Haber, y cada día se sorprendían de la distancia a la que el Señor había colocado Jerusalén. El camino estaba sembrado de dificultades. Para animarse a avanzar, entonaban cánticos: «¡Que el Santo Sepulcro sea nuestra salvaguarda!». A pesar de todo, muchos sucumbían.
En Constantinopla se unieron a ellos Godofredo de Bouillon y otros caballeros. Juntos se apoderaron de numerosos territorios, donde fundaron principados y condados. Jerusalén, su futuro reino, estaba solo a unos días de marcha. Los cruzados continuaron avanzando valientemente, establecieron y disolvieron alianzas, corrompieron, traicionaron, mataron y rezaron.
Finalmente llegaron a Jerusalén y la sitiaron.
El 15 de julio de 1099, después de más de un mes de combates, Jerusalén volvió a ser cristiana. Su bautismo se realizó en la sangre: «El mejor de los cementos», aseguró Malecorne, uno de los sacerdotes presentes.
Enseguida, los caballeros emprendieron la búsqueda de la Vera Cruz, que los canónigos del Santo Sepulcro habían ocultado en la leprosería de San Lázaro. Los canónigos creyeron que nadie iría a buscarla allí, pero no habían contado con el impetuoso temperamento de Malecorne, que declaró: «¡Si no temo al diablo ni a los sarracenos, menos temeré a los leprosos!». Guiado por su instinto, el sacerdote entró en la leprosería y encontró la Vera Cruz bajo una cuna de paja oculta bajo una cama. «¡Como Cristo en su nacimiento! -exclamó Malecorne, que la besó y añadió-: Hemos venido a ti con la sola fuerza de nuestra fe y nuestra voluntad. ¡Que estemos aquí es un milagro, y aunque fueras tú quien desde lejos nos guiara, nosotros, solo nosotros, te hemos salvado!»
El sacerdote apretó la cruz contra su pecho y murmuró: «¡Pido humildemente que tus próximos milagros nos estén reservados a nosotros, los que te hemos liberado!».
Hay que creer que la Santa Cruz lo escuchó, porque en los años siguientes se sucedieron los prodigios.
En 1101, Balduino I, rey de Jerusalén, se vio obligado a partir al combate con solo dos mil hombres, frente a treinta mil egipcios. Las perspectivas eran tan negras que el rey pidió un milagro a Malecorne. «¡Un milagro! -exclamó Malecorne-. No es a mí, señor, a quien hay que pedirlo, sino a la Santa Cruz. ¡Confiadle vuestros pecados y ella os salvará la vida!» Balduino saltó de su caballo y se confesó ante sus soldados. Los hombres quedaron profundamente impresionados, y muchos se pusieron a llorar cuando Malecorne levantó en el aire la Vera Cruz, gritando: «¡Venceremos! ¡Dios lo quiere! ¡Venceremos!».Y todos creyeron ver brillar la cruz en el cielo, como un rayo de sol en medio de la noche.
Balduino volvió a montar y prometió a la cruz: «¡Juro ante Dios que si obtenemos la victoria, te cubriré con más riquezas de las que nunca haya podido soñar mujer alguna!».
Vencieron a los egipcios, y el tesoro reunido en el campo de batalla sirvió para cubrir la cruz con un ropaje de oro y perlas. En 1118, después de haber permitido a los francos vencer en Tell Danith, la Santa Cruz fue recompensada con la concesión de una guardia particular: doce valerosos caballeros, elegidos entre los mejores, que fueron conocidos como «los apóstoles».
Pero el uso que los reyes hacían de la Vera Cruz no gustaba a los religiosos. «¡Su lugar está en el Santo Sepulcro, no en los campos de batalla!», no dejaban de clamar. Los reyes no los escuchaban. Hasta el día en que el patriarca de Jerusalén tuvo problemas graves con una horda de jinetes mahometanos que querían cortarle la cabeza. Balduino II aprovechó la ocasión para volar en su socorro con la Vera Cruz. El rey ahuyentó a los infieles y devolvió la reliquia al patriarca, precisando: «La Santa Cruz no os pertenece. Vos tenéis solo el usufructo de la cruz, no la propiedad, que recae en todos los cristianos. Más que en una iglesia, su lugar está al lado de estos, dondequiera que se encuentren, siempre que estén en peligro». La santa Iglesia ya nunca volvió a criticar en Tierra Santa el uso que los reyes hacían de la Vera Cruz.
