Paul-Jean Franceschini - Calígula

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Cayo Julio César Germánico se conviertió en emperador romano el año 37 d.C. Inteligente y cultivado, aunque acomplejado por su físico, tenía dos grandes pasiones: el teatro y Drusila, la más bella de sus hermanas. Calígula comenzó su gobierno adulado por el pueblo y lo terminó siendo detestado por todos: se había comportado como el peor de los dictadores, destacando por sus extravagancias, provocaciones y brutalidad. La ambición de poder era tal, que Calígula acabó creyendo ser un dios. Pero su ceguera y autocomplacencia le impidieron percatarse de la conspiración que se fraguaba en torno a su persona. Esta es la historia de un ser fuera de lo común, conocido por su crueldad, lujuria, y naturaleza desequilibrada, y por las intrigas familiares y políticas en las que participó

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– Pasaba en la litera cuando he visto a un joven alto y delgado en lacerna azul que impartía órdenes a quienes pugnaban por apagar el fuego. Como me ha dado la impresión de que se asemejaba mucho a Cayo he mandado parar a los porteadores. ¡Pues en efecto, era él! Lo he visto como os veo ahora a vosotras.

– ¿Parecía enfermo? -se interesó Mesalina.

– No, está igual de atezado que un marinero.

– ¿No ha hecho nada raro?

– No… Bueno, sí. ¿Conoces al edil urbano Vespasiano, bonita? ¿El que cena a veces aquí?

– ¿Un moreno alto y muy musculoso?

– Ese mismo. Se encontraba allí y los bomberos se quejaban de que les dificultaba el trabajo el barro de la gran cloaca, que no habían limpiado bien. Cayo ha ordenado a un soldado que embadurnase con ese barro la cara de Vespasiano por su condición de responsable de tal negligencia.

– ¿Y qué ha dicho Vespasiano?

– Ha dado las gracias al emperador por la lección y ha prometido que en adelante se aseguraría de que limpiasen las cloacas con más cuidado. Es un hombre hábil.

– ¿Y el emperador no te ha hablado? -se extrañó Lépida.

– Me ha dirigido algunas palabras. Oh, casi nada. Me ha preguntado si todo el mundo en el Palatino observaba de modo riguroso el luto por su hermana. Delante de mí -informó, mirando a Mesalina-, los guardias han detenido a dos viandantes cuyo aspecto no era lo bastante triste. ¿Lo ves, bonita? Ya te lo había dicho yo. En eso no transige. Por lo visto han llevado a las Gemonías a un comerciante culpable de haber asado una salchicha. Hemos de obrar con cautela.

– Tienes razón. Es lo más prudente.

Al día siguiente, Ahenobarbo no cabía en sí de gozo cuando Mesalina, que había llegado antes que él a casa de su madre, le dispensó una amable acogida. Pretextando sus muchos quehaceres, Lépida los dejó solos enseguida.

– Por fin te vuelvo a ver. Créeme que estoy muy…

Ella, demasiado hambrienta de realidades para entretenerse con discursos, se deslizó la estola por encima de la cabeza. Él no daba crédito a sus ojos.

– ¡Por Hércules! ¡Por Júpiter!

Mesalina lo ayudó a quitarse la toga con premura. Al cabo de un instante, yacían sobre las baldosas del suelo. Una vez apaciguado el primer arrebato de pasión, él la llevó a la cama.

– ¡Ay, si supieras, Mesalina, cuánto he soñado con este momento!

– Lo sé…, lo sé.

A continuación emprendió un nuevo asalto. De vez en cuando, ella gemía para infundirle ánimos.

– ¡Oh, sí, Domicio! ¡Otra vez! ¡Oh, qué joven te conservas! ¡Qué vigor!

Con las sienes palpitantes y la respiración afanosa, Ahenobarbo se acostó de espaldas. Mesalina hubo de desplegar todo su arte para conseguir de él un equus eroticus. En plena cabalgada, sintió que el hombre dejaba de moverse debajo de ella. Tenía los ojos desorbitados y una expresión extraña; no pestañeaba y, de improviso, ladeó la cabeza, inerte. Mesalina lanzó un alarido.

Lépida acudió a toda prisa. Le bastó una ojeada para comprender lo que había pasado. Poco propensa a perder la sangre fría y a ceder al pánico, comenzó por propinar una bofetada a su hija, para cortar en seco su ataque de nervios.

– Vístete y vuelve a tu casa. Recuerda que no has puesto los pies aquí desde hace varios días.

Cerró los ojos del muerto y, con esfuerzo, le puso la toga. Des pués fue a buscar a su liberto de confianza y a dos esclavos que se lo llevaron sosteniéndolo por las axilas, como a un borracho. Ella los siguió hasta la litera.

