Simón era feliz. ¡Por fin!
Unos días después de esta misión, que se había saldado con un fracaso pero les había permitido hacerse con nuevos aliados, una paloma mensajera se había posado sobre el Chastel Blanc. Los templarios de la primera ley -nueve en total, como los primeros «pobres caballeros de Cristo»- habían abandonado inmediatamente la fortaleza para unirse a un batallón de fidai destacado de El Khef por el poderoso jefe de los asesinos, Rachideddin Sinan. Algunos beduinos de la tribu de los maraykhát los acompañaban. Juntos habían atacado una caravana encargada de transportar oro por cuenta del Hospital. El estandarte de san Pedro había sido confiado a Simón, lo que era un gran honor. Bajo su yelmo blanco, el templario había enrojecido de placer.
Sin embargo, nunca hubiera creído posible aliarse con mahometanos. Y en cuanto a combatir contra cristianos… Pero su senescal, un hombre revestido con una malla de cadenas y montado en un caballo rojo sangre, les había dicho: «¡Dios lo quiere! ¡Es Cristo quien manda!».
Y habían cargado al grito de «¡Montjoie!».
Simón se había dicho que los hospitalarios debían de haber cometido una falta horrible. Que estaban en el camino del pecado. Sin duda se lo explicarían todo más tarde. El Papa estaba de su lado. No tenía nada que temer. No contento con ser miles Christi , se añadía ahora a su persona el miles sancti Petri (soldado del Papa). No podía estar equivocado. Dios estaba con él. Simón se esforzó en luchar con todo su odio y sin piedad contra aquellos extraviados, llorando bajo su yelmo, mojando su corta barba de lágrimas mientras diezmaba a los caballeros del Hospital, que preferían morir antes que golpear. Pero se serenaba de nuevo repitiéndose lo que Wash el-Rafid les gritaba cada vez que partían al combate: «Dios borra las faltas de los que combaten por Él». Lo que Simón ignoraba era que se trataba de un versículo del Corán. En el seno de la unidad de élite del Temple, Simón tenía la sensación de alcanzar todo aquello a lo que su alma, su corazón, su sed de aventura y sus fuerzas físicas aspiraban. Ya no había contradicciones ni sufrimientos, solo había una gran alegría exaltante, la impresión de ser único, de vivir un momento histórico. La certeza de que por fin se distinguía de los otros Roquefeuille. Aquí ya no era «Simón el Parco», como lo llamaban en otro tiempo sus hermanos, el que aguantaba menos, el que corría más despacio, el que tenía que dejar de beber o de comer mientras todos continuaban. Aquí era Simón de san Pedro, Simón el Estandarte, Simón el Abanderado, Simón de Roma. Cada día los templarios blancos lo bautizaban con un nuevo nombre, lo que llenaba de orgullo a Simón.
A cambio del oro de los hospitalarios, los asesinos les habían entregado un curioso cofre y a una joven, un rehén que habían capturado en el camino de Bagdad. Se llamaba Casiopea. Pero ¿por qué valía tanto aquella mujer? ¿Para qué la querían los templarios? Simón no lo sabía. Pero no se cansaba de admirar su belleza. La mujer había sido violada y golpeada en numerosas ocasiones. Sin embargo, bajo las equimosis y las señales de tortura, su gracia era una luz que incidía profundamente en él. Simón tenía siempre en su mente la imagen de aquella jovencita de piel morena, de ojos azules y cabellera castaña, que insultaba y mordía en cuanto le sacaban la mordaza y arañaba cuando tenía las manos libres.
Habían dado orden de no perderla de vista y de mantenerla bajo estricta, vigilancia, tarea que Simón se sentía feliz de cumplir cuando le llegaba el turno. El joven templario reclamaba los primeros turnos de guardia. La contemplaba, tendida sobre las losas de una mazmorra, e iba a buscarle una estera de juncos, un cubrecama o un samit oriental, en función de la hora del día, del lugar donde estaban y de lo que tenía a su disposición.
