David Camus - Caballeros de la Vera Cruz

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Año 1187, Hattin (Tierra Santa): tras derrotar a la flor y nata del ejército cristiano, el sultán Saladino arrebata a los francos la Vera Cruz, el leño en que se crucificó a Cristo, que siempre había acompañado a los cristianos en sus combates. El caballero hospitalario Morgennes recupera la consciencia entre los caídos en el campo de batalla. Tras ser torturado por los sarracenos, acepta renegar de su fe y convertirse al islam.
Condenado por lo suyos, a modo de redención, parte en busca de la Vera Cruz con la esperanza de que esta dé ánimos a los francos y salvar así Jerusalén. Cuenta en su decisión con el apoyo del sobrino de Saladino, así como con el de una bella y misteriosa mujer de nombre Casiopea, un mercader de reliquias y un joven templario. Su aventura parece destinada al fracaso, pero una fuerza invisible lo acompaña, lo protege y lo guía.
¿Bastará con ella para librarse del más grande de todos los peligros?
«David Camus, el nieto de Albert, se apropia con gran acierto de los recursos del género en esta epopeya medieval. Hallamos en estas páginas la dosis ideal de misterio y de esoterismo.» – L'Observateur
«Una gesta épica que enfrenta la única verdad inexorable, la muerte, con la mayor incerteza: ¿existe algo más allá?» – El Mundo

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Un atardecer, cuando se encontraban en el principado de Galilea, en una cresta del monte Tabor, a medio camino entre Damasco y Jerusalén, Morgennes declaró:

– Sé adonde debemos ir.

– ¿A Jerusalén? -dijo Masada.

– No enseguida. Primero iremos por ahí…

Señaló hacia el sur, en dirección al cielo, tal vez a una estrella.

Masada miró pero no vio nada. Femia no apartaba la mirada de Morgennes, segura, por la serenidad que se leía en su semblante, de que había encontrado algo.

Yahyah observó el horizonte, y de repente exclamó:

– ¡Lo veo! ¡Lo veo!

Luego se puso a agitar los brazos mientras lanzaba gritos estridentes.

– ¿Qué hay? -preguntó lastimeramente Masada-. ¡Yo no veo nada!

– ¡Abre los ojos y mira! -dijo Morgennes.

Ya podía, Masada, abrir unos ojos como platos para escrutar el panorama del principado de Galilea, que no distinguía más que nubes grises con el vientre enrojecido por el sol, la tierra inundada de luz, y casas, plazas fuertes, huertos y campos bañados con los colores cambiantes del crepúsculo.

Femia miró a su vez, haciendo visera con la mano, y dijo sonriendo:

– Lo veo, pero no lo entiendo.

Masada echaba chispas. Miró, sucesivamente, el cielo, el dedo de Morgennes y la banda de tela que tapaba su ojo ciego.

– ¿Cómo es posible que tú veas mejor con un solo ojo que yo con dos?

– Porque yo no solo utilizo los ojos -respondió Morgennes-. También utilizo el cerebro.

– El cerebro, el cerebro -dijo Masada-. Muy bien, perfecto, ¡pero sigo sin ver nada! Dime qué ves tú.

– Nubes.

– ¿Nada más?

– Y pájaros.

– ¿Pájaros? Si solo hay uno -dijo Masada.

– ¡Por fin! -exclamó Morgennes-. ¡Ahora que tus ojos se han abierto, pídele a tu cerebro que haga otro tanto!

Masada lo contempló, desconcertado. ¿Se habría vuelto loco, Morgennes?

– Ese pájaro -dijo Morgennes- no es como los otros. Es un halcón peregrino, un cazador, y es raro que vuele así cuando se pone el sol. Es una suerte que lo haya visto, porque su plumaje pardo y gris hace que se funda con el cielo. Cuando cae la noche, desaparece. Este tipo de rapaces no vuelan en la oscuridad. El hecho de que esta cruce el aire a estas horas significa que su amo (de hecho, es su ama) no se encuentra lejos. Sí, conozco a ese halcón. Me he tropezado dos veces con él en Hattin, y luego una tercera cuando íbamos hacia el Krak: volaba en el cielo del Yebel Ansariya, en pleno territorio de los asesinos.

– Sigo sin comprender -dijo Masada.

– Es una rapaz única en el mundo: su ama es la mujer más bella que haya visto nunca, bella como una reliquia. Es una joven de sangre mezclada, de un poco más de veinte años, de ojos azules y cabellos castaños. Su piel parece tan suave como la de un recién nacido, y lleva las joyas más bellas que jamás haya visto…

Un brillo ávido iluminó los ojos de Femia. En la lejanía, el ave lanzó un grito.

– Yo también conocí a una mujer que tenía un pájaro de este tipo -reconoció en voz baja Masada-. Era, creo, la amante del jeque de los zakrad, una verdadera furia. Recorría Tierra Santa en busca de un hombre… un tal Perceval, si no entendí mal. Era orgullosa, bella y fría, como la hoja de un puñal. Cada vez que venía a verme, me quedaba paralizado.