– ¡No deberías beber tanto, Domicio! -lo reconvino mientras acomodaban el cadáver en los cojines-. ¡No olvides que tienes el corazón débil!

En la escalera, se encontró con Barbato, que bajaba a enterarse de lo que sucedía.

– Me ha parecido oír gritos. ¿Qué ocurre?

– Perdona que te hayamos interrumpido la siesta. He tenido que enfadarme con Domicio, que estaba borracho como una cuba. ¡A esta hora del día!

La muerte de Ahenobarbo fue atribuida a su tendencia a los excesos. El brutal personaje había dejado a demasiados esclavos lisiados para que sus sirvientes se preocuparan por indagar más. Por otra parte, el regreso a Roma del emperador suscitó tal revelo que el fallecimiento del senador pasó prácticamente inadvertido.

49 Roma, agosto-septiembre del año 38

Claudio encontró a su sobrino cambiado, pero no alcanzaba a dilucidar la naturaleza de su metamorfosis. Para un hombre que acababa de sufrir un cruel revés, se lo veía extrañamente poco afectado, además de delgado y endurecido, como si hubiera acudido a entrenarse con regularidad a la palestra. En su mirada se advertía, no obstante, un raro brillo. Daba la impresión de haber tomado una de esas determinaciones extremas que vuelven insensible a una persona, como el conjurado que, una vez decidido a matar al tirano, pierde todo interés en el resto del mundo.

– Su nuevo nombre es Pantea. En la tierra, era la epifanía de la Gran Diosa, pero entre las estrellas, sus hermanas la llaman Pantea.

– Pantea, la diosa universal. Bonito nombre. De todas maneras, Drusila era demasiado joven para este honor.

Se guardaba mucho de expresar lo que pensaba en el fondo. Para muchos romanos, la divinización o apoteosis no representaba más que un triunfo postumo, de tal forma que el «divino César» constituía una manera respetuosa de decir el «difunto César». El único mérito de la joven muerta residía en haber sido amada por el emperador. Las malas lenguas no dejarían de señalar que la apoteosis exaltaba el incesto.

– No existe una edad apropiada para convertirse en dios -replicó con aspereza el emperador.

– En todo caso, Pantea es un hermoso nombre.

– El pueblo romano adora a dioses apagados, sin esplendor, muy propios de él. Júpiter, que reina en el Capitolio, Marte, dios de las batallas, padre y autor del nombre romano, Vesta, guardiana de los hogares… Dioses utilitarios. Reconoce que todo eso carece de poesía.

– Roma habría debido inspirarse más en los etruscos.

– Y que lo digas. Roma ha cometido todos los errores posibles, y el primero fue el de descartar la realeza. Julio César lo había comprendido y por eso mandó añadir su estatua a las seis estatuas de los reyes antiguos del Capitolio. Para gobernar Roma, hace falta un rey.

– Es posible -concedió con prudencia Claudio, temeroso de que Cayo se enfrascara en su habitual comparación entre la mediocridad de Roma y las maravillas de Oriente.

– Los romanos se imaginan -prosiguió el emperador- que los dioses son más importantes que las diosas; se olvidan de cómo se creó el mundo. La Gran Diosa madre alumbró a su esposo, que era su hijo y su hermano a la vez, a fin de que engendrara en ella las Tinieblas, el Día, el Mar y las Estrellas. Por eso las diosas priman sobre los dioses. Atenea de ojos claros, Afrodita nacida de las olas, Cibeles la Gran Madre de Frigia, Hécate y sus perros. Y, sobre todo, Isis, que reunió los pedazos dispersos de su hermano. ¡Y finalmente nuestra Pantea!

– Pero es el Senado el que decreta las apoteosis.

– La votará por aclamación. Me han pedido ya permiso para instalar el retrato de Pantea en la sala de sesiones de la Curia. Tú serás su primer gran sacerdote.

– ¿Yo? Pero…

– No protestes, conozco tu modestia, pero está fuera lugar. Nadie merece este honor más que tú. Claro está que conviene que colabores en la construcción del templo y en el establecimiento de la cofradía. No le corresponde al Estado correr con tales gastos.

– ¿Cuan… cuánto?

– Un millón de sestercios.

– Pero, pero…

– Si consideras que puedes aportar más, yo no me opongo, por supuesto, pero un millón de sestercios me parece una cantidad razonable. Y ahora me perdonarás, tío, pero he de rendirle una visita de condolencia a Agripina. Cuídate y saluda de mi parte a Mesalina.

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