David Camus - Caballeros de la Vera Cruz

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Año 1187, Hattin (Tierra Santa): tras derrotar a la flor y nata del ejército cristiano, el sultán Saladino arrebata a los francos la Vera Cruz, el leño en que se crucificó a Cristo, que siempre había acompañado a los cristianos en sus combates. El caballero hospitalario Morgennes recupera la consciencia entre los caídos en el campo de batalla. Tras ser torturado por los sarracenos, acepta renegar de su fe y convertirse al islam.
Condenado por lo suyos, a modo de redención, parte en busca de la Vera Cruz con la esperanza de que esta dé ánimos a los francos y salvar así Jerusalén. Cuenta en su decisión con el apoyo del sobrino de Saladino, así como con el de una bella y misteriosa mujer de nombre Casiopea, un mercader de reliquias y un joven templario. Su aventura parece destinada al fracaso, pero una fuerza invisible lo acompaña, lo protege y lo guía.
¿Bastará con ella para librarse del más grande de todos los peligros?
«David Camus, el nieto de Albert, se apropia con gran acierto de los recursos del género en esta epopeya medieval. Hallamos en estas páginas la dosis ideal de misterio y de esoterismo.» – L'Observateur
«Una gesta épica que enfrenta la única verdad inexorable, la muerte, con la mayor incerteza: ¿existe algo más allá?» – El Mundo

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– Eso es lo que se nos prescribe.

– También nos prescriben que recemos juntos, y no que nos giremos solo hacia Dios…

Había como un reproche en las palabras de Alexis de Beaujeu, pero su rostro no expresaba nada parecido.

– ¡Es tan duro hablar contigo, Morgennes! -siguió Beaujeu-. Das tan a menudo la impresión de estar solo, como si no fueras de este mundo…

– Es mi naturaleza -dijo Morgennes-. Hay que acostumbrarse.

– Desde tu cautividad, no hablo de la última sino de la que puso fin a tu búsqueda de las lágrimas de Alá, sé que has perdido en parte la memoria. ¿La has recuperado ahora?

– ¿Cómo podría saberlo? Si hay alguien incapaz de responder a tu pregunta, soy justamente yo. Pero es cierto que a menudo tengo la sensación de no ser ya dueño de mí mismo.

– Solo Dios es nuestro dueño -dijo Beaujeu-. Sobre todo cuando uno se ha dado, como tú, a una de sus órdenes. Pero volvamos a Hattin. El capítulo ha pronunciado su sentencia: has recibido tu carta de exclusión, y ya no se trata, pues, de juzgarte. Sin embargo, lo que dijo Trípoli era exacto: tu actitud no está exenta de coraje.

– Como la de los hermanos que renunciaron a abjurar.

– Son dos corajes de naturaleza diferente.

– Sea coraje o cobardía, me preocuparé por ello cuando haya encontrado la Vera Cruz.

Alexis de Beaujeu no insistió. Hubiera querido hablar a Morgennes, pero este último parecía encontrarse más allá de las palabras. Las palabras no lo alcanzaban, solo los actos tenían un sentido para él. No porque las palabras no tuvieran importancia, sino porque estas pertenecían a una parte de su entendimiento donde él mismo parecía no situarse. Beaujeu se entristeció. Había tratado de provocar una chispa en su amigo, había intentado suscitar en él un interrogante, una duda. Pero no lo había conseguido.

Por otra parte, ¿por qué se preocupaba tanto por el estado de espíritu de Morgennes?

«Olvidemos este asunto -se dijo Beaujeu-, pasemos a otra cosa.»

El hermano comendador abrió la puertecita del edificio con las llaves que llevaba en su limosnera. Como había caído la noche, cogió una antorcha de una hornacina y la encendió con ayuda del pedernal que había junto a ella. El aire olía a sebo, metal y guerra. Las armas, ordenadas en armeros alineados a los lados y en el centro de la fábrica, parecían aguantar el aliento, ansiosas por ser extraídas de su vaina y atravesar al adversario. El mismo aire estaba hecho de esta tensión, y Morgennes tuvo de nuevo la impresión de que eran las armas las que habían creado a los hombres, y no al revés.

Siguió de cerca a Alexis de Beaujeu, que bajaba por una escalera que conducía al sótano de la armería, y tuvo la clara sensación de que las astas de las lanzas y las empuñaduras de las espadas pedían a gritos que las sujetaran para hendir, traspasar, segar, cortar, matar. Podía oír sus gritos silenciosos, sentía su impaciencia cuando tantos enemigos estaban pidiendo morir, allá afuera, en el exterior; y, cuando ya no hubiera enemigos, siempre quedarían los amigos, la familia, uno mismo.

Los almacenes del sótano eran el lugar donde se guardaban los escudos y las armaduras. Estas últimas descansaban en cajas llenas de paja, o sobre maniquíes si había que montarlas o repararlas.