– ¿Así que la conoces?

– Sí -prosiguió Masada-.Venía a menudo a consultarme a Nazaret. Compraba las reliquias más hermosas, las más caras, y se iba con ellas. Ella necesitaba una nueva más o menos cada semana. No sé de dónde sacaba el dinero ni por qué compraba tantas. Pero parecía dominada por una especie de maldición. Necesitaba reliquias como otros necesitan guerras, mujeres, oración o vino…

– Y eso que las reliquias eran falsas -hizo notar secamente Femia.

– Falsas, verdaderas…, ¿acaso sé yo lo que es verdadero o falso en materia de reliquias? -replicó Masada, al que incomodaba el tema-Yo, por mi parte, diría que todas eran auténticas…

– Ya veo -dijo Morgennes-. Dejémoslo. Pero esa mujer tenía un pañuelo que me parece que es ese que llevas en el brazo…

– ¿Y si fuera así? -preguntó Masada.

– Eso querría decir que ha sido capturada. Pero ¿por qué? ¿Y por quién?

– De todos modos, ¿qué relación tiene esto con la Vera Cruz? -continuó Masada.

– Tal vez ninguna -dijo Morgennes-, pero quiero ir a ver. Y, además, si el ama de este pájaro busca reliquias, ¿por qué no la Vera Cruz?

Yallah! -exclamó Femia.

Masada bajó la cabeza y guardó silencio. De nuevo estaba perdido en sus pensamientos y había soltado las riendas de Carabas. Finalmente, Morgennes bajó del caballo para reunirse con Yahyah, que se disponía a rezar y había sacado un largo manto blanco para cubrirle los hombros (a quién podía ocurrírsele rezar con una armadura negra).

Morgennes no pudo evitar pensar que el destino les había enviado una señal. «Después de todo -se decía-, si una estrella guió a los Reyes Magos hasta Cristo, ¿por qué un pájaro no debería guiarnos a nosotros hasta la Vera Cruz?»

Sonrió, feliz, lleno de una alegría tranquila, seguro de no engañarse.

Después de la oración contempló, desde una altura, el castillo templario de La Féve, que dominaba la llanura del Esdrelon. Más al norte, detrás de ellos, la torre de Séforis, Safet y sus numerosos casales… Todos habían caído. Morgennes ignoraba si había sido la fuerza o la astucia la causante de su pérdida, pero sabía, en cualquier caso, que esta significaba el fin de la presencia del Temple en TransJordania. La llave de Jerusalén era ahora el castillo de La Féve. Solo había que bajar la ladera sur del monte Tabor, que se extendía hacia la Baja Galilea y la llanura del Esdrelon, para alcanzar los contrafuertes del castillo que Morgennes veía temblar en la bruma azulada.

Una vez abajo, prevendría a la guarnición. Juntos resistirían a los «templarios sarracenos», juntos salvarían la Vera Cruz. Quedaba por ver cómo conseguiría devolverla luego al Hospital…

– Esperadme allí -dijo Morgennes-, ¡y si no he vuelto antes de mañana por la noche, marchaos, huid!

– ¿Para ir adonde? -replicó Masada.

– Debes de conocer algún lugar donde esconderte, ¿no?

– Tal vez -respondió el hombrecillo, evasivo.

– Entonces, ve allí.

Yahyah, que jugaba con Babucha, se detuvo para ayudar a Morgennes a montar.

– No iréis a partir así, caballero -dijo-. ¡Ni siquiera estáis armado!

– Allá me darán una espada -respondió Morgennes.

– Pero…

Sin esperar al final de la frase, Morgennes espoleó a Isobel y descendió del monte Tabor, cuyo monasterio en ruinas daba testimonio del reciente paso de los sarracenos. Femia lo vio marchar y lo saludó largamente con la mano.

Yallah! -gritó para darle ánimos.

La mujer no dejó de mirarlo y, cuando ya era solo una nubecita en el horizonte, se volvió hacia su marido y dijo acariciando uno de sus collares:

– Espero que la encuentre.

– Yo también -dijo Masada, y añadió en tono más bajo-: La Vera Cruz debe de valer mucho oro…

Femia lo miró, inquieta. ¿Lo había oído su mujer? El caso es que esta enseguida declaró:

– No podemos dejarlo solo…

Y tras coger las riendas se dispuso a hacerlas restallar; pero Masada se lo impidió replicando:

– ¡Soy yo quien decide, y de momento nos quedamos aquí!

Masada no tenía, en efecto, ningunas ganas de acercarse al castillo de La Féve, cuya guarnición había recibido orden de arrestarlo. Sin embargo, una sacudida agitó la carreta: Carabas se había puesto en marcha por sí mismo y descendía, entre las delgadas columnas de humo azul que se elevaban en la sombra, tras la pista de Morgennes.

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