En aquel momento, la mujer estaba encerrada en los calabozos del castillo de La Féve, pues allí se encontraban instalados los templarios blancos. Simón le había llevado una manta y se había excusado por no haber encontrado nada mejor. La bella había hecho una bola con la manta y se la había colocado bajo la cabeza. Nada. Ni una mirada. Entonces, sin decir palabra, Simón había subido a lo alto de la torre donde debía montar guardia. Aquella noche no tendría derecho a verla dormir. ¿Tal vez mañana? ¿Quién sabía cuánto tiempo permanecerían en La Féve? Solo su senescal y el emisario del Papa, a quien habían abierto las rejas del castillo por portar el vexillum de san Pedro, parecían saberlo.
Inclinado por encima de las almenas, Simón trató de distinguir, en la luz rasante del crepúsculo, las cumbres del Yebel Ansariya. Debían elevarse al norte, pero no las veía. Tampoco le sorprendió demasiado. Ya hacía cierto tiempo que habían dejado tras de sí los picos nevados del Ansariya, e incluso los del monte Hermón. Su unidad había recorrido en unos días más distancia que la que Simón había franqueado en tres años de aburrida espera en Occidente. Le parecía igualmente que aquellas distancias, atravesadas a una increíble velocidad cambiando varias veces de montura, no eran solo físicas, sino también morales.
En ese momento el chillido de un ave resonó en el cielo. Simón, que seguía protegiéndose los ojos con la mano, la localizó con la mirada. Era un ave de vuelo alto. Su plumaje era de un color azul grisáceo, teñido de pardo, y su envergadura, de la medida de una lanza. ¿Cuántas mudas debía de tener?
Pensó en Wash el-Rafid. El emisario se ejercitaba a menudo tirando a las palomas mensajeras de los ejércitos de Saladino e incluso contra las rapaces. Simón se dijo que haría bien en avisarle.
Pero, cautivado por la belleza de las evoluciones del halcón, no se movió. Siguió observando al pájaro, que aparentemente se limitaba a saludar la caída de la noche. Su grito le decía algo, le recordaba a alguien. Sí, él ya había oído aquella llamada, como una queja, como un grito de dolor, un gemido… Entonces tuvo una inspiración: era el pájaro que volaba por encima de la fortaleza de El Khef, feudo de los asesinos.
Simón lo había tomado por un depredador que tenía su territorio en aquellas montañas. Pero, al parecer, no era ese el caso. ¿A quién pertenecía, pues? ¿A los asesinos? ¿A Casiopea?
¡Y él que no había señalado su presencia! ¡Rápido, debía prevenir al señor el-Rafid y a la guarnición! Ya se disponía a dar la alarma por la escalera de caracol de la atalaya, cuando sintió deseos de ver, por última vez, a aquel pájaro.
Simón se encontraba sometido al encanto de los amplios círculos indolentes, seguidos de lentos vuelos con las alas inmóviles, que el halcón trazaba en el cielo. El pájaro se elevaba sin batir las alas, sin esfuerzo aparente, y luego, con las patas pegadas a su vigoroso cuerpo, se recogía sobre sí mismo y se dejaba caer como una piedra, volvía a abrir las alas y se elevaba en espiral en la luz con un silbido agudo. Su vuelo estaba hecho de vueltas y fintas, acompañadas por largos quejidos. ¿Por qué, para quién danzaba así? Porque no había ninguna duda: el pájaro no cazaba, danzaba.
Dominado por la curiosidad, Simón se inclinó por encima de las almenas y observó la llanura, hasta el pie del monte Tabor. Vio a un hombre de negro sobre un caballo negro, seguido por una carreta tirada por un pequeño asno.
Simón había faltado a su deber, y enseguida se reprendió por ello: apretó la piedra de las almenas hasta que las articulaciones se le pusieron blancas. Luego sujetó el cuerno que había cogido a los hospitalarios y dio la alerta. Ruidos de pasos resonaron en la escalera. Alguien subía corriendo.
Kunar Sell se unió a él en lo alto de la torre y le preguntó:
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