En el curso de los años, la reliquia dio tantas victorias al reino cristiano de Jerusalén que los sarracenos huían a su vista. En Montgisard, en 1177, Balduino IV, el pequeño rey leproso, se disponía a hacer frente a veinte mil infieles con solo quinientos hombres. El rey imploró la ayuda de la Santa Cruz. Y enseguida esta se elevó en los aires, irradiando un extraño resplandor. Todos los que se vieron bañados por la luz de la cruz se sintieron imbuidos de una fuerza prodigiosa. El ejército mahometano fue aplastado. Saladino pudo salvarse solo gracias al sacrificio de su guardia próxima. El caudillo musulmán nunca olvidó la afrenta sufrida aquel día; reclutó a mil magos y los conminó a encontrar un medio para contrarrestar los efectos de la cruz. Y, para que no pudieran tentarlos ni apartarlos de su objetivo, les hizo saltar los ojos y los encerró en el calabozo más profundo de su palacio de El Cairo.
Así, la cruz permitía vencer a los cruzados. Los éxitos se sucedían, y los francos ya se veían reinando sobre el mundo. Hasta ese día de julio de 1187, en Hattin.
Porque sé que quieres hacerme habitar en la muerte, en la casa donde han de reunirse todos los que viven.
Job, XXX, 23
Morgennes se despertó en medio de los muertos y miró alrededor. Se preguntó si estaba en la tierra o en el paraíso, aunque el infierno parecía corresponderse mejor con lo que tenía ante la vista: cuerpos mutilados, amputados por el filo de un sable o hundidos por un mazazo; cráneos abiertos, con el cerebro ennegrecido caído sobre la arena; sangre coagulada en las comisuras de una boca con las encías hendidas; un yelmo que encerraba para siempre el rostro sorprendido de un caballero que se había creído al abrigo de la muerte; corazas convertidas en ataúd que ejércitos de insectos revestían con un segundo caparazón; zumbidos de alas y élitros; maxilares y mandíbulas en acción; chasquidos de ganchos y pinzas; sobresaltos; vacilaciones; danzas de aguijones, labros y palpos; antenas, lenguas y trompas horadando, lamiendo, aspirando, entrando y saliendo de las heridas, de las cavidades de los muertos. Excitados por el festín, los cuervos saltaban de un cuerpo a otro, sin saber por qué manjar comenzar; luego uno de ellos se acercó a un arquero medio muerto para deleitarse con los humores de su ojo.
Morgennes se sintió mareado y cerró los ojos un instante. Permaneció tendido, tratando de rememorar los acontecimientos que lo habían llevado hasta allí. Pero no recordaba nada. Tenía los sentidos embotados. Solo sentía el peso de su cota de malla. Era increíblemente pesada, tan pesada que le molestaba para respirar. Sin embargo, tenía la impresión de flotar. Jadeando, tanteó con la palma de la mano para saber dónde se encontraba. La posición horizontal no era la de un hombre en medio de un combate. A menos que estuviera muerto. Lo que no era su caso, ahora estaba seguro de ello. Sentía en su mano enguantada de cuero la arena del campo de batalla, caliente por la sangre, negra y densa. De hecho, yacía tendido en un baño de sangre de tales proporciones que se preguntó si no era la propia tierra la que sangraba.
Extrañamente, aquello le dio nuevas fuerzas. Tenía que levantarse, levantarse de nuevo porque… sí, ahora lo recordaba: su caballo se había desplomado, mortalmente herido, y lo había arrastrado en su caída.
Morgennes sacó fuerzas de flaqueza, se apoyó con las dos manos en la arena húmeda y se incorporó. La cabeza le seguía dando vueltas, los sonidos le llegaban como ahogados. Se soltó el bacinete, lo lanzó un poco más lejos y, con los ojos cerrados, aspiró una bocanada profunda del aire ardiente y el acre olor de la batalla. Luego reflexionó. Debía de estar herido. Pasó la mano por la cota de malla y notó un profundo desgarrón en su flanco izquierdo. Algunas anillas de acero habían saltado, y su capa y su manto estaban rasgados. Solo tenía ligeras magulladuras en las costillas, pero la lanzada había rozado el corazón.
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