Paul-Jean Franceschini - Calígula

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Cayo Julio César Germánico se conviertió en emperador romano el año 37 d.C. Inteligente y cultivado, aunque acomplejado por su físico, tenía dos grandes pasiones: el teatro y Drusila, la más bella de sus hermanas. Calígula comenzó su gobierno adulado por el pueblo y lo terminó siendo detestado por todos: se había comportado como el peor de los dictadores, destacando por sus extravagancias, provocaciones y brutalidad. La ambición de poder era tal, que Calígula acabó creyendo ser un dios. Pero su ceguera y autocomplacencia le impidieron percatarse de la conspiración que se fraguaba en torno a su persona. Esta es la historia de un ser fuera de lo común, conocido por su crueldad, lujuria, y naturaleza desequilibrada, y por las intrigas familiares y políticas en las que participó

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Agripa no había dudado de su éxito. Conocía la afición por lo maravilloso de su imperial amigo. Antaño, lo había hecho memorizar los versos de las Geórgicas en los que Virgilio enumera los prodigios que siguieron a la muerte de Julio César, cuando los bueyes tomaron la palabra. El poeta no especificaba en qué idioma se habían expresado.

Al día siguiente, el príncipe y Pedro se presentaron por separado en el palacio. Cuando el viejo pescador compareció ante él, Calígula lo apostrofó en griego.

– ¿Ya estás aquí, terror de los peces? ¿Qué vienes a venderme? ¿Qué llevas en el cesto? ¿Un mero? ¿Una merluza? ¿Una anguila? A mí me gusta el pescado fresco, y seguro que el tuyo es del día.

– Has de saber que nunca he vendido pescado del día anterior -respondió el hombre en un griego intachable-. No obstante, abandoné ese oficio desde que camino por la senda del Señor.

Agripa advirtió que la estupefacción asomaba al semblante del emperador, que formuló la pregunta siguiente en latín.

– ¿Dónde aprendiste el griego, amigo?

– No lo aprendí. La llama del Espíritu descendió sobre mí y mis hermanos.

Su latín era como el que hablaba el pueblo llano de Roma.

– ¡Es increíble! -exclamó Calígula, incapaz de disimular su estupor-. No me engañabas, príncipe. Veamos, Pedro, tú que sabes lenguas sin haberlas aprendido, instrúyeme un poco. ¿Quién era Yeshua?

– El hijo del Dios vivo que padeció y murió en la cruz a fin de redimir nuestros pecados. El tercer día, resucitó de entre los muertos y descendió a los infiernos antes de subir a los cielos.

– Como Orfeo. ¿Buscaba a su Eurídice?

– No, César.

– ¿Era él mismo un dios?

– Tú lo has dicho.

– ¿Y su padre lo dejó morir víctima del mismo suplicio que los esclavos? Vuestro dios es más cruel que Saturno, que devoró a sus hijos. ¿Tenéis entonces dos dioses?

– Adoramos al Único. Está encarnado en la persona del Bendito.

– Zeus hacía eso a menudo para gozar de una mortal. No para dejarse martirizar.

– Yeshua expió nuestros pecados.

– Debéis de ser unos grandes criminales. ¿Es cierto que admitís a los no circuncidados?

– Sí, César. La buena nueva está destinada a todos los hombres.

– ¿Por qué rechazáis los dioses de los otros pueblos?

– Porque observamos la ley de Moisés.

– ¿Qué haréis tú y tus amigos si coloco mi estatua en el templo

de Jerusalén?

– Me desgarraré las vestiduras y me rociaré de ceniza la cabeza -contestó Pedro, sin perder un ápice de placidez.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué otra cosa podría hacer?

– ¿No te alzarás en armas contra los romanos? ¿No capitanearás una revuelta?

– No. El Bendito nos ordenó dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. También nos dijo, poco antes de morir, que quien desenvainara la espada, por la espada moriría.

– ¿Cuál es, según tú, la principal lección de Yeshua?

– «Amaos los unos a los otros.»

– ¿Y cómo aplicáis este bello precepto?

– Nos amamos con ternura. La nueva ley de amor dicta que el hermano ame a la hermana.

El emperador manifestó de repente un interés repentino por un interrogatorio que, hasta ese instante, había conducido con irónico distanciamiento.

– ¿El hermano debe amar a su hermana?

– Yeshua nos dejó ese precepto.

– Es un precepto admirable. ¿Tu maestro no había viajado a Egipto?

– Cuentan que pasó tres años a la orilla del Nilo para aprender la sabiduría, pero yo nunca oí tal cosa de su boca.

– Esas cosas se mantienen en secreto.

Agripa se felicitó para sus adentros de que la conversación se desarrollara en latín. En griego, lengua que distingue el eros sensual del ágape espiritual, el malentendido se habría disipado enseguida.