Beaujeu abrió una caja de madera negra que parecía un ataúd. Contenía una armadura, también negra, en perfecto estado. Después de haber acariciado las anillas para comprobar su ligereza y su solidez, el hermano comendador dijo a Morgennes:

– Es una cota de un tipo nuevo. Sus mallas están tan apretadas que las flechas no pueden atravesarla… En el interior se ha cosido una especie de chaqueta de paño forrada con algodón fuertemente picado. Es más ligero que un gambesón y mucho más sólido. Con esto estarás seguro.

– ¿Y tú? -dijo Morgennes, inquieto.

– No te preocupes. Los sarracenos nunca se atreverán a atacar el Krak mientras Jerusalén no haya caído. A falta de nuevos refuerzos, no iremos a Acre; y solo iremos a Tiro si Conrado de Montferrat deja de desafiar a Raimundo de Trípoli… No nos moveremos de aquí mientras la Vera Cruz no haya sido encontrada; de modo que no te inquietes: no puede ocurrirme nada. De todos modos, nada me impide colocarme, si hace falta, una de estas viejas cotas de malla -dijo iluminando las otras cajas con su antorcha.

– ¿Y las flechas de los maraykhát?

– Tengo mi escudo y, además, ahora estamos prevenidos. Toma -dijo entregando a Morgennes el estandarte de san Pedro-. Cógelo. Te servirá si llegas a caer en malas manos. Quiero decir, si los nuestros buscan pelea…

– ¿No lo necesitarás?

– Mira -respondió Beaujeu-, yo no entré en la orden para convertirme en un miles sancti Petri , un soldado de san Pedro. Yo soy un miles Christi , un soldado de Cristo, como tú fuiste antes y pareces querer serlo aún. Mi único estandarte es la cruz. No quiero ningún otro.

Dicho esto, Morgennes y Alexis llevaron a la carreta de Masada la caja de madera negra que contenía la armadura y la bandera papal. Finalmente, les entregaron víveres para varios días, así como agua y vino.

Unos hermanos recitaron padrenuestros por Morgennes, deseándole que encontrara rápidamente a Saladino y lograra convencerlo. Esperaban que volviera a la verdadera fe y renunciara a la religión mahometana. De todos modos, los hermanos no acababan de creer que Morgennes hubiera abrazado plenamente estas creencias. Pero los mahometanos eran tan ladinos… Si Saladino aceptaba, pediría algún servicio a cambio…

Al alba del día de Santa Austraberta, Masada, Femia, Morgennes y Yahyah salieron del Krak tal como habían llegado, con la diferencia de que Alexis de Beaujeu se acercó para ofrecer a Morgennes una soberbia yegua negra.

– Prométeme que la cuidarás.

– Hermano Alexis, noble y buen señor, te lo prometo. ¿Qué nombre tiene?

– Isobel.

Cuando ya iban a entrar en la rampa cubierta que conducía al exterior, Alexis de Beaujeu añadió:

– No lo olvides: ¡ella también es una superviviente!

Morgennes lo saludó; luego el rastrillo del Krak cayó tras ellos. Muy pronto, las murallas de la fortaleza desaparecieron de su vista, y después desaparecieron también las banderas. Pero durante toda la mañana Morgennes siguió oyendo cómo restallaban al viento.

Tenía la sensación de que la historia se repetía sin cesar. ¿Lograría salir algún día de aquella sucesión infernal de partidas y llegadas? Morgennes cabalgaba delante de la pequeña carreta, solo, como siempre. Aunque de hecho nada le impedía acortar el trote de su montura para que lo alcanzaran.

– ¿Qué hay en esta gran caja negra? -preguntó Masada a Morgennes cuando la carreta estuvo a su altura.

– Una armadura -respondió Morgennes.

– ¿Podemos verla? -exclamó Yahyah, muy excitado.

– Pronto.

Yahyah lanzó un silbido de admiración.

– ¡Quiero verla, quiero verla! -dijo dando unas palmadas, como si de esa manera pudiera abrir la caja y hacer salir la armadura.

– ¿Adonde vamos? -inquinó Masada.

– Al sur -respondió Morgennes.

– ¿Por qué?

– Porque es allí adonde debemos ir. ¡Y ahora basta de preguntas!

Masada calló. También a él le parecía que no era fácil hablar con Morgennes. Desde que se conocían, apenas si habían mantenido diez conversaciones. Ninguna había sido profunda. Morgennes tenía lengua y boca, pronunciaba palabras, no le molestaba particularmente expresarse, pero nunca parecía que se dirigiera a su interlocutor. Sencillamente, era un hablador mudo.

Masada empezaba a estar harto. ¿No le había salvado él la vida al comprarlo en el mercado de esclavos cuando los templarios y los mahometanos se lo disputaban? ¿Y Femia? ¿Todas aquellas joyas valían la vida de ese hombre, su libertad?

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