– Si quieres instruirte en la doctrina de Yeshua, César, estoy a tu servicio.

– Por hoy ya he aprendido bastante. Tu secta me parece digna de encomio.

– Rezaré para que te sea concedida la luz.

En cuanto el pescador hubo franqueado la puerta, Calígula se dirigió a Agripa.

– Tenías razón, este hombre está dotado de poderes asombrosos. ¡Qué lástima que sea un inculto! ¡La cultura, amigo mío, la cultura! ¡Y él pretendía instruirme a mí! Su Yeshua estaba iniciado en los misterios de Isis. Es una pena que ese Sócrates no haya tenido un Platón y sus discípulos iletrados hayan interpretado al pie de la letra sus enseñanzas. ¡Mira qué idea, hacer partícipe de los misterios de Egipto a un pescador! Ese pobre hombre se imagina que su maestro es el hijo de un dios que se desdobló con el solo propósito de dejarse crucificar en Jerusalén.

– Sí, todos creen esa patraña.

– Da igual. De todas maneras son judíos a los que conviene prestar apoyo, puesto que nunca combatirán a los romanos. Has hecho bien en apostar por esta secta, tienes buen olfato político. Que un día esta cualidad te reporte una corona.

Aun cuando todavía no se trataba de una promesa, Agripa se marchó lleno de esperanza.

47 Chipre-Roma, mayo-junio del año 38

Los festejos celebrados en Salamina se prolongaron durante quince días en Pafos, principal ciudad de la isla. Había que recibir a todos y cada uno de los reyezuelos y gerifaltes que acudían en calidad de vecinos a presentar sus respetos al emperador y procurar no herir su quisquillosa susceptibilidad. Fue una agotadora ronda de fiestas y de discursos a la que asistía Drusila para no entristecer a su hermano, pese a que estaba aquejada de un infinito cansancio y de una palidez extrema que el maquillaje compensaba, devolviéndole todo el esplendor de su belleza. Calígula estaba más eufórico que nunca. Durante un festín, mientras sus anfitriones exaltaban la nobleza de sus origines, exclamó, citando a Homero: «¡No tengamos más que un solo jefe, un solo rey!» Para entonces sostenía, incluso delante de los romanos, que su madre había sido fecundada por una serpiente divina, al igual que la de Alejandro Magno.

Drusila tenía la certeza de que si proseguía aquel viaje, no volvería a ver Roma. De regreso de la última recepción, una vez que las sirvientas la hubieron desvestido y desmaquillado, se resignó a desvelarle la verdad a su hermano.

– Estoy al límite de mis fuerzas, Cayo. Esta noche, he creído que iba a desmayarme.

El la miró y, de golpe, al descubrir la mortal palidez que disimulaba el colorete, la delgadez, las profundas ojeras, un profundo espanto se apoderó de él.

– Estás enferma -alcanzó a articular, con la boca seca.

– Seguro que no es grave, pero me parece que más valdrá esperar al año próximo para el descenso del Nilo -señaló ella con una triste sonrisa de disculpa.

– Partiremos hacia Roma mañana mismo. Cayo salió, en plena noche, a impartir las órdenes. Cuando volvió, llevaba puesta, para tranquilizarla, la máscara de la despreocupación, pero ella sabía que lo torturaba la angustia. No se hacía ilusiones; había llegado la hora de pagar su deuda con los dioses.

El viaje fue para ambos una cruel representación. Ella aparentaba encontrarse mejor y él fingía creerla. Por la noche, en el puente, Cayo invocaba a Isis rogando por su curación y prometía sacrificios a Neptuno para que abriera la ruta al navío. Luego regresaba junto a ella, presa de un terror que nunca antes había experimentado ni siquiera bajo la mirada de ojos saltones de Tiberio.

Cuando llegaron por fin a Roma, trasladaron a la enferma al apartamento de Livia y pareció que el retorno a aquel marco familiar le devolvía un poco las fuerzas. Calígula no se apartaba de su cama, escrutando su demacrado rostro en busca del menor signo favorable. Sólo se permitió la entrada a los familiares próximos. Emilio Lépido no franqueaba la puerta, pero acudía todos los días a informarse del estado de su esposa y mostraba la aflicción pertinente. Lesbia estaba tan afectada que no lograba cruzar el umbral de la habitación. Tras besarla con ternura, Calígula le ordenó que se quedara en su casa, pues sus lágrimas lo dejaban sin ánimos. Afectada por una pena sincera, como si se arrepintiera de haber querido tan poco a la moribunda, Agripina buscaba una vía de escape en una actividad frenética, atosigando a Jenofonte, a quien pretendía dictar la cura. Su hermano le llamaba constantemente la atención.

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